Aun siendo corrientes, desde el punto de vista jurídico, las palabras que componen el título del presente commendario, quizá no esté de más alguna aclaración previa sobre el sentido con el que ahora las utilizo, como consecuencia, lo adelanto ya, de su constancia sustancial en la resolución de 6 de junio de 2019 (BOE de 3 de julio) de la Dirección General de los Registros y del Notariado. La aclaración no se refiere –sería innecesario e incluso absurdo- al hecho de que bastantes acuerdos de la Junta general hayan de inscribirse en el Registro ni que, con carácter genérico, exista un profundo vínculo entre las decisiones societarias y la publicidad legal que aquella institución, como registro de personas, les dispensa. El asunto se centra, más bien, en una circunstancia nada extraña y que, por otra parte, se encuentra en la base de la especialidad del Derecho mercantil y de buena parte de las normas que, en sus diferentes sectores, constituyen el “núcleo duro” de la materia.
Me refiero al dinamismo propio de la realidad social que dicha disciplina pretende regular, utilizando, eso sí, buena parte del utillaje concebido y elaborado desde el Derecho civil para una realidad ciertamente distinta. Este esquemático enunciado no refleja, desde luego, los caracteres de ambas vertientes del Derecho privado; puede servir, no obstante, gracias a la generosidad del lector, para comprender el vínculo continuo y constante entre el proceso decisorio característico de toda sociedad de capital y el Registro mercantil como “caja de resonancia”, si se me permite la fórmula, de los distintos acuerdos en que se materialice. Y si, como tantas veces sucede, alguno de esos acuerdos se ha visto afectado por un vicio relevante que pueda, por ejemplo, causar su nulidad, no será mínima la cuestión relativa al modo de trasladar ese régimen de ineficacia negocial a los acuerdos posteriores de él derivados y en los que anide, por tanto, alguna suerte de contradicción con el ordenamiento jurídico.
Este dinamismo organizativo, característico, por otra parte, de una persona jurídica –la sociedad de capital- titular de una actividad de empresa, no tiene nada de singular, en sí mismo considerado, a salvo, como ya se ha dicho, del alcance que pueda atribuirse en su ámbito a la nulidad de alguna de las piezas (los acuerdos) en que se traduzca. Constituye doctrina consolidada, en tal sentido, la inadecuación del clásico régimen civil de la nulidad (quod nullum est nullum effectum producit) respecto de la órbita mercantil y, más específicamente, en relación con el ámbito societario. Con esta afirmación comienza el, por otra parte, largo camino de la resolución que nos ocupa, en la que el Centro directivo resuelve el recurso interpuesto contra la negativa de la registradora a inscribir una sentencia firme del Juzgado de lo mercantil número 1 de Oviedo en la que, tras la correspondiente impugnación, se declaraba la nulidad de determinados acuerdos sociales adoptados en sendas reuniones de la Junta general de una sociedad anónima.
Tales acuerdos se referían a materias relevantes, como una operación acordeón y una modificación estatutaria dirigida a suprimir una clase de acciones preferentes. Pero en la sentencia nada se decía de los acuerdos adoptados posteriormente por la Junta general de la sociedad (numerosos y relevantes, a tenor de las inscripciones practicadas en el Registro mercantil), susceptibles de ser afectados, en su caso, por la declaración judicial de nulidad. Y la nota de calificación concluía afirmando que “no incumbe al registrador determinar cuál es el alcance de los efectos producidos por la sentencia”, facultad ésta correspondiente “con carácter exclusivo al juzgado”. Como era previsible, la Dirección General estimó el recurso, sobre la base de la necesaria inscribibilidad de la sentencia firme, y la resolución, extensa, detallada y, por qué no decirlo, no siempre fácil de interpretar, se dedica a precisar el alcance y los efectos de dicha inscripción.
A tenor de lo indicado con anterioridad, los primeros párrafos de la resolución recogen una serie de consideraciones diversas sobre el significado que, dentro del Derecho mercantil y, más concretamente, del Derecho de sociedades, cabe atribuir a la declaración de nulidad de los acuerdos sociales. Para ello se mencionan numerosas resoluciones del Centro directivo y algunas sentencias destacadas del Tribunal Supremo, sin perjuicio de tomar en consideración, del mismo modo, el singular asunto de las causas de nulidad de las sociedades inscritas, cuya interpretación restrictiva se recuerda y ratifica. De la alegación conjunta de este amplio elenco de materiales normativos y jurisprudenciales, extrae la DGRN una doctrina unitaria, según la cual no es posible asignar a la nulidad de los acuerdos “los radicales efectos previstos en el orden civil, pues, además de los intereses de las partes del negocio, entran en juego otras consideraciones igualmente merecedoras de amparo como son la conservación de la empresa y la salvaguardia del principio de seguridad jurídica”. Por lo que, siguiendo de nuevo al Tribunal Supremo, la nulidad del acuerdo inicial sólo alcanzará a los “actos posteriores que sean del todo incompatibles”.
