Ha sido, y seguramente seguirá siendo, objeto de frecuente comentario, por lo que no molestará al lector, según espero, que en el título de este commendario haya querido evocar, de manera más bien implícita, eso sí, el libro por el que Salgado de Somoza pasó a la historia –no sabemos si pequeña o grande- de la disciplina que denominamos en nuestros días “Derecho concursal”. En efecto, y como ha puesto de manifiesto en una reciente monografía Wolfgang Forster [La invención del juicio de la quiebra. Francisco Salgado de Somoza (1591-1665), Pamplona, Eunsa, 2017], el Labyrinthus creditorum concurrentium de nuestro histórico jurista constituye algo más que una valiosa aportación para conocer el status quaestionis de una concreta materia en un determinado momento de la evolución jurídica; así, y como el mismo Forster señala, a Salgado de Somoza debe atribuirse, como mérito ciertamente singular de su obra, la creación de un novum iudicium, es decir, un procedimiento nuevo dentro del ámbito de la insolvencia, idóneo, por otra parte, para relegar a la cessio bonorum romana al meritorio, pero incómodo, terreno de las antigüedades jurídicas.
Con independencia de lo que pueda opinarse respecto de este asunto, me tienta la idea de trazar un paralelismo entre Salgado de Somoza (o, mejor, entre la “situación espiritual” existente al momento de redactar su Laberinto) y quienes, desplegando un esfuerzo que bien puede calificarse de extraordinario, han contribuido a elaborar el Texto refundido de la Ley Concursal, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2020,de 5 de mayo. Esta atrevida hipótesis encuentra su fundamento, quizá insuficiente, en el estado de confusión relativo a la legislación de la insolvencia, simplificando los términos, de una y otra época, sin perjuicio, claro está, de las notorias diferencias entre ellas.
Una de esas diferencias, tal vez la primera que pueda percibirse, se refiere al modo, ciertamente diverso, de concebir el esquema regulatorio de las instituciones jurídicas. Frente al modo acumulativo, desordenado y puramente recopilatorio de la ordenación normativa, propio de la etapa en la que escribe nuestro autor, resulta pertinente afirmar que, en el momento presente, todavía vivimos en el ambiente, racional y sistemático, característico de la codificación; y ello, sin perjuicio de que buena parte de los códigos supervivientes (como sucede, de manera ejemplar, con nuestro Código de comercio) hayan dejado de constituir regulaciones auténticas de su respectiva materia para convertirse en esquemas formales y, en cierto sentido, ficticios de lo que una tal norma, en principio, debería representar.
Sin perjuicio de esta circunstancia, las leyes actuales (y, en alto grado, el Texto refundido que ahora nos ocupa) son, en su apariencia externa, el resultado orgánico de una mentalidad codificadora, de la generalización o, si se prefiere, de la vulgarización, como decía Francisco Tomás y Valiente, de la técnica codificadora. Hay una manera de ordenar las leyes, sobre todo cuando son extensas y minuciosas (como, de nuevo, es el caso de la Ley Concursal recién aprobada), que reproduce o intenta reproducir una rigurosa orientación sistemática. Las ventajas de este modo de proceder para la interpretación y la aplicación del Derecho son evidentes y no hace falta abundar en ellas; más necesario, sin embargo, es destacar la pérdida de valor sustantivo de la técnica codificadora como consecuencia de varias circunstancias de diverso orden, de entre las cuales podemos destacar ahora la “reformabilidad” inherente al Derecho de nuestro tiempo, tendencia acentuada, si cabe, en períodos de dificultad extrema como ha sido la Gran Recesión y, ahora, con motivo de la pandemia derivada del coronavirus.
Las modificaciones sucesivas de la Ley Concursal, tal y como se promulgó en 2003, durante la pasada crisis económica constituyen un ejemplo extraordinariamente nítido de lo que se acaba de decir; y el cuadro resultante de las continuas reformas, muchas de ellas proyectadas, a su vez, sobre modificaciones precedentes, permite entender quizá mejor el paralelismo con la confusa situación normativa y práctica que constituyó el ambiente en el que Salgado de Somoza elaboró su inmortal obra. De ahí que no sea exagerado hablar de un punto de partida altamente problemático a la hora de elaborar el texto refundido que nos ocupa.
Precisamente por esa complicada situación, se entiende muy bien el propósito de conseguir un “texto jurídico seguro” en materia concursal, en cuanto idea inspiradora de la elaboración del actual Texto refundido. Y quien lea despacio su exposición de motivos, en la que luce un fino estilo literario, que mucho se agradece frente la habitual prosa burocratizada e insustancial de tantas normas legales, comprobará el intenso modo en que sus autores interiorizaron tal propósito. Allí se explica, con eficaz capacidad de síntesis, lo que las Cortes Generales pidieron al Gobierno y lo que éste ha terminado haciendo, eso sí, con retraso, circunstancia ésta relevante para lo que diré al final.
