Varias, incluso bastantes, veces se ha asomado el grupo de sociedades a esta tribuna, a propósito casi siempre de algún pronunciamiento judicial y con motivo, también frecuente, de una situación de insolvencia. El contexto concursal de nuestra figura es, si se quiere, una consecuencia de la crisis, no tanto o no sólo por el hecho de que el grupo aparezca como elemento determinante del fallo; se trata, más bien y como ha habido ocasión de indicar en anteriores commendarios, de que se ha llegado a formar, bien que de manera incompleta, una verdadera doctrina en la materia, cuya intensidad y reiteración no hace sino poner al desnudo la menesterosidad, sin duda lacerante, del Derecho de los grupos de sociedades en nuestro ordenamiento.
No es esta la primera vez que lamento en público el predominio de la vía judicial en asunto tan destacado. Y no porque se trate de un camino en sí negativo; su presencia, reiterada y constante en algunas disciplinas jurídicas, como el Derecho del Trabajo, menor en el ámbito societario, ha de verse como una respuesta, desde luego parcial, pero también necesaria, a la ya advertida insuficiencia de nuestro Derecho. Como es bien sabido, no han faltado intentos de revertir esta situación, sobre todo en el contexto de la reforma del Derecho de sociedades y, más recientemente, a propósito del Anteproyecto de Código mercantil. Por diversas razones, estos buenos propósitos no han conducido al resultado positivo esperable y hemos de seguir, por ello, consultando los repertorios jurisprudenciales a fin de obtener algo de luz sobre los caracteres, circunstancias y funcionamiento de los grupos (o, al menos, de algunos de ellos).
La sentencia 572/2016, de 29 de septiembre, de la sala de lo civil, sección primera, del Tribunal Supremo, constituye, por lo expuesto, una resolución de necesaria consulta en el arduo camino de configurar un Derecho de grupos entre nosotros, bien que de manera restringida a lo que podría llamarse “vertiente externa” de la figura. Viene de antiguo el debate sobre la responsabilidad del grupo (sin perjuicio, claro está, de la responsabilidad en el grupo, como agudamente advirtió hace tiempo Berardino Libonati), y tampoco es de nuestros días la idea, discutida y discutible, de cómo traducir en parámetros resarcitorios la unidad inherente a esta singular forma de empresa tras la pluralidad de las sociedades (o personas jurídicas) que lo componen. El levantamiento del velo ha sido, precisamente, uno de los medios empleados para dar consistencia a este decisivo aspecto, que pone a prueba la confianza de los terceros en la actividad del grupo en el mercado, contribuyendo a situar en primer plano el debate sobre su legitimidad como forma de empresa en un determinado ordenamiento. Su aplicación entre nosotros, como es notorio, se inspira en la práctica norteamericana, de la que toma la terminología y algunos elementos determinados; pero se alimenta también de la menos conocida “doctrina de terceros”, magistralmente expuesta en un minucioso trabajo de Manuel de la Cámara y José María de Prada, publicado hace ya más de cuatro décadas.
El resultado de estas influencias, articuladas sobre una notoria pretensión de justicia material, ha dado lugar a una jurisprudencia constante y, por lo común, acertada, sobre lo que se ha venido en llamar –por ejemplo, en la conocida monografía de Carmen Boldó- la “doctrina” del levantamiento del velo de la personalidad jurídica. Se trata, parece innecesario advertirlo, de un planteamiento amplio, ni tan siquiera limitado al Derecho de sociedades, que se invoca en los más diversos contextos, superando incluso las fronteras del Derecho privado. Dentro del terreno societario, con todo, es donde el levantamiento del velo ha adquirido mayor consistencia jurídica, sobre la base de dos circunstancias de diverso orden: la primera, de carácter, cabría decir, metodológico, señala su condición de técnica excepcional, por concebirse como remedio extraordinario frente a situaciones de abuso y fraude de ley, protagonizadas, sobre todo, por sociedades mercantiles dotadas de plena personalidad jurídica; la segunda, de estricta naturaleza aplicativa, se sustancia en la fijación de una serie de supuestos, bien conocidos y desprovistos de la condición de numerus clausus, donde puede ser pertinente su aplicación, como sucede con la figura del grupo.
