No falta en “El Rincón de Commenda”, como resulta fácil de comprobar, la alusión puntual a la actualidad bibliográfica en lo que atañe al Derecho de sociedades. Sin llegar, propiamente, a lo que constituye una auténtica reseña, que todos los libros mencionados merecerían sin discusión, ha sido y es mi propósito con tales commendarios el de dar noticia, únicamente, de obras que, por razones de distinto orden, pueden atraer la atención de los muchos interesados en nuestra disciplina. En este commendario, con el que me despido hasta septiembre de quienes honran con su lectura este modesto blog, también se va a tratar de cuestiones bibliográficas, si bien prescindiendo de referencias concretas a obras determinadas y con el único motivo de expresar en voz alta algunas reflexiones que, por lo que se me alcanza, no faltan entre nuestros societaristas.
Y es que, desde hace considerable tiempo, se constata el aumento, ciertamente notorio, de la bibliografía sobre el Derecho de sociedades, sobre todo, y quizá de manera determinante, en lo que se refiere a las sociedades de capital. Tal fenómeno, manifestación específica de un hecho de alcance general, relativo al entero ordenamiento jurídico, permite apreciar, desde luego, la importancia que la materia societaria ha adquirido en la realidad jurídica. Pero también sirve para comprobar la significativa descentralización –si vale el término- que, respecto de dicha disciplina, se manifiesta en lo que atañe a un asunto tan importante como es la “producción” del saber societario. No podemos entrar ahora en discusiones metodológicas sobre el estatuto científico del Derecho –y, por tanto, del Derecho de sociedades-, materia, por otra parte, escasamente cultivada en nuestro tiempo y que en el pasado dio lugar a sabrosos debates, hoy ausentes, por lo común, del quehacer de la mayor parte de los juristas. El hecho cierto, sobre todo para quien asuma respecto de los saberes jurídicos funciones no creadoras sino, sobre todo, de carácter “ejecutivo”, es la disponibilidad de un ingente material bibliográfico, cuya selección, como tarea previa a su empleo, representa una dificultad no pequeña. Paso por alto la frecuencia con la que numerosos operadores jurídicos obvian este trámite y tampoco me detendré en analizar las razones que, en su caso, justifican tal decisión.
Que muchos juristas prescindan de la consulta de la bibliografía pertinente para la solución de los problemas planteados en su actividad profesional nada dice en contra del hecho con el que se ha iniciado este commendario. Y, más importante que tal omisión, es concentrarse en el mejor modo de seleccionar los materiales bibliográficos, asunto en el que concurren numerosas circunstancias de significado no siempre coincidente. Quizá el problema principal consista en averiguar con rapidez –porque el tiempo es siempre escaso- el valor y/o la utilidad de los varios trabajos que podemos tener a la vista en un momento determinado. Para lograr este propósito, verdaderamente decisivo, no es irrelevante el modo con el que se acceda a la información; en la época de Internet parece consolidada la tendencia a ignorar, como punto de partida, la síntesis bibliográfica habitualmente recogida en las obras generales sobre la disciplina, así como la más especializada contenida en artículos y monografías. Este método clásico, si se quiere un tanto artesanal, es ignorado no tanto porque se niegue su valor sino, sobre todo, porque se desconoce su misma realidad. Con demasiada frecuencia sucede que la búsqueda en línea no proporciona resultados seguros y sí, en cambio, facilita la acumulación de materiales no siempre útiles ni utilizables. Y, además, termina exigiendo un tiempo precioso que la búsqueda artesanal, bien orientada, eso sí, permitiría ahorrar.
Llegamos así a un punto clave en la fase de selección bibliográfica, al que llamaré, para simplificar, de “orientación”. El sintagma “selección orientada” puede significar, desde cierta perspectiva, una suerte de restricción a la libertad del sujeto que selecciona y, por ello mismo, podría verse como una forma “autoritaria” (sin darle a este término trascendencia política o institucional alguna) carente de justificación. Al margen ahora de lo que se pueda pensar al respecto, no disponemos de orientadores “profesionales” en esta materia ni parece que el futuro pueda deparar algo similar. Pero la ausencia del sujeto que, en su caso podría prestar un determinado servicio nada dice en contra de la utilidad de esa posible función. El asunto es difícil y quizá incluso espinoso, si bien parece necesario decir algo al respecto, teniendo en cuenta las diferentes perspectivas (estrictamente profesional, universitaria, científica, corporativa, etc.) que concurren en él.
