Era previsible que la STS de 26 de febrero de 2018, objeto de múltiples análisis y reseñada también en esta sección, produjera movimientos intensos y de significativo alcance en el mundo societario. Son legión las aportaciones dedicadas a dicho fallo y escasean los juristas dedicados a este relevante asunto que no hayan manifestado su criterio al respecto. Nunca he sabido si la socorrida frase, aplicada en los más diversos contextos y referida tanto a personas como a hechos o circunstancias, de “no ha dejado indiferente a nadie” era un elogio, una crítica o ninguna de las dos cosas; el caso es que bien puede aplicarse al indicado pronunciamiento del alto tribunal que ha tenido la virtud, si vale el término, de llevar el debate y, no nos olvidemos, la práctica societaria sobre la retribución de los administradores a una cota tan elevada, que resulta de difícil acceso o, quizá mejor, de compleja apropiación intelectual, dada la pluralidad de criterios y de intereses concurrentes en la materia.
No ha habido, que yo sepa, otra sentencia del Tribunal Supremo después de la mencionada, cuyo contenido, por otra parte, se oponía al criterio, trabajosamente elaborado, existente en algunas resoluciones de la Dirección General de los Registros y del Notariado. Y aunque el fallo al que vengo aludiendo no sirva, por sí solo, para crear jurisprudencia, sí parece difícil soslayarlo y no sólo porque, si recordamos al clásico, “del Rey abajo ninguno”. Se trata, más bien, de que su notorio doctrina –no exenta de matices- obliga a la práctica a revisar el camino seguido hasta entonces, con la finalidad indudable, común al mundo jurídico, de encontrar una base estable respecto de un asunto, como el de la retribución de los administradores, que se ha situado desde hace algunas décadas en el centro de la vida societaria, al menos en lo que atañe a las sociedades de mayor dimensión. No digo que de manera exclusiva, pero sí con la suficiente fuerza como para condicionar otros muchos aspectos que, por distintas razones, también han de ser ubicados en ese centro, nada geométrico, al que acabo de referirme.
Resulta del mayor interés, por ello, dar cuenta de una reciente e interesante resolución del Centro directivo sobre la materia ahora considerada; me refiero a la de 31 de octubre de 2018 (BOE de 20 de noviembre), dictada a propósito de la calificación negativa por parte del registrador mercantil competente de una modificación estatutaria relativa a la retribución de los administradores de una sociedad anónima unipersonal. Interpuesto el correspondiente registro por la sociedad afectada, la Dirección General lo estima, dejando sin efecto la calificación impugnada.
Interesa señalar, para la delimitación del supuesto de hecho, que eran dos los apartados de la correspondiente cláusula que, a juicio del registrador, no podían ser inscritos, dado que no se establecía en ellos “el sistema o sistemas de retribución de los consejeros a los que se les atribuyen funciones ejecutivas (arts. 23, 217 y 249 LSC y Sentencia del T.S. de 26 de febrero de 2018)”. En esencia, dichos apartados, tras admitir la posibilidad de que los consejeros desempeñaran “funciones ejecutivas y/o profesionales en la sociedad” con carácter retribuido, se referían a la necesidad de concluir un contrato entre el correspondiente consejero ejecutivo y la sociedad, de acuerdo con lo establecido en el art. 249, 3º y 4º LSC, sin perjuicio de algunas matizaciones relativas a otros emolumentos (indemnización por cese anticipado, primas de seguro, contribuciones a sistema de ahorro privado).
Se extiende la resolución, como punto de partida, alrededor de las circunstancias del tema retributivo antes de la reforma de la LSC por la Ley 31/2014, señalando la elaboración jurisprudencial de la llamada doctrina del vínculo “por cuya virtud cualquier emolumento que un administrador recibiera de la compañía que le hubiera nombrado se encontraría englobado en la relación orgánica, de manera que debería contar en todo caso con el correspondiente respaldo estatutario”. Destaca, asimismo, la DGRN que dicho sistema se consideró “por buena parte de la doctrina como inidóneo para facilitar la conexión a los administradores ejecutivos de una remuneración a adicional a la que pudiera corresponderles como simples miembros del consejo de administración, dada la complejidad de las fórmulas empleadas, su rápida mutabilidad y la aconsejable confidencialidad de su contenido, circunstancias disuasorias de su constancia en los estatutos y sometimiento a debate y aprobación por la junta general”.
Seguidamente, se ocupa el Centro directivo en explicar las principales características de la reforma llevada a cabo en este tema por la Ley 31/2014, de la que destaca, con llamativa fórmula, el incremento de “su densidad preceptiva”. Recoge la consabida fórmula legal de los “administradores en su condición de tales”, a la hora de ver las consecuencias del mantenimiento del sistema anterior, para indicar, a continuación, la singular novedad contenida en el art. 249, 3º y 4º LSC, a propósito, como es bien sabido, del consejo de administración. No se olvida la Dirección General de las especialidades correspondientes a las sociedades cotizadas, con oportuna cita de los preceptos aplicables.
Recuerda el Centro directivo, a este respecto, la interpretación mayoritaria en la doctrina, una vez vigente la mencionada reforma, acogida, por otra parte, en sus resoluciones (como la de 17 de junio de 2016), de la que extracta algunas de sus principales ideas, que conviene ahora recordar. Así, “deben separarse dos supuestos, el de retribución de funciones inherentes al cargo de administrador y el de la retribución de funciones extrañas a dicho cargo”. Parece evidente, en tal sentido, que los cometidos desarrollados por los administradores no son siempre idénticos, “sino que varían en función del modo de organizar la administración”. Por ello, cuando se opta por la administración colegiada “las funciones inherentes al cargo de consejero se reducen a la llamada función deliberativa (función de estrategia y control que se desarrolla como miembro deliberante del colegio de administradores)”, mientras que “la función ejecutiva (la función de gestión ordinaria que se desarrolla individualmente mediante la delegación orgánica o en su caso contractual de facultades ejecutivas) no es una función inherente al cargo de <<consejero>> como tal”. Y concluye que, atendiendo a la relación jurídica especial subyacente al cargo de consejero delegado o de otro orden, la retribución derivada de esa función ejecutiva “no es propio que conste en los estatutos, sino en el contrato de administración que ha de suscribir el pleno del consejo con el consejero”.