Estas consideraciones del Centro directivo enmarcan su interpretación del art. 208 LSC, precepto relevante en el tema enjuiciado, cuando al referirse a la impugnación de acuerdos inscribibles, advierte que “la sentencia determinará además la cancelación de su inscripción, así como la de los asientos posteriores que resulten contradictorios con ella. Siguiendo su propia doctrina, calificada al efecto de “ecléctica”, sobre a quién corresponderá el “juicio de contradicción” indicado en la norma, señala la resolución que será precisa “bien una declaración judicial de cuales hayan de ser” los asientos contradictorios, “o, al menos, un pronunciamiento que permita identificarlos debidamente, debiendo ser indubitada su condición de asientos que reflejen actos posteriores que ejecuten el acuerdo anulado o que partan de la situación por él creada…es decir, acuerdos que se fundamenten en el declarado nulo, que es lo que determina su contradicción con la sentencia anulatoria”.
Con todo, y en línea de principio, como en un extenso párrafo de la resolución se dice, debería especificarse en el pronunciamiento judicial “qué asientos o asientos han de ser objeto de cancelación”, dado que “no incumbe al registrador determinar cuál es el alcance de los efectos producidos por la sentencia presentada, cuando el mismo no resulte totalmente incontrovertible”. Y es que, claro está, dicha determinación, en el caso de que fuera pertinente, podría “afectar al principio de la invariabilidad de las resoluciones judiciales, que sólo pueden ser alteradas, complementadas o concretadas en los limitados términos…previstos dentro del propio ámbito judicial…especialmente en los casos en que por haberse omitido la práctica de la anotación preventiva de la demanda de nulidad…no se haya podido evitar el desconocimiento por terceros de la existencia de una impugnación de acuerdos sociales que podrían afectarles”.
Sin embargo, este planteamiento, de excesivo rigor formal, no puede mantenerse, como la propia Dirección general reconoce, sobre todo cuando no quepa “albergar duda sobre el alcance cancelatorio de la sentencia”. Este es el supuesto del asunto enjuiciado, a la vista de que la sentencia firme presentada a inscripción identificaba nítidamente los acuerdos declarados nulos con sus particulares circunstancias registrales; no se indicaban, sin embargo, cuáles podrían ser los asientos posteriores afectados por la declaración de nulidad, circunstancia ésta que dio pie a la registradora a no practicar la inscripción solicitada.
Es claro, con todo, que, para cancelar los asientos relativos a los acuerdos sociales declarados nulos, el registrador no puede exigir “un pronunciamiento expreso sobre el contenido y alcance de la sentencia en relación a los asientos posteriores que, sin concluir obstáculos registrales, por la misma pudieran quedar afectados”. Esta afirmación, que el Centro directivo extrae de su resolución de 30 de junio de 2014, puede implicar, en el caso de que se produjera un “mandamiento complementario”, la falta de la necesaria simultaneidad en la publicidad registral de los acuerdos declarados nulos y la de los posteriores “que, por ser contradictorios con la sentencia anulatoria (por constituir actos de ejecución de los mismos o basarse en ellos), han de ser también cancelados, si bien no necesariamente de forma coetánea”.
El hecho de que, sobre la base de las indicadas circunstancias, se produzca esa “desconexión temporal”, que impide “la plena concordancia entre la realidad registral y la realidad jurídica extrarregistral”, no le parece demasiado grave al Centro directivo, si bien resulta obligado determinar cuál sea el camino idóneo para superarla. No puede serlo, desde luego, la imposición a la parte actora de “la desproporcionada carga de tener que acudir a un nuevo procedimiento declarativo para obtener la cancelación de los asientos posteriores a la sentencia de instancia o a la preclusión del plazo para instar la subsanación o complemento de la sentencia”. Más lógico parece, dejando aparte otras minucias procesales presentes en el caso, que se adopten “los acuerdos necesarios para ejecutar la sentencia de nulidad y regularizar la situación jurídica de la sociedad respecto de los actos y relaciones jurídicas afectados”.
