Del mismo modo que este commendario tiene el título que el lector puede apreciar, también, y sin especial problema, habría podido tener otros, algunos escasamente diferentes en la superficie (como “la forma y el fondo”, por ejemplo), sin perjuicio de los más diversos, de los cuales “la letra y el espíritu” sería, tal vez, el de mayor y mejor equivalencia. No soy original, con todo ello, y, como la inmensa mayoría de los juristas, tampoco conviene que lo sea, teniendo en cuenta que a la hora de extraer el núcleo esencial de cualquier controversia jurídica resulta indeclinable la necesidad de atenerse estrictamente a los hechos; y es que, sólo sobre la base de su exacta constancia y adecuada ponderación de intereses, podrá ofrecerse la respuesta jurídica que más satisfactoriamente se adapte al supuesto de hecho, dando a cada uno lo suyo, como solución de la controversia.
Es evidente, por otra parte, que a la expresión ahora utilizada resulta inherente también una tensión notoria y, me atrevería a decir, extrema. El conflictivo vínculo entre la forma y la sustancia recorre todo el Derecho y las exigencias de una y de otra, con independencia incluso de la concreta controversia respecto de la que se planteen, vienen a traducir, de manera genérica, una suerte de concepción del mundo diversa y, tal vez, antagónica; y si la forma da el ser a las cosas –como reza el viejo aforismo romano- es también cierto que las cosas o, quizá mejor, las situaciones fácticas que obligan a un pronunciamiento jurídico, reclaman también su sitio, poniendo al jurista necesitado de decidir en un serio compromiso.
No ha sido infrecuente, y los repertorios bibliográficos lo acreditan de manera notoria, explicar la historia del Derecho como un proceso evolutivo, desde el mayor formalismo –muchas veces unidos a una visión religiosa de la materia jurídica- hasta el predominio de lo que aquí denominados “sustancia”, con un intenso atenimiento a lo efectivamente producido en la realidad fáctica. No es seguro, sin embargo, que esta explicación, satisfactoria por su sencillez, por favorecer la idea de “progreso” y por beneficiar al espectador actual, que, frente a sus predecesores, vería el Derecho desde una privilegiada atalaya, sea enteramente satisfactoria; en demasiadas ocasiones, la forma, expulsada por la puerta, retorna por la ventana, desplazando a la sustancia a las tinieblas exteriores. Y no han faltado –ni faltarán- tampoco épocas empeñadas en lograr la cuadratura del círculo jurídico o, cuando menos, una razonable convivencia de las dos magnitudes que nos ocupan.
El Derecho de sociedades constituye un campo de especial relieve para apreciar el alcance de esa tensión en el marco de sus distintas figuras, así como de las técnicas que sirven a la organización y funcionamiento de las empresas sociales. Sería pretencioso que intentara exponer aquí una síntesis de la cuestión; ni lo permiten mis limitados conocimientos ni tampoco lo tolera la economía propia de “El Rincón de Commenda”. Bastará con aludir a un supuesto reciente en el que, a mi juicio, se pone de manifiesto la tensión entre la forma y la sustancia, a propósito de un hecho de la realidad societaria nada infrecuente, por otra parte.
Como en tantas otras ocasiones, también aquí me sirvo de una resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado, en la época, tan cercana, en la que conservaba su tradicional y nítida denominación, que una llamativa voluntad política ha decidido arrumbar. La utilizaremos en su momento, claro está, dando curso a la servidumbre y grandeza de nuestro oficio, que no puede ignorar ni, mucho menos, excluir todo lo que se deduce de la vigencia normativa, aunque sea igualmente lícito lamentar un cambio, como el que ahora menciono, contraído a la forma enunciativa de una institución, sin que su sustancia, al menos de modo aparente, haya experimentado modificaciones significativas.
Me refiero, así, a la resolución de 21 de noviembre de 2019 (BOE de 24 de diciembre) en la que se consideraba, tras la interposición del correspondiente recurso, la negativa del registrador mercantil a inscribir una escritura en la que los dos únicos socios de una sociedad de responsabilidad limitada “previa acreditación de la titularidad de sus participaciones sociales mediante exhibición de copias de las correspondientes escrituras de adquisición de aquellas, y juicio notarial de capacidad, dan a dicho acto el carácter de junta general universal y por unanimidad adoptan el acuerdo de reducir el capital social con restitución de aportaciones. A dicha junta no asistió la administradora única”.
