Eran pocos, por no decir irrelevantes, los supuestos jurídico-mercantiles vinculados con o derivados del proceso secesionista catalán, hasta que en los últimos días hemos recibido un aluvión de noticias en tal sentido, cuyas particularidades imagino perfectamente conocidas por el lector de esta sección. No entraré por ello en detalles, aunque, como descripción de esta veloz itinerancia que vivimos, también aquí puede hablarse de “proceso”, bien que en un sentido muy diferente del que veníamos sufriendo en los últimos tiempos y cuyo epítome ha tenido lugar también en fechas recientes, como es notorio.
Se dirá que el motivo determinante del intenso movimiento empresarial que sucede en Cataluña en estos días es esencialmente económico; o, quizá de manera más precisa, se trata de un motivo económico sentido con especial intensidad por numerosos operadores económicos, a la vez, inquietos y preocupados. Sin duda es así, si bien el Derecho de sociedades comparece una vez más como elemento idóneo para hacer viables una serie de decisiones de inequívoco sentido empresarial, amparadas, según creo, en la libertad de empresa. Es decir, siguiendo una vez más a Ihering, el Derecho, desde luego, “está ahí para realizarse”; pero, del mismo modo, prosiguiendo, tal vez con osadía, la enseñanza del maestro alemán, diremos que el Derecho “se pone ahí” (que eso quiere decir Derecho positivo) para servir de cauce a – para realizar, en suma- los objetivos que, en cada momento, aspiran a conseguir los operadores económicos. Esa relación entre el propósito económico y su correspondiente articulación jurídica no debe verse como un vínculo de dependencia de lo externo y formal (el Derecho) respecto de su presupuesto fundante de carácter material (la Economía). Vínculo de dependencia que, salvando todas las distancias pertinentes, unifica de manera sorprendente la clásica visión del marxismo con la moderna orientación (en el caso de que sólo haya una) del análisis económico del Derecho.
Por lo expuesto, resulta obligatorio que este commendario aluda, aunque con la lógica brevedad que, por su naturaleza, es propia de dicho género de expresión jurídica, al muy reciente Real Decreto-ley 15/2017, de 6 de octubre, de medidas urgentes en materia de movilidad de operadores económicos dentro del territorio nacional. Dicha norma, como es bien sabido, ha modificado el art. 285, 2º LSC, pasando a disponer ahora lo siguiente:
“Por excepción a lo establecido en el apartado anterior el órgano de administración será competente para cambiar el domicilio social dentro del territorio nacional, salvo disposición contraria de los estatutos. Se considerará que hay disposición contraria de los estatutos sólo cuando los mismos establezcan expresamente que el órgano de administración no ostenta esta competencia”.
Renuncio a relatar los precedentes del mencionado precepto, suficientemente considerados, por otra parte, en la exposición de motivos del Real Decreto-ley, la cual, dicho sea en inciso, es considerablemente más extensa que su parte dispositiva. Merece la pena, con todo, destacar la referencia que en la misma se efectúa a la discrepancia interpretativa respecto de la reforma que del mismo art. 285, 2º LSC se llevó a cabo en 2015 (con motivo de la Ley de segunda oportunidad). Ya entonces, como advertí en esta misma sección, la finalidad de política jurídica resultaba meridianamente clara y ponía de manifiesto algo que el mismo Derecho de sociedades ha reflejado, desde antiguo, en tantas ocasiones: el protagonismo progresivo de la administración social en la configuración de la vertiente interna de la sociedad, sin perjuicio, claro está, de su condición de órgano representativo de la misma, mediante la atribución de extensos poderes legislativamente delimitados.
Se dirá que, con la misma intensidad, si bien, seguramente, con menor eficacia, también el curso evolutivo del Derecho de sociedades refleja con nitidez el propósito de mantener vivo el relieve de los socios en la organización y funcionamiento de la sociedad, a través no sólo de la asignación de amplios derechos individuales y de minoría, sino, sobre todo, revitalizando el papel de la Junta en tales menesteres. Precisamente la reforma de la LSC mediante la Ley 31/2014, de tanta trascendencia en nuestro Derecho de sociedades, se mueve en esa dialéctica, promoviendo reformas de amplio alcance, cuya efectiva concreción, más allá de afirmaciones retóricas proclives al protagonismo de la Junta, parece decantarse progresivamente a favor del órgano administrativo. Y no sólo en el marco, tradicional a tal efecto, de las sociedades cotizadas.
Siendo así las cosas, quizá no sorprenda, desde el punto de vista sustantivo, la reforma que nos ocupa, la cual se sitúa, como resulta evidente, en el siempre complejo y conflictivo terreno del “poder de decisión” societario, trayendo a colación la fórmula que da título a la conocida obra del profesor Esteban Velasco. Pero también es obligado señalar que la adopción, en este momento, de una modificación legislativa tan relevante, es tributaria de las circunstancias a las que me refería al comienzo del commendario. No se trata, desde luego, de una reforma ad hoc, o del establecimiento de un ius singulare, por decirlo al modo romano. Es claro que, como regulación genérica y sin matices, queda abierta a la disposición de todas las sociedades de capital, aunque el cambio de domicilio de una relevante entidad de crédito haya servido de potente altavoz a la reforma. Con todo, la modificación legislativa ha de entenderse, por supuesto, en el doble sentido de la “ida” y la “vuelta”, si vale la fórmula; la facilidad de cambiar el domicilio de la sociedad, que propicia el Real Decreto-ley 15/2017, trasladándolo a cualquier parte del territorio nacional por la simple decisión del órgano administrativo, se convierte también en cómodo expediente para revocar dicha decisión, dirigiéndose la nueva modificación del domicilio al lugar de donde se partió o a cualquier otro.
No pretendo decir, con ello, que vayamos a entrar en una fase de inestabilidad societaria permanente, propiciada por la reforma legislativa en estudio, sin perjuicio de otras posibles conveniencias a tal efecto, hoy por hoy ajenas a la concreta realidad de las sociedades de capital en España. Me da la impresión de que el buen funcionamiento de las empresas, así como la promoción y defensa del mejor interés de la sociedad, que el art. 227, 1º LSC sitúa en el marco del deber de lealtad de los administradores, se oponen derechamente al perpetuum mobile que, de manera simplificada, acabo de referir. Son otras, como resulta notorio, las circunstancias que se encuentran en la base de los importantes movimientos verificados en estos días y que, si no hay corrección del rumbo, seguirán llevándose a cabo hasta extremos de no fácil previsión en la actualidad.
No parece inconveniente reiterar, en este momento, que el interés de los socios y el mejor funcionamiento de la empresa social han de ser, sin duda alguna, los parámetros rectores de las decisiones que tomen los operadores económicos. Y ello sin perjuicio de la debida atención a las condiciones del mercado, español y europeo, pero también mundial, cuyas reglas reguladoras resultan de inexorable observancia. La racionalidad de la conducta de los operadores económicos hic et nunc, así como su cumplimiento responsable del Derecho del Mercado y de la Empresa, podría ser un buen ejemplo para quienes –son muchos, por desgracia- han hecho de las “manos libres” el criterio director de su conducta.
José Miguel Embid Irujo