Pocas dudas puede haber sobre los criterios básicos de política jurídica que informan la transmisión de participaciones sociales en nuestro Derecho y que se fundan, sustancialmente, en el carácter cerrado de la sociedad de responsabilidad limitada. Este criterio, como es sabido, fue objeto de algunas críticas, precisamente a propósito de los negocios traslativos de participaciones, cuando se llevó a la exposición de motivos de la LSRL de 1995, sin que su derogación por la LSC haya cambiado en apariencia nada al respecto. Derogación, si se quiere, del envoltorio normativo y no tanto de su contenido, dado que, en realidad, se trataban de refundir en la propia LSC el régimen específico de la sociedad limitada, ensamblándolo adecuadamente con el de la anónima (y de la sociedad comanditaria por acciones), dentro de un tratamiento conjunto, si bien de no excesivo alcance, de las sociedades de capital.
Por lo indicado, se entenderá mejor el hecho de que la doctrina y, en general, los operadores jurídicos sostengan sin fisuras la ya advertida condición cerrada de la sociedad limitada, a pesar de que también habrá de considerarse derogado el preámbulo de la LSRL de 1995, sin que la LSC, en idéntico apartado, nada diga al respecto, enredada como se encuentra en la contienda tipológica. Es una circunstancia singular, en todo caso, que la citada exposición de motivos, y no sólo en el tema que nos ocupa, como El Cid, gane batallas, aun después de su “fallecimiento”. Y, si seguimos con la metáfora bélica, seguramente no las ha ganado todas, pues cualquier debate que pueda surgir en materia de libertad contractual encontrará el camino de su resolución mediante el ponderado manejo hermenéutico de los rasgos tipológicos de la sociedad limitada, en particular, una vez más, de su condición de sociedad cerrada.
La historia, por tanto, se repite, como prueba fehacientemente la jurisprudencia registral, termómetro fiable y sensible donde los haya de la evolución y de las oscilaciones de la libertad contractual en el terreno societario. Así ha sucedido en la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 4 de diciembre de 2017 (BOE de 27 de diciembre), donde el asunto central gira en torno a una cláusula de “arrastre”, también llamada cláusula drag along, que se intentaba incorporar a los estatutos mediante la correspondiente modificación estatutaria. El registrador mercantil rechazó, no obstante, la inscripción, por entender que un cambio tal debería haberse adoptado por unanimidad, dado que podía implicar la exclusión de los socios obligados a vender, sin perjuicio del necesario consentimiento individual de los mismos. Impugnada la calificación negativa, el Centro directivo desestima el recurso.
Merece la pena transcribir, como punto de partida, lo esencial de la cláusula estatutaria de arrastre. A su tenor, “cuando uno o varios socios titulares, individual o conjuntamente de igual o más del 65% del capital social, estén dispuestos a aceptar una oferta de compra de todas las participaciones sociales de las que sea titular, y dicha oferta estuviese condicionada a la compra de un número de participaciones superior al número de participaciones ostentadas por tales socios, éstos estarán facultados para requerir y obligar al resto de los socios a que igualmente transmitan al tercero interesado, a prorrata de su respectiva participación social, las participaciones sociales de su titularidad que sean necesarias para cubrir la oferta del tercero, siempre que el precio ofrecido fuera el mayor valor de los tres siguientes… Ejercitado el derecho de arrastre, los restantes socios vendrán obligados a la venta de sus participaciones al tercero en los términos indicados…”
Una vez destacado semejante texto, la Dirección General se detiene en el carácter “esencialmente cerrado” de la sociedad de responsabilidad limitada, que se pone de manifiesto, entre otros aspectos, en el régimen de transmisión voluntaria de las participaciones sociales por actos inter vivos. Glosa seguidamente el Centro directivo la disciplina contenida en los arts. 106 y sigs. LSC, con algún ligero apunte comparativo respecto de la LSRL de 1953, para concluir que el elemento decisivo es, como resulta notorio, la libertad contractual, pues la disciplina contenida en el art. 107, 2º LSC, según resulta sabido, se limita a constituir un régimen supletorio.