El registrador entendió que para lograr la inscripción de dicho acuerdo era necesaria su elevación a público “por quien tiene facultades para ello –la administradora única-, pues los socios, a excepción del socio único, carecen de tal facultad conforme a los artículos 107 y 108 del Reglamento del Registro Mercantil”. Por su parte, la Dirección General desestimó el recurso, confirmando la calificación impugnada.
En su resolución, el Centro directivo recuerda su doctrina, ya consolidada, en torno a la inscripción de los acuerdos sociales adoptados en Junta general, según la cual “no siempre es imprescindible que tales acuerdos consten en acta que sirva de base –directamente o mediante certificación sobre el contenido de la misma- a la correspondiente escritura púbica”. Ello se debe, de acuerdo con esa misma doctrina, a determinadas circunstancias como son, en primer lugar, “que el acta no constituye la forma “ad substantiam” de las declaraciones de los socios ni de los acuerdos sociales, sino que preserva una declaración ya formada, de modo que mediante la constatación de los hechos…garantice fundamentalmente el interés de todos aquellos a quienes pueda [n] afectar tales acuerdos y en especial el de los socios disidentes y ausentes”.
Del mismo modo, y en segundo lugar, “si lo que se eleva a público es el acuerdo social y para ello puede tomarse como base la certificación…no existe inconveniente para que el título inscribible sea una escritura de la que resulta directa e inmediatamente la adopción de tales acuerdos sin que sea necesaria una previa acta o una previa certificación de la misma que sirva de base a dicho título público”. Y, por último, procede afirmar “que no existiría inadecuación de la forma documental por el hecho de que los acuerdos adoptados en junta por los dos únicos socios y administradores de la sociedad se otorgaran directamente ante notario, ni es necesario que el proceso de formación de tales acuerdos…quede reflejado en una previa acta –notarial o no notarial- de la junta que luego hubiera de servir de base de la correspondiente elevación a escritura pública”.
En algún caso, y la DGRN cita, a tal efecto, la resolución de 23 de enero de 2010, se ha estimado inscribible, incluso, “una escritura de adopción de acuerdos sociales relativos a cese y nombramiento de administrador, cambio de domicilio social y declaración de cambio del socio único otorgada por el administrador nombrado en esta escritura por el nuevo socio único sin la concurrencia de la administradora saliente y antigua socia única”. De ser así, “si el notario autorizante de la escritura de protocolización ha tenido a su vista el título que acredita esa titularidad del socio único, y en el mismo no existe nota de transmisión posterior, es suficiente la acreditación para la celebración de la junta en la que se toman los acuerdos que se contienen en el documento que se presenta a inscripción”.
Sin embargo, en el supuesto analizado “se da la circunstancia de que ninguno de los dos socios es administrador de la sociedad ni la administradora única concurre al acto del otorgamiento al que se da carácter de reunión de junta general de socios. Por ello, el recurso no puede ser estimado”. Y es que, dada la especial trascendencia de los asientos registrales, “se hace necesario exigir la máxima certeza jurídica de los documentos que acceden al registro, no sólo por lo que se refiere a la veracidad y exactitud del contenido de éstos, sino también respecto de la legitimación para expedirlos”.
En tal sentido, recuerda la Dirección General que “la elevación a instrumento público de acuerdos de una sociedad, en tanto en cuanto comporta una manifestación de voluntad relativa a un negocio o acto preexistente que se enmarca en el ámbito de actuación externa de aquélla, compete <<prima facie>> al órgano de representación social”; ello es así, sin perjuicio de que, por un lado, la normativa vigente permita desligar dicha facultad de la titularidad del poder de representación, a la vez que, de otro y como se ha indicado anteriormente, sea posible que “una escritura de elevación a público de acuerdos sociales tenga como base el acta de la junta aun cuando en ésta no conste la firma del administrador”.
Ninguna de estas circunstancias concurre en el supuesto de hecho examinado, por lo que no es posible practicar la inscripción con base en la escritura otorgada por los dos únicos socios, constituidos en junta general, “sin intervención alguna de persona que tenga facultad certificante o para elevar a público acuerdos sociales”.
