Lo repitió en muchas ocasiones el maestro Garrigues: el Derecho –todo el Derecho- es para la vida y no la vida para el Derecho. Esta frase, en su misma sencillez, resulta reveladora de una manera de comprender el mundo jurídico decididamente alejada de aquellos planteamientos que pretenden comprenderlo mediante juegos lógicos u orientaciones abstractas, donde la dialéctica de los conceptos sustituye a la realidad de la vida. No se trata con ello de repudiar el rigor ni, mucho menos, de ensalzar las ocurrencias como método de resolución de los conflictos jurídicos. Pero tras largos años de luchas metodológicas, de excesos constructivos y de exageraciones deconstructivas, parece evidente, sobre todo para el jurista que cultiva una disciplina tamizada por el momento de la positividad, que se sirve mal a la seguridad y a la justicia (las dos caras del Jano jurídico) si no se tiene en cuenta el dato inexorable y muchas veces inconstante que ofrece la realidad social.
Y porque esa realidad está más cerca del bosque intrincado que del jardín francés, si sirve la metáfora vegetal, es inevitable que el jurista se confronte diaria e inevitablemente con elementos singulares, casi siempre imprevisibles, derivados del embroque –término taurino de difícil traducción a otros lenguajes- entre lo que hace el hombre en sociedad, y el artilugio previsto para su ordenación con arreglo a valores, es decir, la norma positiva. Como es fácil de imaginar, para reducir a términos operativos esa a veces áspera interacción, se requerirá del operador jurídico unas habilidades también singulares que, siguiendo con el símil taurino, serán más propias del lidiador que del artista.
Esta peculiar circunstancia adquiere tonos de mayor intensidad, si cabe, en el ámbito del Derecho privado, como consecuencia de un dato notorio, bien conocido, por tanto, de quienes lo cultivan: el protagonismo de la autonomía de la voluntad, que, aun en el marco de los límites que le señala el ordenamiento, dota a la realidad a la que la regulación se dirige de perfiles propios, rebeldes en demasiadas ocasiones a la labor de ordenación y sistema que corresponde desarrollar al jurista. Es posible, sin duda, que esa “rebeldía” de lo real sea vista como algo anómalo, necesitado de corrección, por tanto. Y es cierto que en ocasiones no precisamente escasas el precipitado de la acción social resultará incompatible con los valores que el Derecho, desde luego el privado, aspira a defender y promover.
Pero, al margen de esas situaciones, las más de las veces lo que sucede viene a situarse en el terreno jurídicamente impreciso de la paradoja, es decir de aquello que nos sorprende por su carácter inesperado e, incluso, contradictorio con los presupuestos de los que parte. Dar cauce a la paradoja, y no sólo soportarla, puede resultar tedioso y también insatisfactorio en el terreno puramente humano; la cuestión es del todo distinta en el ámbito jurídico, en particular, si nos situamos, como vengo diciendo, en el Derecho privado, donde la libertad del sujeto habría de encontrar el más amplio espacio para su desenvolvimiento sin mengua, claro está, de la funcionalidad social. Por ello, ahora y siempre será misión del jurista la de abrir caminos para que lo paradójico, si no precisa de corrección, se encarrile debidamente, valorando el conjunto de las circunstancias con específicos patrones jurídicos y afinando mediante las técnicas de la correspondiente disciplina las aristas producidas por su manifestación.
No pretendo, es claro, formular una teoría jurídica de la paradoja, si tal objetivo fuera hacedero, lo que aquí no procede analizar. Mi objetivo, más bien, es el de informar al lector del seminario “Paradojas del Derecho de sociedades contemporáneo” celebrado la pasada semana en la Universidad de Valencia, y en el que Commenda (no toda la flota, sino algunos de sus miembros) ha tenido un protagonismo destacado. La idea no ha venido al mundo por generación espontánea sino que ha sido desarrollada, con la adecuada actividad inventiva, por Luis Hernando, Paula del Val y Miguel Gimeno, todos ellos profesores en el Alma Mater valentina, a quienes se debe la fijación de los temas, la selección de los ponentes y la disposición del restante attrezzo para la consecución del mejor éxito de la jornada.
Ante la imposibilidad de comentar aquí los muchos aspectos de interés observados en el seminario, de los que participaron los asistentes, variados y plurales, me limitaré a resumir el programa, integrado por dos conferencias plenarias y seis comunicaciones. Aquellas fueron impartidas por dos brillantes societaristas, como el profesor Antonio Roncero Sánchez (catedrático de Derecho Mercantil en la Universidad de Castilla-La Mancha), que habló de “La política de implicación en las sociedades cotizadas”, y la profesora Josefina Boquera Matarredona (catedrática de Derecho Mercantil en la Universidad de Valencia), que disertó sobre “La Junta general en la web”. Por su parte, las comunicaciones se agruparon en dos mesas redondas, con arreglo al siguiente esquema. En la primera, la profesora Lourdes Ferrando Villalba, de la Universidad de Valencia, se ocupó de “La Junta general administradora”; el profesor Luis Hernando Cebriá, de la misma Universidad, rotuló su intervención bajo el título “Repartir aumentando”, y la profesora Ascensión Gallego Córcoles, de la Universidad de Castilla La Mancha, disertó sobre “El asesor del socio”. En la segunda mesa redonda, las intervenciones fueron las siguientes: el profesor Miguel Gimeno Ribes, de la Universidad de Valencia, se refirió al tema “Sociedad anónima y compañía”; la profesora Eva Recamán Graña, de la Universidad Complutense, analizó “El grupo por coordinación”, siendo la última comunicación la relativa a “La sociedad buzón”, desarrollada por la profesora Paula del Val, de la Universidad de Valencia.
Verá el lector que el título de la mayor parte de las intervenciones del seminario contenían los suficientes elementos paradójicos como para responder cumplidamente al título escogido. Pero es que, además, la exposición oral, desprovista de retórica y siempre al grano, contribuyó a ponerlos de manifiesto en todos sus perfiles, lo que sirvió para que los asistentes sacáramos conclusiones provechosas, apreciando, al mismo tiempo, la “vitalidad” de las paradojas en el Derecho de sociedades y la necesidad de que los juristas a él dedicados tomen buena nota de su existencia actual y de su generación constante hacia el futuro.
Me parece conveniente destacar, por último, que este seminario ha demostrado la utilidad de una reunión científica centrada directamente en problemas y no tanto en grandes cuestiones. Es evidente, sin duda, que las líneas generales de la disciplina, siempre que sean bien conocidas, constituirán el elemento imprescindible para la delimitación y resolución satisfactoria de los problemas. Pero parece necesario subrayar que el tiempo actual, uniformemente acelerado e incompatible con el jurista “constructivo”, al modo criticado por Ihering, requiere respuestas que sean, desde luego fundadas, pero también ágiles; no hace falta decir que ese era el modo de proceder de los juristas romanos, cuyo ejemplo conviene tener siempre presente. En esa línea, con modestia y también con decisión, se ha movido el seminario a cuya glosa sirve el presente commendario. Su continuidad no necesita de justificación y sí de candidatos para organizar el próximo encuentro. Ojalá no tarde mucho.
José Miguel Embid Irujo