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LA VOLUNTAD UNILATERAL COMO FUENTE DE OBLIGACIONES Y LAS CARTAS DE PATROCINIO

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

En una disciplina como el Derecho de sociedades y, más ampliamente, el Derecho mercantil, donde la realidad del tráfico supera en riqueza al código más minucioso o al tratado de mayor ambición conceptual, constituye ocupación habitual de los autores delimitar los perfiles de las nuevas figuras y buscar el modo de insertarlas en el repertorio de instituciones y supuestos dotados de tipicidad. Suele ser frecuente que este menester, de tono esencialmente constructivo, evocando el perenne magisterio de Ihering, concluya con esa suerte de “rendición dogmática” que representa el consabido recurso a la fórmula sui generis, cuando de expresar la naturaleza de la figura en cuestión se trata.

Aunque con esta manera de proceder no quedará satisfecha la conciencia del jurista, resulta obligado afirmar que quizá no sea posible otra solución, al menos en la mayoría de los casos; y es que el proceder intelectual sólo tiene sentido en cuanto sirve para conocer la realidad tal y como ésta tiene por conveniente articularse, sin que el estudioso del Derecho esté autorizado para configurarla según su mejor criterio. Otra cosa será, en una fase que no siempre llega, la tarea del legislador, ya que ahí, sobre todo cuando se regulan figuras de dimensión privada, el objetivo es buscar el mejor equilibrio de intereses, sin alterar, en la medida de lo posible, los principios y las reglas básicas del correspondiente sistema institucional en que el supuesto de hecho de la realidad vaya a encuadrarse.

Las cartas de patrocinio, de trayectoria más que conocida entre nosotros, son un ejemplo nítido de fenómeno jurídico surgido directamente de la realidad del tráfico económico de mercado en una especie de cruce de caminos entre una singular supuesto de empresa (el grupo de sociedades) y las necesidades de financiación, así como de las garantías idóneas al efecto, de uno de sus miembros. Que la figura está viva, a pesar de que el legislador no haya dicho nada al respecto, y que plantea, por lo tanto, problemas de diverso orden al Derecho, lo prueba la paulatina y cada vez más intensa atención que la jurisprudencia le dispensa. En esta misma sección aludí hace no demasiado tiempo a la STS 424/2016, de 27 de junio, que perfilaba con sustancial acierto los distintos problemas jurídicos derivados de la emisión de la carta en el contexto, por otra parte insoslayable, del grupo.

Pero la misma variedad tipológica con la que nuestra figura se presenta en la realidad, precisamente reflejada entre los autores y los jueces con la conocida distinción entre cartas fuertes y débiles, obliga a dar cuenta de su trascendencia jurídica, de acuerdo con los instrumentos y técnicas de que se disponga en un determinado ordenamiento. En la presente ocasión, además, me parece que cabe reflexionar sobre un problema que, situado en la misma línea de razonamiento, está dotado, según creo, de una significación preliminar, por aludir a la fuente misma de las obligaciones susceptibles de ser asumidas por un sujeto de Derecho (en este caso, la entidad patrocinadora, situada en la “cima” del grupo) y enlazar, así, con un debate doctrinal iniciado hace ya mucho tiempo y todavía no resuelto.

Pienso, de este modo, en el hecho de que alguna variante de la carta, fundamentalmente en el ámbito de las llamadas “débiles”, pueda servir como ejemplo cierto de la idoneidad de una concreta voluntad personal para crear, por sí sola, una determinada obligación. El asunto, generalmente planteado bajo el título “la voluntad unilateral como fuente de obligaciones”, constituye un clásico del Derecho privado respecto del cual prácticamente todos los juristas (con predominio de los dedicados al Derecho civil) han expresado su opinión. Es bien sabido que el criterio dominante, casi cercano a la unanimidad, niega genéricamente dicha posibilidad, lo que no impedirá, con todo, que en determinados casos, por lo común no tipificados, como el de la promesa pública de recompensa, esencialmente, se admita la vinculación del emisor de la declaración en relación con lo prometido en ella.

Dicho criterio, también compartido por la Jurisprudencia, puede servirnos como telón de fondo en relación con el supuesto al que ahora quiero referirme. Es notorio, y se acaba de señalar, que el contenido de las cartas de patrocinio suele ser amplio y variado, sin que resulte, por otra parte, evidente el valor jurídico de las distintas declaraciones en ella contenidas. Que, como regla general, tales declaraciones sean unilaterales, parece algo directamente derivado de la naturaleza “de la cosa”; que las mismas den lugar siempre, y por sí solas, al surgimiento de una obligación por parte de la entidad patrocinadora, sin aceptación del destinatario, es ya otro asunto.