De las dos circunstancias se da cuenta en la sentencia que comentamos, de la que ha sido ponente el magistrado Francisco Javier Orduña Moreno. En ella se estima el recurso de casación interpuesto contra la sentencia de la Audiencia Provincial de Teruel, conforme a la cual se había condenado a tres sociedades limitadas integrantes de un “grupo familiar de empresas” a responder solidariamente de la deuda contraída por la entidad dominante del grupo, garantizada parcialmente, y con posterioridad a su constitución, por las demás. Se rechaza, de este modo, la procedencia del levantamiento del velo y se vierten algunas consideraciones interesantes en materia de grupos, siguiendo jurisprudencia previa de la sala. Interesa destacar ahora que la existencia misma del grupo no da lugar, de acuerdo con el criterio del alto tribunal, a un supuesto de abuso de la personalidad jurídica. Y ello, a pesar de que las circunstancias concurrentes en el grupo objeto de la litis no dejan lugar a dudas sobre su condición de tal, con arreglo a parámetros bien conocidos, como se deduce de que las tres sociedades han compartido, entre otros aspectos, “un mismo objeto social, los mismos socios, y el mismo domicilio y página web donde anuncian sus servicios como grupo empresarial en el tráfico mercantil”.
Por otra parte, y desde una vertiente que podría denominarse subjetiva, advierte el fallo que “no ha resultado acreditado el aspecto subjetivo o de concertación (consilium) para procurar el fraude máxime si se tiene en cuenta que el acreedor conocía la estructura del grupo familiar y su actuación en el tráfico mercantil y, no obstante, negoció y aceptó las garantías ofrecidas por las empresas filiales; por lo que difícilmente puede haber fraude cuando el acreedor conoce las constancias que concurren (scientia) y, pese, a ello, acepta los riesgos derivados de las mismas”.
Sin que resulte una estricta novedad, la doctrina sentada en la sentencia, desde parámetros jurídico-privados de carácter general y sin específicas alusiones al Derecho de sociedades, merece un claro refrendo y permite confirmar, aunque sea de manera implícita, la indudable legitimidad del grupo de sociedades entre nosotros. Es claro que esta premisa, en muchas ocasiones negada o, cuando menos, intensamente discutida, no resulta por sí sola suficiente para construir sobre ella un auténtico Derecho de grupos, que dé seguridad y certeza al funcionamiento de estos importantes operadores económicos, así como a quienes concluyen negocios jurídicos con las sociedades que los componen. Se trata, indudablemente, de una tarea legislativa que no puede ser suplida, de manera completa, por los tribunales, por la doctrina, ni tampoco por la autonomía de la voluntad mediante instrumentos como el contrato de grupo o figuras negociales equivalentes.
No procede, por último, profundizar en la doctrina del levantamiento del velo, aunque sea como ultima ratio en la aplicación del Derecho y con la finalidad de satisfacer justas pretensiones que, de otra manera, quedarían desasistidas. Es conocido el intenso debate que la acompaña desde su mismo surgimiento y que, en nuestros días, parece orientarse, con matices, hacia su eliminación o, cuando menos, su marginación, según se deduce de la práctica de algunos ordenamientos, como el alemán, y también, en menor medida, del inglés (así, SCHALL, A., “The New Law of Piercing the Corporate Veil in the UK”, ECFR, 13, 2016, pp. 549-574). Con todo, la sentencia, además de mostrar la realidad del grupo en el tráfico económico de nuestro país, si bien, como en este caso, de reducido alcance, permite apreciar, del mismo modo, que “Teruel también existe”, aunque sea en vía judicial y por el camino ciertamente singular del levantamiento del velo.
José Miguel Embid Irujo