Con esta conclusión, reaparece, de nuevo, la “dureza” de la ley, no obstante los lenitivos que la propia doctrina de la DGRN ha ido configurando, de acuerdo con lo expuesto en la resolución. Y, claro está, no parece posible ignorar la entidad de los argumentos contenidos en ella, aunque a diferencia de un commendario anterior, quizá quepa aquí matizar algo más el juicio. Para ello, recomiendo al lector que, además de atender con cuidado a lo dicho por el Centro directivo, analice detenidamente los criterios contenidos en el recurso interpuesto por el notario que autorizó la escritura. Se trata, conviene decirlo ya, de una exposición afortunada, donde luce una claridad jurídica poco común y donde se pone de manifiesto, además, una orientación idónea para el funcionamiento cotidiano de las sociedades cerradas y de pocos socios, por lo común de carácter familiar, y con escaso relieve económico, como era la protagonista del caso en estudio; a tales personas jurídicas –es inevitable reconocerlo- no convienen, ni poco ni mucho, ciertos aspectos de nuestro Derecho de sociedades, así como la visión excesivamente formalista que, en punto a la técnica registral, se observa en tantos momentos diversos.
De su amplio contenido, me permito destacar ahora algunos argumentos, que invitan a una detenida meditación. Desde luego, y en primer lugar, que el supuesto de hecho examinado, es decir, el otorgamiento de escritura de adopción de acuerdos sociales ante notario en junta universal y por unanimidad, no constituye un comportamiento insólito, sino algo muy frecuente en las sociedades familiares de tamaño reducido. Y, aunque pueda haber situaciones patológicas, como el mismo recurrente reconoce, no sufre la seguridad jurídica, sino que, al revés, la presencia del notario permite acreditar con fehaciencia determinados extremos relevantes para su posterior inscripción en el Registro mercantil.
Por otra parte, si se siguiera el criterio del registrador, considerado formalista por el notario recurrente, a la vez que “desconocedor (figuradamente) de la función notarial”, se llegaría a consecuencias absurdas. Y es que dicho criterio, a cuyo tenor “hay que ejecutar el acuerdo social elevándolo a escritura pública”, se opone derechamente a la realidad del supuesto de hecho en el cual “el acuerdo consta ya adoptado directamente en escritura bajo la fe pública notarial, por lo que, por definición, no necesita elevarse a escritura lo que ya consta en escritura”.
De seguirse, no obstante, lo patrocinado por el registrador habría que llevar a cabo determinadas conductas (trasladar los acuerdos adoptados en la escritura pública al libro de actas de la Junta general, certificar dicho contenido por el administrador, otorgando, por parte de éste, finalmente, una escritura de elevación a público del contenido del libro de actas), que implicarían recorrer, a juicio del notario, “un camino con varias paradas para volver al punto de partida, la escritura notarial, algo incomprensible desde todo punto de vista, pues …ya constan los acuerdos en escritura”.
Me ha parecido necesario traer a colación estos argumentos, sin perjuicio de otros que el lector interesado podrá consultar en el BOE, porque en ellos se dibuja, a mi juicio, un cuadro nítido de lo que resulta necesario para el funcionamiento ordinario de muchas de nuestras sociedades mercantiles. Es bien sabido que el legislador español en materia societaria ha sido, y sigue siendo, poco amigo de innovaciones en punto al tema, verdaderamente esencial, de la tipología. Hay aquí una cuestión que no debería postergarse y que dice relación directa con el debate en torno al establecimiento de un régimen simplificado de sociedad mercantil de capital, coherente con la realidad empresarial de nuestro país, y congruente, a la vez, con lo observado en numerosos ordenamientos.
En ese contexto no debería olvidarse un dato esencial de particular relieve en dicho sector tipológico: la necesaria primacía de los socios y el carácter, si se quiere, coadyuvante de los administradores, cuya obligación de asistir a la Junta general no ha de afectar, en modo alguno, a la validez de los acuerdos tomados en ella, sobre todo cuando, como en el presente caso, se han adoptado por unanimidad. Es este un extremo que, junto a otros de igual entidad, debería servir para reanimar el debate sobre la simplificación en la doctrina española, más cercana, por lo que parece, a la situación de las sociedades cotizadas, cuya importancia no puede oscurecer la predominante realidad de las “otras” sociedades en el escenario económico de nuestro país.
Pero, mientras seguimos esperando, quizá, a Godot, sería conveniente avanzar en el camino de una interpretación algo más flexible de nuestra realidad normativa, teniendo en cuenta la conveniencia de dar cauce al ejercicio libre y responsable de la autonomía de la voluntad, de tan considerable importancia en el sector societario y empresarial al que se ha referido la resolución examinada en el presente commendario. Sería este el mejor método posible para que, sin perder su relieve, la forma no restringiera en exceso la vitalidad de la sustancia, al tiempo que la ley, manteniendo su fuerza normativa, evitara el exceso de dureza, nunca recomendable.