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DESIGNACIÓN TARDIA DE AUDITOR DE CUENTAS POR UNA SOCIEDAD DE TITULARIDAD PÚBLICA

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

No es fácil enunciar las razones que explican el aparente desinterés actual de los expertos en Derecho de sociedades a la hora de contemplar los supuestos societarios que dan forma jurídica a la actividad económica ejercida por los entes públicos. Quizá se piense -con ligereza, lo adelantamos ya- que los intensos procesos de privatización desarrollados en todo el mundo desde los años ochenta del pasado siglo han convertido dicho fenómeno en una realidad marginal. O quizá se estime, de manera algo menos ligera, que la temática societaria en el marco del sector publico es lo suficientemente conocida como para no necesitar de análisis particulares que hagan posible su correcta intelección.

Es sabido que en el pasado algunos relevantes mercantilistas se decidieron a “tomar el toro por los cuernos” y armados con las técnicas del Derecho privado, pero también impregnados del espíritu de la cosa pública, dieron cauce adecuado a la singularidad jurídica de las sociedades mercantiles total o parcialmente controladas por entes públicos. Y ello, desde luego, al hilo de lo establecido en nuestra Constitución económica, no indiferente al protagonismo público en la actividad empresarial, como es bien sabido. Pero, también con anterioridad, no faltó la atención doctrinal al tema que nos ocupa, sustentada seguramente en la existencia de ese gran holding público que era el Instituto Nacional de Industria (INI), en cuyo ámbito abundaban las sociedades (públicas) de un solo socio. Conviene recordar a los jóvenes societaristas, en este sentido, que ya en la LSA de 1951 se admitía la sociedad anónima unipersonal con carácter originario siempre que el accionista único fuera un ente público (Estado, provincia o municipio, si mal no recuerdo).

Al margen de lo que se pueda pensar sobre este importante asunto, y prescindiendo ahora de valoraciones de corte puramente económico, es lo cierto que en numerosos países, y, entre ellos, en el nuestro, la sociedad de titularidad pública no constituye precisamente una rareza, gracias, entre otras circunstancias, a la decidida actitud promotora asumida por las comunidades autónomas. Y aunque la crisis ha traído consigo la extinción de numerosos organismos existentes en dichas administraciones, buena parte de ellos con forma societaria, la actual realidad muestra con claridad, no exenta de cierta tozudez, que el recurso al Derecho de sociedades es una constante en nuestro sector público. Parece inevitable concluir, entonces, que, la organización y funcionamiento de las sociedades públicas habrá de ser considerada también desde las coordenadas propias de nuestra disciplina, evitando convertirla en un apéndice irrelevante de las exigencias propias del Derecho público.

Por todo lo que vengo diciendo, me parece de gran interés dar noticia en este commendario de una reciente resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado, donde se plantea con toda nitidez el relieve del Derecho de sociedades respecto de una sociedad de titularidad pública. Se trata de la resolución de 21 de septiembre de 2017 (BOE de 16 de octubre), en la que se debatía si era inscribible en el folio de una sociedad anónima de la Generalitat valenciana, obligada a verificación contable con arreglo a lo dispuesto en el art. 263 LSC, el nombramiento de auditor por la junta general una vez cerrado el ejercicio social correspondiente. La solicitud fue calificada negativamente por la registradora competente, decisión confirmada por el Centro directivo al desestimar el recurso interpuesto en su día.

Se inicia la resolución aludiendo al alcance del recurso contra las calificaciones de los registradores, que, como es sabido, ha de referirse exclusivamente a si resultan o no ajustadas a Derecho. Como ha advertido la Dirección General en numerosas ocasiones –y reitera ahora-, no es este recurso el cauce idóneo para subsanar los defectos  apreciados por el registrador ni pueden considerarse documentos al proceso de calificación llevado a cabo por éste. Ello no impide, claro está, que presentada una ulterior solicitud acompañada de los documentos oportunos pueda adoptarse una nueva calificación, circunstancia ésta que, a mi juicio, quizá hubiera permitido dar cauce a la pretensión de la Administración valenciana. Pero, al suceder las cosas de la forma en que tuvieron lugar, las posibilidades de estimación del recurso eran escasas, por no decir nulas.

