Acabamos de celebrar, sin demasiado optimismo, un aniversario relevante, una fecha singular, sobre todo, si la contemplamos con perspectiva histórica. Me refiero, como ya se habrá adivinado, a la conclusión del Tratado de Roma que dio lugar a la Comunidad Económica Europea, de la que derivó, unos años más adelante, la actual Unión europea. Como es natural, esta conmemoración es susceptible de celebrarse desde muchas perspectivas, correspondiendo a los juristas una parte verdaderamente decisiva, a la vista de que la pretendida integración económica requiere la decisiva contribución del Derecho en casi todas sus vertientes. Destaca, con todo, el papel jugado por ese auténtico “contenedor” jurídico que es el Derecho mercantil, por la presencia de sus diferentes secciones en la mayor parte de los asuntos que han jalonado hasta nuestros días la trayectoria de la Unión europea.
Al margen de las cuestiones de naturaleza institucional, cuyo relieve se pone a prueba en estos días con motivo del Brexit y de diversos procesos políticos en otros países todavía de la Unión, parece evidente que la dimensión económica de esta entidad supranacional requiere la presencia continua de las distintas materias jurídico-mercantiles. Ello es así desde la configuración misma del mercado europeo, como marco de la actividad económica en el continente, con aportaciones relevantes del Derecho anti-trust y el Derecho de los bienes inmateriales, hasta la ordenación de los operadores del mercado, donde el Derecho de sociedades constituye, como es notorio, el núcleo esencial del tratamiento normativo.
Puede decirse, por tanto, que desde el surgimiento mismo de la CEE, el Derecho de sociedades ha sido un fiel compañero de viaje, aunque su presencia no haya revestido siempre la misma intensidad ni se haya traducido, del mismo modo, en realizaciones de valor indiscutible. No es posible entrar en los detalles de esta temática, desde luego, por su extensión y complejidad, pero también por ser bien conocidos de los juristas dedicados, por necesidad y/o por vocación al estudio de esa materia, en permanente desarrollo, que es el Derecho europeo de sociedades. Sí parece necesario, con todo, reiterar los significativos cambios por ella experimentados, sobre todo desde que la armonización de los ordenamientos nacionales por la vía de las directivas entró en un llamativo declive.
No quiero decir con ello que se haya convertido esta orientación en una vía muerta o en una venerable reliquia de la que hablar, con moderada unción, a los juristas de nuestros días. Es lo cierto, con todo, que la ambición de construir, por vía legislativa, un auténtico Derecho europeo de sociedades se sitúa, no obstante sus valiosas realizaciones, en el terreno de los piadosos deseos, no precisamente de carácter mayoritario. Y no es que falten directivas, o proyectos de las mismas, en el momento presente; lo que ha cambiado, no sabemos por cuánto tiempo, es la concreta estimación de su papel en la conformación de ese Derecho europeo de sociedades, teniendo en cuenta, por otra parte, que las tensiones entre los intereses de los Estados miembros terminan por hacer sumamente difícil su aprobación en un tiempo razonable.
Sin perjuicio, así, de esa aparente continuidad con las previsiones inicialmente contenidas en el Tratado de Roma, los elementos predominantes en el debate europeo de nuestros días sobre el Derecho de sociedades se sitúan en otros terrenos, no sólo de “sensibilidad” jurídica, sino también de valoración sobre el papel correspondiente en tal tesitura a una entidad supranacional como la Unión europea. Hoy seguimos hablando de gobierno corporativo, como marco no bien precisado, pero ampliamente comprensivo de todo lo que se refiera al Derecho de sociedades (de capital), con particular incidencia en las sociedades cotizadas, como consecuencia, entre otras cosas, del extraordinario relieve que el mercado de valores y su ordenación jurídica producen en el fenómeno societario.
En tal sentido, diferentes documentos de la Unión europea, sobre todo a través de los sucesivos “planes de acción”, centran en el gobierno corporativo gran parte de los esfuerzos relativos al Derecho de sociedades. Es obligado decir que, al margen de los buenos propósitos, no es mucho lo que se ha conseguido por esta vía , teniendo en cuenta, además, que sigue disfrutando de actualidad la idea de “concurrencia de ordenamientos”, en nuestra materia; de este modo, no sólo se desplaza la atención a los Estados miembros, propiciando una intensa renacionalización de la disciplina, sino que se ofrece el fundamento adecuado para hacer imposible o, cuando menos, dificultar en alto grado, la propia continuidad del Derecho europeo de sociedades.
No es fácil decidir si las circunstancias de los últimos años han traído consigo el desencanto de nuestros días con la idea misma de la Unión europea o, a la inversa, el exceso de ambición en el pasado, con arreglo a determinadas orientaciones, ha sido el mejor fundamento para la mortecina actividad del presente. Formulada en términos tan amplios, la anterior dicotomía parece ir más allá del Derecho de sociedades, aunque encuentre en su particular dominio una segura confirmación. Resulta evidente, con todo, que una disciplina jurídica no puede facilitar, por sí sola, la comprensión de una situación compleja (de la que el Derecho sería, a lo sumo, una parte limitada), ni servir, en su caso, para conseguir la solución de los problemas.
No hace falta ser un experto en asuntos europeos para apreciar la encrucijada en la que se encuentra el “maravilloso invento” que, a mi juicio, es la Unión europea; quizá por lo que ha supuesto, y todavía supone, para nuestras vidas, aunque bastantes ciudadanos del continente (y no sólo los partidarios del Brexit, entre otros) parezcan ignorarlo. Por lo mucho que está en juego, y para destacar, una vez más, la importancia del aniversario que acabamos de celebrar, merece la pena repensar con rigor, pero también con alegría, el papel del Derecho de sociedades como motor destacado de la Unión europea. Es evidente que el marco político, económico e institucional de desenvolvimiento de nuestra disciplina es harto diferente del que sirvió de base al Tratado de Roma. Y es también sabido que el europeísmo propio de las primeras décadas no impidió que los primeros frutos para la consecución del Derecho europeo de sociedades se hicieran de rogar. Urge encontrar caminos, a la altura de nuestro tiempo, para que esa valiosa herencia no se pierda, como un efecto colateral más de la confusión presente. A los juristas, como no puede ser de otra forma, nos corresponde un decisivo papel en este asunto y sería un auténtico despropósito ignorar o eludir nuestras responsabilidades. Quizá la gravedad de la coyuntura ayude a tal fin. Ojalá.
José Miguel Embid Irujo