No siempre fue así, desde luego, pero existe en el moderno Derecho de sociedades un supuesto que ha acompañado buena parte de su evolución, convirtiéndose en nuestro tiempo en una suerte de elemento vertebral sobre el que concurren dispares criterios de política jurídica. Me refiero al conflicto de intereses, que, en la esfera específica del socio, supone la contraposición más o menos abierta entre el interés social, cuya tutela y promoción impregnan todavía buena parte de la regulación vigente, y su interés personal del socio, tan legítimo como el primero, pero de inevitable postergación ante él cuando dicha contraposición se actualiza en el marco organizativo de la sociedad. Tras vicisitudes que no vienen a cuento, y con ritmo legislativo diverso, casi todos los ordenamientos disponen de una regulación sobre el conflicto en la que suele prevalecer alguna regla de corte restrictivo en punto a la facultad prevalente del socio en conflicto desde el punto de vista político-administrativo; es decir, el derecho de voto, cuyo ejercicio puede estar condicionado o, incluso, directamente prohibido cuando la Junta haya de debatir asuntos del orden del día que pongan de manifiesto la realidad y la intensidad del conflicto en cuestión.
Entre nosotros, como es bien sabido, el art. 190 LSC prohíbe en su párrafo primero el ejercicio del voto al socio que se encuentre en una serie de situaciones, que la doctrina y jurisprudencia dominantes, con buen criterio, consideran un elenco exhaustivo, no susceptible de ampliación por interpretación extensiva o analogía. Este precepto trae causa, como también es conocido, del art. 52 de la Ley de sociedades limitadas, de 1995 (LSRL) generalizando, con razones igualmente estimables, su régimen a todas las sociedades de capital. Pero el legislador no se contentó con llevar a cabo esa ampliación tipológica, sino que, además, añadió un relevante apartado al precepto, concretamente el tercero, donde los conflictos de intereses “distintos de los previstos en el apartado 1” no darán lugar a la privación del derecho de voto del socio por ellos afectado. No es éste el momento de concentrarse en la hermenéutica de una norma, como la del art. 190 LSC, tan analizada por los autores, y cuyas múltiples irradiaciones darían a este commendario un tamaño incompatible con la estricta economía a la que se somete “El Rincón de Commenda”. Sí parece necesario poner de manifiesto la singularidad del mencionado párrafo tercero, cuyo campo funcional de aplicación es tan incierto, o tan extenso, según se prefiera, como el enunciado antes transcrito permite presumir.
Las cuestiones derivadas de esa “ligereza” redactora, quizás pretendida con toda consciencia, son múltiples, sin que la doctrina ni la práctica hayan avanzado especialmente en su aclaración. En su momento me pregunté, y reitero la duda ahora, si la libertad contractual podría tener algún papel en la necesaria concreción de los conflictos afectados por el precepto; y no sólo en lo que se refiere a su particular delimitación, sino a si sería posible fijar algún tipo de consecuencia sancionatoria al socio que, no obstante su situación de conflicto, obraba en contra del interés social. El asunto que nos ocupa, por otra parte, tenía y tiene derivaciones múltiples, proyectadas, entre otras vertientes, hacia la administración social, por la frecuencia con la que, sobre todo en las sociedades cerradas, hay administradores que son, a la vez, socios. La presencia de un supuesto en el art. 190, 1º LSC (concretamente, el de la letra e) donde confluyen ambas condiciones es una prueba, si se quiere elemental, de lo que se viene diciendo.
Más allá de estas disquisiciones, es lo cierto que el conflicto de intereses ha pasado, hace tiempo, “de las musas al teatro”, es decir, no es sólo un tema más para que la doctrina muestre su fineza dogmática, sino que constituye un elemento cotidiano en el funcionamiento de las sociedades. La sentencia 359/2017, de 2 de febrero, de la que ha sido ponente el magistrado Pedro José Vela Torres, muestra bien a las claras tal estado de cosas. El supuesto de hecho aparece contextualizado en el marco de la LSRL de 1995 y, concretamente, alrededor de su art. 65, en el cual, como se recordará, se prohibía al administrador hacer competencia a la sociedad, sin perjuicio del posible levantamiento de dicha interdicción por acuerdo expreso de la Junta. Pero también se entiende relevante por el juzgador lo dispuesto en el art. 52 de la mencionada Ley, precedente, según se ha indicado con anterioridad, del actual art. 190.1 LSC.
