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PERFILES DEL EMPRESARIO INDIVIDUAL

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Es escasa la atención que el legislador mercantil ha prestado al empresario individual si se excluyen, claro está, los primeros preceptos de nuestro Código, los cuales, como es bien sabido, intentan precisar algunas vertientes de su estatuto personal (como sucede con las normas sobre capacidad o las relativas a la situación del comerciante casado), al margen del sempiterno problema de su existencia como tal. Con carácter histórico cabría aludir, en dicho plano, al régimen de la quiebra, establecido, como se recordará,  a imagen y semejanza del propio empresario individual, quedando las sociedades en una posición ciertamente marginal. Y todo ello, desde luego, sin perjuicio de la aplicabilidad a nuestra figura de las normas propias del estatuto del empresario, siempre que su singularidad –esencialmente vinculada con la dimensión, por lo común, modesta de su negocio- no reclamara alguna excepción o derogación especial.

Si se mira bien, por tanto, cabría concluir que el empresario individual no ha interesado al legislador; o, dicho de otra forma, éste, en apariencia, se habría contentado con limitarse a lo imprescindible, teniendo en cuenta la salvaguarda para los terceros que suponía y, en lo esencial, sigue suponiendo, el principio de responsabilidad patrimonial universal establecido por el art. 1911 de nuestro Código civil. Con todo, un mayor detenimiento en el análisis permite afirmar que si el legislador no avanzó más en esta materia fue por razones, si se permite el calificativo, “ontológicas”; es decir, el régimen jurídico del empresario individual quedó así en la codificación -llegando prácticamente intacto hasta nuestros días- porque no se podía ir más allá, porque la figura no admitía incursiones legislativas equivalentes, cuando menos, a las ensayadas a propósito de los empresarios sociales. A finales del siglo XIX, no cabía hablar, en paralelo a las sociedades mercantiles, de algo similar a la “constitución” del empresario individual, teniendo en cuenta la provisionalidad y el carácter minoritario de las propuestas que, sobre esos años, aspiraban a la separación de un específico patrimonio mercantil respecto del entero conjunto de sus bienes.

Y esta precariedad normativa no podía excusarse, más allá de las indicadas dificultades de tratamiento sustantivo, porque nos encontráramos ante un operador económico marginal. Con mayor razón en la época codificadora, pero también en nuestro tiempo, el empresario individual era y es la figura cuantitativamente más frecuente, aunque hoy, sobre todo, ese predominio numérico deba quedar circunscrito, dentro de las pymes, a lo que, de manera específica, suele denominarse “microempresas”. El florecimiento de este tipo de negocios en la actualidad ha merecido la atención de los medios públicos, tanto nacionales como comunitarios, no tanto en ejercicio de su función normativa, sino, más bien, desde una perspectiva de promoción y apoyo, lo que, siendo indudablemente importante, mantiene incólume la perspectiva heredada para su tratamiento en el ámbito del Derecho mercantil.

Se comprende, por ello, que nuestra figura, entendida como la de un operador económico titular de una explotación empresarial, con todos los caracteres que le son propios, pero desprovista, por lo general, de la concurrencia de algunos elementos de la producción (como el trabajo dependiente), haya sido objeto de consideración por otras disciplinas jurídicas. Así ha sucedido, sobre todo, con el Derecho del Trabajo, que ha llegado, prácticamente, a “absorber” al empresario individual bajo su manifestación de trabajador autónomo, intentado protegerle, a su vez, de los infortunios derivados de la pérdida de su explotación empresarial, difícilmente equiparables, en principio, a la situación de desempleo, y subsumidos, desde la perspectiva de la Seguridad social, en la fórmula, hoy consagrada, del “cese de la actividad”.