Así lo advierte el Centro directivo, mediante la mención expresa de los preceptos de la LSC aplicables al supuesto, en particular, sus arts. 264 y 265. De este modo, y con el apoyo complementario de la Ley de Auditoría, se refrenda la competencia de la Junta general para la designación de auditor en las sociedades obligadas a verificación contable. Si esta competencia no hubiera sido ejercida dentro del marco temporal establecido por la propia LSC, corresponderá al registrador mercantil del domicilio social la designación del auditor. Concluye la Dirección General este apartado introductorio mencionando algunas de las resoluciones en las que se reitera y compendia la doctrina que venimos exponiendo. Sólo se exceptúa, con arreglo a lo dispuesto en el art. 264 LSC, el supuesto “de prórroga de duración y de sociedades que tengan la categoría de entidades de interés público, alcanzando la excepción exclusivamente al plazo del contrato de auditoría, pero no a la competencia para llevar a cabo la designación”.

En la segunda parte de la resolución, se enfrenta el Centro directivo con los argumentos fundamentales alegados por el recurrente para oponerse a la calificación negativa de la registradora; en todos ellos late, como elemento constante, la necesidad de tratar de manera específica y singular a las sociedades de titularidad pública, como consecuencia, entre otros extremos, de la imposibilidad de cohonestar, a juicio del recurrente, la normativa societaria con la que es propia de la contratación pública, debido a las cautelas extraordinarias que han de aplicarse por imposición de esta última. Pero también se alega el hecho de que la sociedad en cuestión es unipersonal, circunstancia que se considera bastante para soslayar las previsiones de la LSC en la materia.

La diversa entidad de estos argumentos, así como su distinta radicación jurídica, pública en el primer caso, de carácter societario en el segundo, no han impedido la clara y contundente respuesta de la Dirección General. Y ello, sobre todo, porque las normas aplicables de la LSC no contienen especialidad alguna, dentro del supuesto objeto de examen, por “el hecho de que la sociedad anónima a que se refiere este expediente forme parte del sector público de la Administración autonómica”. Al fin y al cabo, es la propia Administración la que, en uso de sus competencias, determinará cuáles son “los instrumentos jurídicos más eficaces para cumplir con sus obligaciones”, decidiendo a la vez qué funciones habrán de ser “encauzadas mediante sociedades mercantiles de naturaleza instrumental”. Por su parte, la cita de las correspondientes normas de la Ley de Auditoría, particularmente su extensa disposición adicional segunda, permite al Centro directivo concluir que “las sociedades mercantiles, en cuanto  a sus obligaciones de formulación de cuentas anuales, auditoría y depósito en el Registro Mercantil están sujetas a la legislación mercantil, sin que haya distinción por el hecho de que sus socios o accionistas sean públicos o privados”.

Para enervar ésta decidida toma de postura resultan irrelevantes los posibles perjuicios que, según el recurrente, podrían causarse a la Administración por la negativa del registrador a inscribir la designación tardía de auditor. Ello es así, porque dichos perjuicios, calificados de “eventuales” en la resolución, son, no obstante, “consecuencia directa de la aplicación de las normas mercantiles que la propia Administración ha considerado convenientes para el cumplimiento de sus fines”, Y, en todo caso, no debe olvidarse la posibilidad contemplada en el art. 356 RRM, es decir, que sea la propia Dirección General quien proceda al nombramiento del auditor, circunstancia que, según la propia resolución, hubiera resultado “muy relevante en el supuesto de hecho”.

La nitidez del criterio adoptado en su resolución por el Centro directivo hace innecesarias ulteriores consideraciones y sirve para afirmar con rotundidad el relieve  prioritario del Derecho de sociedades a la hora de contemplar las circunstancias específicas de organización y funcionamiento de las sociedades públicas. No se trata, por lo demás, de una orientación “privatizadora”, adoptada en detrimento de los principios propios del Derecho público; resulta, más bien, una consecuencia lógica, ineludible  para la Administración pública,  derivada del hecho de haber optado libremente ésta última por una técnica de organización del ejercicio de la actividad empresarial dotada de sus propias reglas, a las que el legislador, de manera harto relevante, no ha señalado excepciones. Este criterio, con todo, no ha de impedir la búsqueda de la mejor “concordancia práctica” entre las disciplinas jurídicas que, con diversa perspectiva, convergen en el tema que nos ocupa; traemos a colación, así, como criterio de adecuado ensamblaje normativo, una fórmula bien conocida en el terreno del Derecho constitucional, al cual termina remitiéndose por obvias necesidades de fundamentación sustantiva el ejercicio de la actividad empresarial en el mercado por entes públicos.

José Miguel Embid Irujo