En una improbable (aunque seguramente útil) estadística sobre la bibliografía correspondiente a los diversos temas que integran el Derecho de sociedades de capital, es posible estimar que el derecho de voto recibiría una puntuación elevada. Y, dentro de ese particular ámbito, también podría sostenerse que ha sido la atribución de tal derecho –o, quizá mejor, su concreta medida- uno de los “caballos de batalla” habituales, desde luego en el terreno de la ordenación normativa, pero del mismo modo, sin duda, en lo que atañe a la doctrina; basta con recordar, respecto de los autores, no sólo juristas, la frecuencia con la que se ha discutido sobre la regla “una acción, un voto”, materia que ha llegado a ser, si se me permite el calificativo digital, un auténtico trending topic a lo largo de muchos años.
Aunque desprovisto en la anterior estimación de lo que los canonistas suelen llamar, con singular acierto, “certeza moral”, me parece oportuno reiterar el relieve, no sólo cuantitativo, de las cuestiones relativas al derecho de voto, sobre todo en un contexto de alto dinamismo (en todos los sentidos), como el actual. Son numerosos los ordenamientos que, con diverso alcance, disponen de reglas sobre la medida del derecho de voto, donde se pone de manifiesto el propósito de atribuirlo a los socios con carácter desigual, más allá de la consabida figura de las acciones (o participaciones) sin derecho de voto. El asunto ahora se centra, sobre todo, en la posibilidad de que ciertos socios disfruten de un mayor número de voto que otros, pero no de acuerdo con su aportación al capital, sino por razones directamente vinculadas con su propio perfil, así como con las circunstancias propias de una determinada sociedad. Será, entonces, en los estatutos donde, con el debido fundamento legal y en el marco precisamente delimitado por el propio ordenamiento, se lleve a cabo esa delicada tarea de fijación desigual de tan importante derecho. Si en relación con la mayoría de los socios (auténticos socios ordinarios, en terminología habitual) habrá de mantenerse incólume la regla proporcional, habrá otros –sin duda privilegiados- que disfrutarán de una posición más ventajosa, con indudable posibilidad de incidir de manera determinante en la consecución efectiva de los acuerdos sociales.
Como es lógico, las anteriores indicaciones no pasan de reproducir temas consabidos, que, para su más precisa delimitación, habrán de ser situarse, desde luego, en el contexto de cada Derecho positivo, pero también, y quizá con mayor relieve, en el terreno propio de la tipología societaria. Así, entre nosotros, resulta notorio todo lo que venimos diciendo a propósito de la sociedad de responsabilidad limitada, donde el voto plural, entre otras modulaciones del derecho político por antonomasia, aparece contemplado sin particulares restricciones en el art. 184 RRM, más explícito en este punto que el art. 118, 1º LSC. No es éste, sin embargo, el caso de la anónima, donde la regla de la proporcionalidad se ha mantenido vigente con especial fuerza, no obstante el singular matiz, objeto de polémicas contiendas -a propósito, sobre todo, de las sociedades cotizadas-, de la limitación estatutaria del número máximo de votos que un accionista (o sociedades del mismo grupo) podrían llegar a emitir en la Junta general.
Esta orientación, en la que también se inserta el Derecho alemán, no puede decirse que sea mayoritaria a la altura de nuestro tiempo, que, paradojas de la historia, parece haber girado sobre sí mismo, retornando a épocas, como el primer tercio del pasado siglo, donde el tema que nos ocupa gozaba de buena salud. Al margen de este paralelismo histórico, es lo cierto que las circunstancias actuales directamente derivadas, aunque no siempre, de la inevitable globalización, fomentan, eso sí, de manera discontinua, una llamativa concurrencia de ordenamientos. Si a ello se suma la intensa necesidad de atraer inversores, se verá que la renovación del Derecho de sociedades no puede ser considerada en modo alguno un asunto exclusivamente interno, más allá, por lo que a los países de nuestro continente se refiere, de la armonización del Derecho de sociedades en la Unión europea.
De acuerdo con esta variada acumulación de circunstancias, y en un escenario dotado de una incertidumbre difícil de eliminar, se comprenden bien algunos rasgos del actual Derecho de sociedades, entre los cuales hemos de situar al derecho de voto, su atribución y su medida. Un buen ejemplo de todo ello lo encontramos en el vigente Derecho italiano, con la mejora del derecho de voto y con el reconocimiento expreso de las acciones de voto plural, materias objeto de apasionado y sugestivo debate en la doctrina del país transalpino. Exponente de esa discusión es el reciente libro Governo societario, azioni a voto múltiplo e maggiorazione del voto (Torino, G. Giappichelli Editore, 2016), coordinado por el profesor Umberto Tombari, en el que se recogen interesantes aportaciones sobre las distintas y múltiples materias que concurren en dicho asunto. Al indudable relieve tipológico que, como elemento sustantivo, les caracteriza, se añaden otras circunstancias, relativas al funcionamiento de los órganos sociales (sobre todo de la Junta, claro está), a circunstancias específicas del mercado de valores, a las modificaciones estructurales y, last but not least, al control societario y a la formación de auténticos grupos.
Coinciden los autores del libro (entre ellos, figuras tan relevantes como los profesores Marchetti, Montalenti, Zoppini o Cariello) en situar como “motor” de algunas reformas legislativas recientes en el tema que nos ocupa al singular proceso jurídico-económico que trajo consigo la expatriación de una empresa tan significativa en Italia, por tantos motivos, como FIAT. En la reacción legislativa ante esta suerte de calamidad nacional, expresamente concretada en la ley de 11 de agosto de 2014, se adivinan entonces motivos no sólo jurídicos para el aumento del voto y para dotar de plena licitud a las acciones de voto plural, fenómenos ambos no coincidentes en cuanto a su fundamento y objetivos ni, del mismo modo, en lo que atañe a su proyección tipológica.
Está por ver si el “premio” al socio fiel, que supone la mejora del voto, y la facilitación del control a ciertas minorías, que hace posible un voto plural ciertamente significativo, colocarán al Derecho italiano de sociedades en una tesitura comparable a la de otros ordenamientos, dando lugar así a una regulación competitiva en el concierto internacional. Para el jurista de otras latitudes, atraído por asuntos tan destacados, la lectura del presente libro reviste considerable interés y muestra, por si hiciera falta, la espléndida calidad de los societaristas italianos. No sólo compiten las leyes en el complejo escenario de nuestros días; también lo hacen los juristas, aunque algunos hayan de demostrar más minuciosamente las cualidades que a otros –como el valor en el servicio militar- se les suponen.
José Miguel Embid Irujo