De acuerdo, entonces, con esa premisa, lo procedente es examinar la validez de la cláusula de arrastre, sobre la base los términos expuestos. La respuesta, una vez más, no parece difícil, a la vista de lo indicado en el art. 188, 3º RRM, conforme al cual “serán inscribibles en el Registro Mercantil las cláusulas estatutarias que impongan al socio la obligación de transmitir sus participaciones a los demás socios o a terceras personas determinadas cuando concurran circunstancias expresadas de forma clara y precisa en los estatutos”. Con arreglo a semejante regulación, se entiende, entonces, que el Centro directivo afirme decididamente la “licitud indudable” de la cláusula de arrastre, sin perjuicio, claro está, de que haya de perfilarse el adecuado camino jurídico para insertarla con plena validez en los estatutos sociales.
A tal fin, y con el propósito de conseguir la mejor hermenéutica del Derecho vigente en la materia, vuelve la Dirección General a las “ideas rectoras” que, en su día, sirvieron para configurar tipológicamente a la sociedad de responsabilidad limitada. El elemento tenido en cuenta es ahora la “intensa tutela del socio y de la minoría”, ausente, según es sabido, de la LSRL de 1953, pero bien arraigada en la LSC a través, como no podía ser de otro modo, de la LSRL de 1995; su relieve en sede de modificaciones estatutarias es notorio, mediante diversas posibilidades que se señalan en la resolución: bien, a través del acuerdo de todos los socios, bien, merced al consentimiento individual de cada socio, bien, por último, con el instrumento del derecho de separación atribuido al socio disconforme.
Puede parecer paradójico que el Centro directivo acentúe la idea de la tutela de la minoría en el contexto de las cláusulas estatutarias de arrastre, pues, como se advertía en el recurso y se reitera en la resolución, su razón de ser se sitúa en el propósito de evitar posibles conductas obstruccionistas de la minoría, idóneas para impedir, como también se señalaba en el recurso, “transmisiones de empresas eficientes (generadoras de valor a terceros con capacidad de obtener mejores resultados del patrimonio empresarial)”. No hay, en verdad, tal paradoja y sí, a mi juicio con pleno acierto, el propósito de ensamblar equitativamente la indudable licitud de la cláusula de arrastre con los imperativos inexorables de la tutela de la minoría. Conviene poner de manifiesto que la misma trae consigo una obligación de contratar para los socios minoritarios, quizá justificada si, efectivamente, se llegara a producir el abuso de minoría, pero carente de razón en otros casos, sin que sirva para soslayar esta objeción la presunta eficiencia de la operación traslativa de las participaciones sociales.
Por lo expuesto, concluye la Dirección General afirmando que la cláusula de arrastre “exige en su configuración estatutaria el consentimiento unánime de los socios…sin que pueda suplirse dicho consentimiento unánime atribuyendo un derecho de separación al socio que no hubiere votado a favor, por no ser una mera cláusula de restricción de transmisión de participaciones sociales”. Conclusión plenamente acertada, a mi juicio, que, no obstante, se modula de inmediato con un criterio singular. Advierte, así, el Centro directivo que el mencionado criterio “no significa que el consentimiento de todos los socios deba ser necesariamente expresado en forma de acuerdo adoptado por unanimidad en la junta general en la que hayan estado presentes o representados todos los socios”, pues bastará con “el acuerdo mayoritario de la junta siempre que a tal acuerdo presten su consentimiento individual todos los demás socios, en la misma junta o en un momento posterior”, según se deduce del art. 207, 2º RRM.
Si hubiera que resumir en una palabra el motivo inspirador de esta solución, que sin menoscabar el decidido propósito de tutela de la minoría favorece la consecución del acuerdo en torno a la cláusula de arrastre, de inmediato nos vendría a la cabeza la idea de flexibilidad, ampliamente presente en la jurisprudencia de la Dirección General, con la finalidad de facilitar el funcionamiento de las sociedades mercantiles. Pero, a la vez, esta invocación, expresiva, nuevamente, de las “ideas rectoras” características de la moderna sociedad limitada, constituye una nueva victoria del difunto preámbulo de la LSRL de 1995, cuya buena salud en el mundo jurídico español hay que certificar para concluir el presente commendario, no obstante la indudable paradoja, ahora sí, que supone.