Pero la tarea de “regularizar, aclarar y armonizar” la vigente legislación concursal al tiempo de formularse el encargo, aun con los diversos viáticos que para hacer viable cualquier proyecto de refundición ha ido diseñando, en términos generales, el Consejo de Estado, se reveló desde el principio de hercúlea dificultad. Haré gracia al lector de la situación concreta de esa regulación, sin perjuicio de que para comprobar sus múltiples vericuetos bastará con echar una ligera ojeada a la disposición derogatoria única del Real Decreto Legislativo; así, en sus diversos apartados, y para evitar una abrogación en cascada, se enumera, manteniendo su vigencia, un amplio elenco de normas sobre las que, en diferentes momentos, puso sus manos el legislador, concursal o no, al hilo de una práctica que, por difundida en la técnica legislativa, no deja de merecer continuas censuras.
En este contexto, resulta plenamente recomendable la lectura cuidadosa de la exposición de motivos, pues en ella se nos habla de la complicada navegación que debió llevarse a cabo, a fin de no embarrancar entre Escila y Caribdis, lo que hubiera conducido a la frustración absoluta de la tarea encomendada. Como resultado de esta difícil singladura, disponemos hoy de una regulación concursal que, por supuesto, no me atreveré a calificar de “nueva planta”, pues tal fórmula supondría notoriamente faltar a la verdad. Pero, a renglón seguido, no conviene desconocer que el esfuerzo reconstructivo de nuestro Derecho concursal que el texto en vigor refleja supone ir bastante más allá de lo que la labor de refundición, aun entendida con holgura, según lo dicho antes, permitiría presumir. El ejemplo del segundo libro de la Ley, relativo al Derecho preconcursal, constituye uno de los mejores ejemplos de lo que quiero decir, a la vista de la conversión de un bloque normativo heterogéneo y desorganizado, una auténtica selva reguladora, no bien deslindada del concurso propiamente dicho en la mayor parte de sus apartados, en una especie de “jardín francés”, por el repulido acoplamiento de sus distintas piezas.
Y, a propósito del preconcurso, no consigo quitarme de la cabeza una duda relativa a su disposición sistemática dentro del Texto refundido. Si esta singular categoría jurídica, nacida de las necesidades producidas en el contexto de la Gran Recesión, se concibe para anticipar el tratamiento de una situación presumiblemente grave de dificultad económica, evitando el rodillo concursal, ¿por qué razón su régimen, sin mayor explicación, se coloca después de la regulación propiamente concursal? Se me dirá, sin duda con razón, que la lógica de la sistematización normativa o, si se prefiere, la lógica de las instituciones, no debe seguir sin más lo que se derive de la realidad puramente fáctica, de la lógica de los hechos; que, en suma, la función constructiva que ha de suponerse inherente a toda Ley como a la que ahora nos ocupa, ha de combinar la adecuación a la situación de intereses que se pretende regular con los imperativos de la ordenación racional, no contradictoria y no reiterativa, de las instituciones concebidas para la tutela de esos mismos intereses.
Aceptando, como digo, esas autorizadas réplicas, a las que deberían añadirse, además, las dificultades derivadas de la compleja refundición llevada a cabo, me parece que convendría volver con cuidado sobre esta cuestión y sobre la hechura misma del Texto refundido; ello es consecuencia, en particular, de la necesidad de atender con el mayor equilibrio posible al futuro inmediato (quizá ya presente) o, con mayor exactitud, a la inminente catarata de situaciones de crisis económica que los problemas actuales han comenzado a originar.
Es posible, incluso, que al Texto refundido le suceda algo similar a lo acontecido con la flamante Ley concursal, a los pocos años de su entrada en vigor, y que dio lugar a las sucesivas y amplias reformas de su contenido, origen indiscutido del mismo. O, dicho de otra forma, es posible que el tiempo que le va a tocar vivir no permita el adecuado despliegue de buena parte de sus potencialidades y reclame, como sucedió con la originaria Ley concursal, la intervención puntual y urgente del legislador para el retoque, la reforma o, quizá, la renovación sustancial de su contenido.
Y a este respecto no servirá de mucho decir, con un cierto sofisma, que esa posible derivación no será culpa del Texto refundido sino, ante todo, del tiempo, aunque no haya sido precisamente venturosa la coincidencia temporal de su promulgación con una nueva y muy difícil época para nuestra sociedad. Del clásico “laberinto” del concurso, para cuya superación escribió Salgado de Somoza, hemos pasado a una situación laberíntica en la que el Texto refundido de la Ley concursal será un elemento más, de necesaria utilización, eso sí, para encontrar, de la mejor y más rápida manera, la salida.