La evidencia de este aserto obliga, como último requisito, a precisar quienes habrán de tomar la iniciativa para lograr semejante efecto. Se alude en la resolución, de manera un tanto críptica, a los “obligados” a conseguir que la situación societaria en su indeclinable vinculación con el Registro mercantil “responda a las exigencias de coherencia y claridad que la legislación sobre el Registro mercantil demanda”. El siguiente párrafo de la resolución, no obstante, nos saca en primera instancia de la perplejidad que el carácter genérico de tal término implica, al imponer a los administradores el deber de “convocar a los socios a una junta que resuelva la situación en que se encuentra la sociedad y al objeto de adecuar su situación a lo previsto en el contenido de la sentencia recaída”. Más problemático se vuelve el asunto, como la propia resolución también advierte, “en caso de pasividad de los administradores en la promoción de dicha actuación regularizadora”, si bien “la misma podrá ser suplida en la forma indicada en el párrafo anterior”.
Por mucho que se lea y se relea el párrafo anterior, que aludía a los “obligados” a regularizar la concreta situación cuyo tratamiento nos viene ocupando en el presente commendario, no resulta sencillo aclarar el asunto. Salvo que haya un error en la referencia al “párrafo anterior”, y se nos reenvíe a otro apartado de la resolución (no he conseguido saber a cuál), la duda es considerable, porque no parece procedente considerar “obligados” a tal efecto, en el marco de sus respectivas competencias, al juez o al registrador. El círculo se cierra, como parece inevitable, alrededor de la sociedad, si bien no es seguro que, ante la inacción de los administradores, quepa atribuir a los socios la indicada condición; ello es así, claro está, sin perjuicio de que su hipotético deber de fidelidad, con todas las cautelas que esta fórmula trae consigo, unida a la legitimación de la minoría para solicitar la convocatoria de la junta, permitan salir del impasse y ayuden a superar la “desconexión temporal” antes aludida.
Reitero ahora que la resolución contemplada en este commendario no es fácil de interpretar, aunque sea evidente la complejidad del problema y las muchas circunstancias y valores que en él concurren. La vertiente procesal y la actuación del registrador, más allá de sus particulares recovecos, constituyen, si hemos entendido bien los argumentos del Centro directivo, dos planos institucionales sin responsabilidad inmediata para la resolución del problema; de este modo, la superación del mismo termina recayendo sobre la sociedad y sus órganos, a fin de que el Registro diga lo que tenga que decir y pueda realizarse por tanto la tutela de los intereses vinculados directamente con la publicidad legal derivada de sus asientos.
Tras este largo y sinuoso recorrido, que en nada afecta al acierto correspondiente a la estimación del recurso por la Dirección General, quizá pueda pensarse que las detenidas reflexiones sobre el significado de la nulidad de los acuerdos sociales no han sido determinantes para dicha conclusión, salvo, si se quiere, de manera indirecta o instrumental. Más relevante a tal efecto, como se deduce del último párrafo de la resolución, se ha revelado el propósito de dar cauce a una serie de principios inequívocamente vinculados con la administración de justicia (la tutela judicial efectiva, la exclusividad de la fundación jurisdiccional, la necesaria eficacia de las sentencias de los tribunales, la preservación de la economía procesal), al lado de la protección del ámbito mercantil, con la pertinente defensa de los derechos de terceros y, en particular, de los acreedores sociales.
En este contexto, hubiera sido conveniente articular de manera más sistemática y precisa los distintos argumentos y criterios recogidos en la resolución; pero también presentarlos con mayor claridad expositiva. En más de una ocasión viene a la mente el antiguo modo de elaboración de las sentencias mediante “resultandos” y “considerandos”, cuya común naturaleza gramatical de gerundios oscurecía más que aclaraba el contenido de la doctrina en ellos contenida. Por desgracia, el Centro directivo, al margen de su consolidada tendencia a evitar la prolijidad y los meandros argumentales, acumula en la presente resolución frases demasiado largas, no siempre claras, en numerosas ocasiones; se obliga, así, a quien la consulte a una lectura excesivamente premiosa, inevitable si se quieren evitar los tropiezos derivados de la longitud expositiva y del frecuente empleo de fórmulas que, si bien exactas en sus términos aislados, se tornan oscuras por la conjunción de un número excesivo de elementos. En cualquier caso, la resolución es de consulta imprescindible para quienes están “obligados”, de grado o por fuerza, a ocuparse de los acuerdos sociales y de su eficacia, en el marco de su intersección con los órganos judiciales y el Registro mercantil.