No es esta sección –lo he dicho varias veces- un lugar para el análisis político, aunque en ocasiones pueda resultar inevitable la referencia a asuntos de dicho carácter cuando de esclarecer materias propias del Derecho de sociedades se trata. En el presente caso me ha parecido no sólo posible sino incluso conveniente aludir a un tema de máxima actualidad para cuyo preciso discernimiento –en lo para mí hacedero- puede resultar útil el esquema conceptual de nuestra disciplina. Y no lo hago por pensar que el Derecho de sociedades, como el Derecho en general, puedan ser aplicados sin mayor problema al tratamiento de cuestiones no jurídicas; éste era, en su origen, el criterio de muchos economistas partidarios de lo que se llamó en su día la “nueva economía”, cuando afirmaban sin moderación alguna la supremacía conceptual del saber económico para la comprensión, no sólo de sus específicas materias, sino también, y con especial relieve, de lo que llamaban las “opciones no mercantiles”.
Lejos de mí, por tanto, la pretensión de convertir al saber jurídico en norma suprema de discriminación de lo que en el mundo suceda y llave especialmente idónea para abrir las cerraduras más resistentes. Dicho esto, no obstante, entre las magnitudes referidas en el título de este commendario hay una relación más intensa de lo que a primera vista pudiera parecer y es posible, incluso, que el Derecho de sociedades permita aclarar algunos aspectos esenciales de un fenómeno que ha atraído con tanta intensidad la entera atención nacional. Desde luego por el hecho en sí de la, así la calificaré con ayuda del tecnicismo societario, “disolución” de ETA, pero también, y sobre todo, por la lamentable sensación que dejan tantas décadas de terrorismo con tan elevado número de víctimas.
Así pues, y salvando todo lo que haya que salvar, sin duda mucho, en este análisis comparado, cabe considerar que ETA ha quedado disuelta. Pero como se repite con tanta frecuencia al hablar de la disolución de una sociedad mercantil (incluso de otras entidades desprovistas de base asociativa), esta situación, cualquiera sea su causa, no es sino el punto de partida de un proceso jurídico que ha de terminar con su definitiva extinción. Y entre ambos polos se encuentra, como es sabido, la liquidación, conjunto variado y diverso de muy distintas operaciones, de realización inexorable a fin de “hacer líquido” el patrimonio de la sociedad para satisfacción primera y principal de sus acreedores y sólo si hubiera remanente para su reparto entre los socios.
Con tal perspectiva, el peculiar acto que tuvo lugar hace unos días en la localidad francesa de Cambo-les-Bains sugiere a un jurista la idea de que, efectivamente, la disolución fue proclamada, coincidiendo en tiempo y lugar con la extinción de la entidad disuelta, es decir de ETA, sin proceso liquidatorio alguno y sin referencia expresa a sus “acreedores”, muchos, diversos y con créditos de no fácil satisfacción. Y si seguimos con la inexorable lógica del Derecho de sociedades, habrá que señalar, al mismo tiempo, la falta completa de noticias en cuanto a los caracteres y elementos del patrimonio existente al momento de la disolución; información ésta que, como requisito básico, debería tener un riguroso sesgo contable, pues no parece dudosa la existencia de bienes de distinto orden, además de las consabidas armas y explosivos, en poder de la organización terrorista.
Podríamos decir, entonces, que se trata de una disolución aparente y, si se nos apura, engañosa, sirviendo el protocolario acto de Cambo-les-Bains de mero testimonio de dicha circunstancia. Fueron muchos, según las noticias que del evento se han dado, quienes concurrieron a la celebración, sin otro cometido, en principio, que el de dar por bueno lo allí declarado por ETA. Y es que, además de haber soslayado por completo la liquidación, resulta más que dudoso que haya llegado a producirse la extinción efectiva de la entidad inicialmente disuelta.
Algunos juristas y quizá también buena parte de los asistentes al referido acto, con una llamativa tendencia a situarse au-dessus de la mêlée, dirán de inmediato que la analogía aquí formulada es excesiva; al fin y al cabo, seguirán diciendo, ETA carecía y carece de personalidad jurídica, sin que exista, en fin, registro alguno donde pueda cancelarse su existencia, por lo que bastaría, dada su mera realidad fáctica, con una declaración dotada de tanta transparencia, con luz y numerosos taquígrafos, como la que hubo ocasión de contemplar. De modo que ETA estaría disuelta y, a la vez, extinguida, sin posibilidad alguna de ir más allá.
No parece difícil la respuesta, precisamente por la abundancia de sofisticados constructos en el Derecho de sociedades a propósito de situaciones tan singulares y tan efectivas como la sociedad de hecho o la sociedad irregular, por referirme solamente a algunas de los más conocidas. Y todo ello, sin perjuicio de que pudiera recurrirse a primigenios planteamientos jurídicos, como la segura concurrencia en el supuesto de causa ilícita, con presencia igualmente notoria de la ilicitud del objeto. Con todo, el argumento central, desde la vertiente del Derecho de sociedades, para que el juego de manos ejecutado en Francia no escamotee por completo la adecuada comprensión del pasado y del presente, reside en el hecho de no haberse llevado a cabo el adecuado proceso extintivo que la disolución de toda organización, sea o no sociedad, inexorablemente requiere.
Y aquí es donde, de manera más precisa, entra en juego la virtud modélica del Derecho de sociedades, que sirve, con sus detalladas normas sobre liquidación y extinción societarias, como valiosa guía para articular el correspondiente procedimiento más allá de sus fronteras. Jurisprudencia reciente, de la que me he hecho eco aquí, ha permitido, incluso, “revivir” a sociedades aparentemente extinguidas por la finalidad de evitar situaciones injustas, cuando la constatación de que existían elevados pasivos insatisfechos reclamaba una eficaz y firme respuesta jurídica.
Si la libertad es el eje del Derecho, como rezaba una clásica fórmula doctrinal, la justicia es su verdadera sustancia, su auténtica razón de ser. Se trata, por ello, siempre y en todos los casos, de conseguir la justicia, no para que perezca el mundo, sino con el fin de restaurar en lo posible la dignidad del ofendido, lograr la reparación del daño y asentar sólidamente la paz social. Con enunciados diversos, ha sido común oír en estos días, y seguramente se reiterará en el futuro, que ETA no debería haber existido y que los graves atentados a las víctimas no deberían haberse producido. Formulación tan bienintencionada –hay que suponerlo así, no obstante su naturaleza “contrafáctica”, al decir de Popper- resulta del todo ajena a la realidad de la vida como conjunto de hechos históricos, los cuales, con razón o sin ella, acontecen en el fluir cotidiano.
Siendo las cosas de este modo, la misión del Derecho, en todas sus ramas, con la moderada pero firme contribución del Derecho de sociedades, es restablecer el orden jurídico quebrantado, de manera que la falta de honestidad en el vivir de algunos o la causación por esos mismos sujetos de graves daños a terceros no impida dar a cada uno lo suyo. La vieja y siempre actual proposición de Ulpiano me permite concluir afirmando que el Derecho –todo él- puede hacer mucho para que la vida sea vividera con la dignidad que las personas merecen, sobre todo las que han sufrido directamente las inicuas consecuencias del terror y cuya debida reparación resulta hic et nunc un imperativo inexorable.