Para quien, como yo, lleva cuatro décadas en el oficio universitario, con dedicación continua al estudio del Derecho de sociedades, hay algo de extraña paradoja en todo lo que antecede. De entrada, porque en los comienzos de mi carrera universitaria, el objetivo no era precisamente publicar los resultados de la investigación, o, al menos, no había que hacerlo hasta que hubiera adquirido el correspondiente trabajo la hondura y el rigor necesarios. Por tal razón, aunque no sólo por ella, en aquél tiempo la bibliografía jurídica española, y desde luego la relativa al Derecho de sociedades, era en términos cuantitativos, más bien escasa, y, en su gran mayoría, provenía del mundo universitario al que se solía reconocer, no obstante lo que se acaba de decir, un papel de liderazgo en la materia.
En dicho contexto, la selección bibliografía, sin decir que fuera fácil, no resultaba complicada; a la limitación de la bibliografía se unía el argumento de autoridad, transmitido a los jóvenes universitarios por sus mayores en la Academia, en el marco de lo que bien podría llamarse “dialéctica de las escuelas”. Unos y otros, con distinta competencia y con alcance igualmente diverso, claro está, ejercían efectivamente el papel de orientadores, sirviendo de puente con el mundo de los juristas no académicos interesados el Derecho de sociedades, dentro de un ámbito de relaciones donde el vínculo personal y, en su caso, el prestigio académico del que se pudiera disfrutar constituían el mejor fundamento para el éxito de la orientación.
Hoy, y con una tradición que empieza a ser dilatada, la situación ha cambiado radicalmente; el objetivo para los universitarios es publicar, casi me atrevería a decir “a cualquier precio”; al fin y al cabo, la promoción universitaria se asocia en nuestros días a magnitudes cuantitativas, vinculadas con índices determinados en punto al relieve de la respectiva publicación. Por otro lado, ha aumentado de manera muy significativa el número de estudios sobre nuestra disciplina al margen de la Universidad; son numerosas las publicaciones debidas a distintos juristas, no necesariamente académicos, que con diferente alcance se ocupan de problemas estrictamente societarios. La selección se torna difícil, precisamente por la abundancia de bibliografía, y, por ello mismo, la necesidad de la orientación se acrecienta.
El problema reside en que los mecanismos tradicionales han decaído como consecuencia, entre otras cosas, de los importantes cambios producidos en la Universidad, que han marginado, cuando no eliminado, lo que aquí hemos llamado “dialéctica de las escuelas”. Al mismo tiempo muchos profesores universitarios se han vinculado a conocidas firmas de abogados, bien a tiempo completo, bien con carácter limitado como “consejeros académicos”, aportando un nuevo elemento a la singular historia de las relaciones entre la práctica del Derecho, al nivel de la Abogacía, y su cultivo académico. Y no faltan tampoco profesores que han accedido a la Magistratura, recorriendo los diversos caminos que a tal efecto existen entre nosotros, lo que quizá permita explicar la creciente importancia de la Jurisprudencia societaria en los últimos años.
Por lo común, y con matices en los que ahora no cabe entrar, la actividad profesional se desarrolla en un terreno plagado de circunstancias perentorias, en las que a la urgencia habitual se asocia la frecuente complejidad de las situaciones fácticas. El recurso a la doctrina societaria en tal contexto encuentra un nuevo elemento de dificultad, al lado de los que vengo señalando. No se me oculta que en numerosos despachos la actividad de formación, generalmente dirigida por los consejeros académicos, se ha convertido en una realidad cotidiana y no faltan incluso relevantes firmas que han dado un paso al frente en esta siempre difícil vertiente, creando centros de estudio y formación, en cuyo ámbito, como no podía ser menos, ocupa un lugar destacado el Derecho de sociedades.
El indudable carácter positivo de todo ello no impide reconocer la existencia de una situación insatisfactoria, cuya superación parece no sólo conveniente sino, sobre todo, necesaria en beneficio de los operadores jurídicos y de la eficaz realización del Derecho. Hay aquí un buen campo de trabajo para la Universidad, como institución, y desde luego para quienes en ella trabajan, como profesores universitarios. De la breve exposición efectuada en este commendario, podrá haber deducido el lector que los “nuevos hechos”, según la acertada denominación del maestro Garrigues, han reducido el protagonismo que la Universidad y los universitarios quizá de manera informal y sin la debida institucionalización, poseían en otro tiempo dentro de la temática a la que aludo. No se trata de reivindicar en exclusiva para el Alma Mater un papel que, en nuestros días, compete a diversas instancias y en el que pueden intervenir con competencia numerosos juristas; sí parece obligado destacar que, desde el rigor académico, se puede hacer mucho para lograr esa “selección orientada”, a la que antes aludía, para destacar lo que es o puede ser doctrina, frente a lo que carece de posibilidades al respecto, y para, en suma, conseguir un tratamiento acertado, eficaz y útil del Derecho de sociedades de nuestro tiempo. La operación no es sencilla pero resulta, en todo caso, necesaria y me parece que la Universidad puede y debe dar pasos en tal sentido.
¡Feliz verano a todos!
José Miguel Embid Irujo