Por lo demás, la litis se inicia por la impugnación del acuerdo adoptado por la Junta general de una sociedad limitada, en el que se dispensaba al socio-administrador de la mencionada prohibición, al entender los impugnantes (socios minoritarios de la entidad) que no procedía la emisión del voto por una sociedad participada íntegramente por otra sociedad en la que aquél disponía de más de la mitad de su capital. El hecho de que este específico voto resultara determinante para la adopción del acuerdo daba fundamento, a juicio de los impugnantes, a su reclamación, conforme a la cual se solicitaba su efectiva nulidad. Tras diversas vicisitudes procesales (aceptación parcial de la impugnación en primera instancia, rechazo en apelación), el Tribunal Supremo desestima el recurso de casación interpuesto, con un sintético análisis en el que se combina la norma derogada con la vigente LSC, entrelazando el tratamiento del conflicto de interés del socio con el que es propio del administrador.
Se afirma en el fallo, con acierto, que la LSRL valoraba negativamente la posibilidad de que el administrador hiciera concurrencia a la sociedad, por la presumible postergación del interés de ésta que tal actividad supondría. Sólo a posteriori podía soslayarse tal prohibición cuando la junta general hubiera podido “apreciar el perjuicio, la inanidad o, incluso, la conveniencia que, para los intereses de la sociedad, representa(ba) el comportamiento concurrencial discutido”. Pero la cuestión enjuiciada no se circunscribe al deber de abstención que recae sobre el socio-administrador (efectivamente verificado en la Junta general), sino, como ya se ha anticipado, a si dicho deber “se extiende también a una sociedad unipersonal cuyo capital pertenece íntegramente a otra sociedad de la que, a su vez, el administrador afectado posee el 50,68% de su capital y el resto su esposa e hijos”.
Para resolver este asunto, en el que se plantean cuestiones propias del Derecho de grupos, acude el alto tribunal al art. 42 del Código de comercio, así como al art. 231 LSC a propósito de las personas vinculadas con el administrador persona física. Tras examinar sumariamente ambos preceptos, se constata en el fallo la singularidad del art. 190 LSC que “únicamente prohíbe el derecho de voto, al igual que hacía el art. 52 LSRL, al socio afectado, pero no extiende dicha interdicción a las personas vinculadas”. Y es que en ninguna de ambas leyes “se ha regulado el denominado conflicto indirecto de intereses, es decir, aquel en que los intereses de un socio no se encuentran en contraposición directa con los de la sociedad, pero existe una vinculación estrecha entre tales intereses de un socio y los de otro socio, que en el asunto en cuestión, entran en conflicto abierto con los de la sociedad”. Por ello, se concluye afirmando que “para que existiera conflicto de intereses, la dispensa del deber de no competencia (art. 65 LSRL) debería afectar al grupo de sociedades o a todos los socios, pero si solo afecta a alguno de ellos, no cabe apreciarlo, y por tanto no opera el deber de abstención de otra sociedad del grupo o de otro socio”.
No cabe duda de que el Tribunal Supremo ha optado, por obvias razones de seguridad jurídica, por una interpretación estricta de las reglas sobre conflictos de intereses del socio, dejando fuera de su razonamiento aquellas situaciones conflictivas no expresamente previstas en la norma aplicable. Parece evidente que esa manera de proceder encuentra su base en la prohibición del derecho de voto, que, de manera inevitable, habría de ser la consecuencia real de la situación conflictiva en el caso enjuiciado. Con todo, en el ir y venir de la LSRL a la LSC, pero también del conflicto específico del socio en el seno de la Junta general al que afecta al administrador como órgano de la sociedad, que se observa nítidamente a lo largo del fallo, podría tal vez haberse prestado atención al párrafo tercero del art. 190 LSC; su enunciado permite tener en cuenta conflictos auténticos que, de otra forma, podrían quedar oscurecidos, no obstante las limitadas consecuencias establecidas en la norma.
No parece insólito ni mucho menos absurdo que en una misma Junta se manifiesten conflictos de intereses de diverso signo y contenido, relativos, por lo demás, a socios que mantengan algún género de conexión; ese vínculo, muchas veces derivado de una situación de grupo, no debería acarrear, en cuanto tal, consecuencias idénticas para los socios afectados, al menos de acuerdo con el Derecho vigente. Otra cosa sucedería en el caso de que se decidiera revisar o reformar la normativa sobre sociedades de capital, lo que no parece probable a corto plazo, o que, de otro modo, se afrontara con detalle el tratamiento de los grupos de sociedades, lo que resulta, incluso, más difícil de imaginar. Entre tanto, la sentencia comentada se ha de tener en cuenta para la construcción precisa de los conflictos de intereses en el Derecho de sociedades, materia que, como ha quedado dicho, parece acompañar a estas personas jurídicas de la misma manera que la sombra al cuerpo.
José Miguel Embid Irujo