Pertenece a la mejor y más consolidada tradición de nuestro Derecho de sociedades de capital la aceptación en amplios términos de la junta universal, en paralelo con figuras similares existentes en otros ordenamientos. En este sentido, la disciplina hoy contenida en el art. 178 LSC se inscribe, con algunos retoques, en buena medida aconsejados por la doctrina, en la senda que inauguró en su día el art. 55 de la LSA de 1951. Esa apreciable continuidad normativa ha convertido a la junta universal en una realidad efectiva en nuestra práctica societaria, donde viene a cumplir funciones verdaderamente relevantes. Podría decirse, incluso, que esta junta, desprovista de los requisitos oficiales propios de la convocatoria de toda junta, aunque ajena, por lo común, a la aparente espontaneidad que en ocasiones se le asigna, constituye una institución característica de las sociedades cerradas, y solo de ellas. Se trata, por lo demás, de un rasgo tipológico que la junta universal viene compartiendo desde antiguo con otras figuras societarias, tal y como se deduce de su configuración técnica, por supuesto, pero también, como se acaba de señalar, de la experiencia misma de su funcionamiento entre nosotros.
Son muchas las consideraciones que sugiere la indicada vitalidad de la junta universal, objeto, además, de atención constante por los autores, con el relevante protagonismo añadido de la jurisprudencia, tanto de la judicial como de la registral. De entre ellas, me parece importante destacar ahora la notable adecuación de la disciplina normativa dictada para nuestra figura a las necesidades y exigencias que con su puesta en práctica se pretenden satisfacer. Si esa es o, quizá mejor, ha de ser siempre la finalidad propia de toda regulación, habrá que convenir en la dificultad de conseguirla, sobre todo cuando los objetivos de política jurídica no están bien concebidos o perfilados y la técnica legislativa carece del rigor imprescindible. En el caso que nos ocupa, parece indudable que la continuidad reguladora, sin perjuicio de los ya señalados matices innovadores, es uno de los factores explicativos de esa singular adecuación entre norma y realidad. Al fin y al cabo, una institución, como la junta universal, no necesita, por su propia naturaleza, de un tratamiento minucioso o particularmente detallado; si así se hubiera hecho es muy posible que la conflictividad desatada por la abundancia de tales elementos le hubiera privado de valor, convirtiéndola, en el mejor de los casos, en una reliquia normativa, quizá útil para el discurrir de algunos escoliastas.
No quiero decir con ello que todo esté ya prefigurado, y bien, en la norma, y que, por tal motivo, la junta universal viva en el mejor de los mundos posibles. Ya me he referido a la frecuencia con la que es analizada por los autores o merece consideraciones relevantes de nuestros tribunales o del propio Centro directivo. Es, precisamente, una resolución de este último, la de 12 de diciembre de 2016 (BOE de 5 de enero de 2017), la que motiva el presente commendario, por ocuparse, aunque no sólo, de la junta universal, con un planteamiento que bien podría calificarse de simplificador, si no llegara a suponer una cierta redundancia a propósito de una institución notablemente simplificada en la propia letra de la ley.
El asunto es sencillo y deriva de la negativa del Registrador mercantil competente a inscribir la escritura de reducción del capital social de una sociedad anónima. Dicha modificación estatutaria había sido aprobada en una junta aparentemente universal, por encontrarse presente (y representada) la totalidad del capital social, acordándose por unanimidad el correspondiente orden del día. Para el registrador, sin embargo, el calificativo de universal no era pertinente al no constar la firma de uno de los tres administradores mancomunados del patrimonio de uno de los socios, ya fallecido. Debe señalarse, en todo caso, que dos de esos tres administradores votaron a favor del acuerdo de reducción, haciéndolo el tercero en contra, con la negativa subsiguiente a firmar el acta, según ya se ha indicado, lo que el secretario hizo constar en la oportuna certificación.
Recuerda la Dirección General los requisitos de la junta universal, tal y como se deducen de la disciplina vigente entre nosotros, y del modo en que suelen interpretarse, incluyendo en esa labor hermenéutica varias y significativas resoluciones suyas. De este modo, y además de requerir la necesaria presencia de todo el capital social, sin perjuicio de su posible representación, el Centro directivo advierte, como tercer requisito de la junta universal, “que la certificación de los acuerdos sociales (o la escritura o acta notarial) exprese las circunstancias previstas en los artículos 97 y 112 del Reglamento del Registro Mercantil, entre las que se encuentra la firma de acta por todos los asistentes a la misma”.
Sobre este último aspecto versa, como ya sabemos, el problema considerado en la resolución y sobre él se proyecta el criterio simplificador o, quizá mejor, flexible en ella contenido, al que antes aludía. En efecto, con palabras literales de la DGRN, “no obstante la literalidad de los preceptos reglamentarios transcritos, lo cierto es que la falta de firma del acta no constituye un defecto que impida la inscripción, y ello porque la exigencia reglamentaria de la firma del acta ha sido notablemente flexibilizada por la jurisprudencia”. Tras referirse a algunas sentencias del Tribunal Supremo expresivas de esta orientación, se recogen ideas pertinentes de alguna resolución del propio Centro directivo, como la de 17 de febrero de 1992. En ella se nos dice que la ausencia de alguna firma no compromete “la validez y regularidad de los acuerdos adoptados….Tal omisión supone un mero defecto en el modo de documentar los acuerdos de los órganos sociales colegiados, que no trasciende a su validez intrínseca y aunque estas firmas implican indudablemente una garantía añadida de la veracidad del acta en cuanto ratifican la asistencia de todos los socios y la aceptación por ellos del orden del día, su omisión no restringe ni compromete la eficacia probatoria del acta en cuanto a estos extremos, que se funda en su adecuada aprobación y autorización”.
Poco se puede añadir a estas palabras, que sitúan el problema en sus justos términos, facilitando, por otra parte, el cumplimiento de la voluntad social, acordada en ese instrumento tan declaradamente útil que es la junta universal. Sería bueno que el espíritu y la forma de su regulación, sintética en su enunciado pero firme en sus convicciones de política y de régimen jurídico, se reflejara en muchos otros preceptos de la propia LSC, cuya dilatado tratamiento y excesivo detallismo comprometen, al margen de otras circunstancias, obviamente, su efectiva aplicación. Quizá sea bueno recordar que el Anteproyecto de Código mercantil (art. 231-63), ahora en el dique seco, mantiene en todos sus términos la disciplina vigente, lo que merece sin género de duda un sincero aplauso.
José Miguel Embid Irujo