Pero cuando se habla en nuestros días del empresario individual, también ha de tenerse en cuenta la incidencia que, en su ámbito, suponen categorías aparentemente novedosas, dotadas, por eso mismo, de una cierta fuerza expansiva, no sólo jurídica, sino también económica e, incluso, sociológica. Me refiero al emprendedor, objeto de tratamientos muy diversos, por supuesto también legislativos, y cuya relación e, incluso, similitud, con nuestra figura parecen notorias, al margen de los muchos matices que concurren en dicha fórmula, verdadero lugar común en la actualidad. Por ese camino, acompañado de algunas circunstancias de corte tecnológico, se ha comenzado entre nosotros a revisar el estatuto del empresario individual, mediante, entre otros temas, la creación de una modalidad singular, como es el llamado “emprendedor individual de responsabilidad limitada”, no acompañada hasta el momento por el éxito, según se deduce de su escasa constancia registral.

Todas estas reflexiones, y muchas otras que se podrían formular ahora, vienen a cuento de la reciente publicación de un libro, amplio y detallado, sobre el empresario individual, cuyo interés para nuestra disciplina y su elevada calidad justifican su mención en esta sede. Me refiero a la obra Un nuevo estatuto para el empresario individual (Madrid, Marcial Pons, 2016), dirigida por el profesor Santiago Hierro Anibarro, de cuya relevante trayectoria he dado cuenta –por si hiciera falta- en algún commendario anterior. Como el propio director indica, este volumen es el último de una trilogía singular dedicada al estudio jurídico de las pymes, desde la vertiente inicial, y aparentemente mayoritaria en nuestro tiempo, de la simplificación del Derecho de sociedades, pasando por el tratamiento de los mecanismos idóneos para hacer posible su mejor gobernanza.

Fiel a las circunstancias propias del empresario individual, a las que acabo de aludir de manera sucinta, el libro que nos ocupa asume decididamente un planteamiento interdisciplinar, y no sólo desde el punto de vista del Derecho. Son relevantes, en tal sentido, las aportaciones propias del Derecho privado, desde una perspectiva que podría denominarse clásica (el estatuto privado del empresario, su posible inscripción en el Registro mercantil, así como el tratamiento concursal), a la que se añaden, muy bien venidas, las referencias a la disciplina específica del emprendedor. Todo ello, sin perjuicio de un interesante análisis comparado sobre las diversas situaciones subjetivas que se amparan bajo la categoría, cada vez más imprecisa, del empresario individual, y de meditadas reflexiones sobre las más recientes tendencias de política legislativa en la materia. Pero, del mismo modo, interesa destacar la cuidadosa consideración de la perspectiva iuslaboral, tanto en lo que atañe al Derecho del Trabajo como a la singular vertiente propia de la Seguridad social, sin cuyos criterios, verdaderamente tipificadores en tantos supuestos, no puede entenderse jurídicamente la posición y realidad concretas del empresario individual en nuestros días.

No quedaría completo este mínimo resumen de la obra que nos ocupa si no aludiéramos, por el ya indicado carácter interdisciplinar, a los estudios formulados desde la Economía, centrados en la moderna noción del emprendedor, así como en el marco social y económico que le circunda, sin perjuicio de la imprescindible consideración  del análisis estadístico sobre la realidad concreta en nuestro país del trabajo autónomo.

La combinación de la perspectiva jurídica con las reflexiones derivadas del análisis económico, estadístico y sociológico ofrece al lector un valioso conjunto de criterios desde los cuales contemplar con fundamento y seguridad esta esquiva realidad que representa hoy el empresario individual. Aun a pesar de los muchos problemas que esmaltan su tratamiento por el Derecho, parece evidente que su consideración por los mercantilistas no puede limitarse a formular meras referencias puntuales y esquemáticas, como necesario pero incómodo contrapunto de los, mucho más importantes, empresarios sociales. En tal sentido, la lectura serena de la obra reseñada suministrará criterios valiosos para superar esta insatisfactoria situación, sirviendo de base a planteamientos de mayor rigor y de más ambiciosa orientación. Hay que felicitar por ello muy sinceramente al profesor Santiago Hierro y al resto de los autores, en su mayoría profesores de la Universidad de Alcalá, por la completa obra que han elaborado y que cierra un destacado proyecto investigador, al que, así lo espero, han de seguir otros de igual o superior interés.

José Miguel Embid Irujo