Viene ahora el momento de que el Centro directivo tome en consideración la STS de 26 de febrero de 2018. Destaca, a tal efecto, que para el alto tribunal la relación entre los arts. 217-219 LSC y el art. 249 del mismo cuerpo legal “no es de alternatividad…sino… de carácter cumulativo”, de modo que aquellos preceptos “son aplicables a todos los administradores, incluidos los consejeros delegados o ejecutivos”. Es decir, y como indiqué en el commendario dedicado a la sentencia, para el Tribunal Supremo el tema retributivo ha de verse, desde nuestro ordenamiento, como un sistema, aplicable, por tanto, a todas las sociedades de capital, con independencia de su dimensión y, sobre todo, al margen del concreto modelo organizativo adoptado para configurar su particular administración.
El art. 249 LSC quedaría, de este modo, como una norma especial, de necesario ensamblaje con los arts. 217-219 LSC, en los que residiría, según se acaba de decir, la formulación general y común en la materia, sobre la base de la necesaria reserva estatutaria y de la competencia de la Junta general. Y todo ello sin perjuicio de que, conforme al criterio de la sentencia, el asunto retributivo haya de contemplarse desde una perspectiva flexible, ciertamente no precisada, que permita adecuar las retribuciones de los consejeros ejecutivos a “las cambiantes exigencias de la propias sociedades y del tráfico económico en general”.
Aunque este conjunto de criterios todavía no sean vinculantes, el Centro directivo no ignora la necesidad de tenerlos presentes y trasladarlos, en la medida de lo posible, al supuesto de hecho examinado. Se advierte, en este sentido, que “los dos párrafos cuya inscripción ha sido rechazada no incluyen mención alguna que contradiga la eventual reserva estatutaria para acoger ciertos extremos relacionados con los emolumentos de los consejeros ejecutivos o nieguen la competencia de la junta general para delimitar algunos elementos de su cuantificación”. En este sentido, dichos párrafos se limitan “a prever que tendrán derecho a percibir las retribuciones adicionales que correspondan por el desempeño de funciones ejecutivas…y a reproducir los requerimientos establecidos en los apartados 3 y 4 del artículo 249 de la Ley de Sociedades de Capital”.
Por último, el hecho de que la cláusula estatutaria discutida aluda a la indemnización que, en su caso, haya de satisfacerse al administrador cesado e incluya algunos emolumentos (primas de seguro, contribución a sistemas de ahorro), no justifica la calificación negativa del registrador, consistente –recordémoslo- en que la citada cláusula no establecía el sistema o sistemas de retribución de los consejeros ejecutivos. Y es que, según la Dirección General, no es posible saber si tales extremos están o no afectados por la flexibilidad proclamada por la STS de 26 de febrero de 2018; en todo caso, y con razonamiento sutil, que termina pareciendo una auténtica “larga cambiada”, concluye el Centro directivo que en la cláusula en cuestión “no puede apreciarse el mutismo que el Registrador aduce, por más que los criterios recogidos no coincidan con los percibidos como usuales en la práctica. Así las cosas, puede decirse que la calificación negativa comporta una petición de principio, cual es que el texto estatutario será aplicado precisamente para contravenir la concreta interpretación de la legalidad que se defiende, sin que en su redacción consten indicios que permitan deducir necesariamente tal resultado”.
O sea que, en resumen, el registrador mercantil, cuya calificación negativa se revoca, ha ido muy lejos en sus presuposiciones, al entender que el silencio estatutario daría pie a la sociedad para “saltarse a la torera” –valga ahora otra consagrada fórmula taurina- lo que, a su juicio, constituía el criterio correcto en materia retributiva. No es fácil adivinar cuál será la siguiente jugada, ni de qué jugador vendrá, en esta singular partida de ajedrez iniciada, en apariencia, tras la reforma de la LSC llevada a cabo por la Ley 31/2014 y complicada con un movimiento no previsto, al menos según lo que aconseja la inteligencia artificial, derivado de la STS de 26 de febrero de 2018. Por desgracia, no podemos resolver nuestras cuitas acudiendo al consejo de Carlsen o de Caruana, sumidos ellos en una batalla, por fortuna incruenta, pero de intensidad poco común, donde, por otra parte, predominan las tablas.
Ante la imposibilidad de encarrilar el problema retributivo por la vía del empate, pues aquí no hay dos jugadores, sino muchos y con posiciones no siempre equivalentes, tendremos que seguir esperando, ya que no a Godot, al menos a la ansiada flexibilidad, ente desprovisto de cara y de cuerpo, pero con un ánima tan grande y tan variada como el entero territorio societario. Dado que el legislador permanece aletargado, tras el ímprobo esfuerzo llevado a cabo durante la crisis, a la espera, quizá, de tiempos mejores, no queda sino ver el margen de maniobra del que la libertad contractual, cumplidamente ejercida en el supuesto ahora examinado, pueda hacer uso. Además, ¿no aprecia el lector un cierto parentesco, servata distantia, entre esta vieja conocida de todos, comúnmente celebrada en el Derecho privado, y la moderna flexibilidad?