Con todo,  quiero referirme ahora a una concreta declaración, expresiva del propósito de la entidad patrocinadora de mantener su participación en el capital de la patrocinada. Este objetivo, formulado frecuentemente y sin gran elegancia literaria en numerosas cartas de patrocinio, es susceptible de ser visto desde la óptica que ahora me ocupa, y sin querer desligarlo del resto de declaraciones y compromisos habitualmente contenidos en aquellas, tiene la suficiente entidad como para ser analizado de manera aislada.

Suele decirse que en las cartas de patrocinio resulta esencial una finalidad de garantía o, de otra manera, como se ha indicado recientemente (GALLETTI, M., Contributo allo studio delle lettere di patronage tra negozio e atto illecito, Napoli, Edizioni Scientifiche Italiane, 2020), que su emisión encuentra su fundamento en la causa cavendi. De este modo, el complejo jurídico que toda carta representa viene a traducir, mediante diversas instituciones y posibilidades (bien de Derecho de obligaciones y contratos, bien de Derecho de grupos), el objetivo de dar seguridad a la entidad de crédito destinataria de la misma a fin de que preste la financiación requerida por la sociedad patrocinada.

Si se mira bien, la declaración de mantenimiento a que ahora me refiero, aunque participa del indicado propósito y se integra en el mismo como una pieza más, muestra un perfil propio. Y es que, en realidad, la entidad patrocinadora se obliga, mediante dicha declaración, “a sí misma” en la vertiente puramente interna del grupo que ella controla y dirige, perspectiva ésta, de orden empresarial, de necesaria consideración si se quiere comprender el sentido y alcance de la situación concreta a la que las cartas de patrocinio intentan dar cauce.

Conviene advertir, por otra parte, que el compromiso de mantener el nivel de participación en la patrocinada expresa una obligación, además de unilateral, de carácter negativo; se trata, por tanto, de evitar cualquier tentación de venta, con el indudable propósito de que el nivel de participación siga permitiendo –parece lógico entenderlo así- el ejercicio de la influencia dominante sobre la sociedad patrocinada, de modo que ésta, responsable directa de la devolución del crédito concedido, no pueda escapar de la “tutela” o de la “férula” –si queremos un término más crudo- de la entidad patrocinadora e, incluso, del grupo encabezado por ésta.

Suele ser frecuente que a la declaración de mantenimiento de la participación acompañe el compromiso de acudir a los posibles aumentos de capital que, en su caso, puedan acordarse por la sociedad patrocinada. De este modo, se añadiría unilateralmente una nueva obligación, en este caso positiva, cuyas razones no parece necesario explicar aquí.

Parece posible concluir, sin certidumbre exacta, por otra parte, que es posible identificar en el terreno de las cartas de patrocinio un supuesto idóneo de surgimiento de una obligación por la libre voluntad, es decir de manera unilateral, de un determinado sujeto. Obsérvese que, como con frecuencia sucede en el impreciso terreno delimitado por dicha fórmula, nos movemos, aquí también, en el terreno de la atipicidad y, de manera más concreta, en el ámbito característico de la promesa. Que el promitente dirija su declaración a un determinado sujeto (la entidad de crédito) y no ad incertam personam, como suele suceder en la promesa pública de recompensa, no parece decisivo ni tan siquiera relevante.

Terminaré recordando al lector la vigencia entre nosotros, dentro del tema que nos ocupa, de la Ley 521 (“Oferta pública”) del Fuero Nuevo de Navarra, relativa, con carácter genérico y en apariencia, a la promesa unilateral como fuente de obligaciones. Esa insólita regulación, dentro de un singular texto legal, algunas de cuyas particularidades, en punto a promulgación y contenido, convendrá recordar en otro momento a los juristas más jóvenes, no ha sido siempre vista, por otra parte, como ejemplo auténtico de la materia ahora en estudio; bastará con decir que el maestro Federico de Castro, sometiéndose con libre voluntad al criterio, quizá divergente, en su caso, de los “eminentes foristas navarros”, mantenía esa opinión.

Merece la pena, no obstante, salir de las fronteras nacionales y animar al lector a comprobar por sí mismo el ambicioso, aunque sintético, tratamiento del problema en propuestas legislativas de ámbito supranacional, como los Principios del Derecho contractual europeo o el Proyecto de Marco Común de Referencia; allí se verá que la posibilidad de que las obligaciones surjan de la declaración unilateral de un solo sujeto, mediante la formulación de promesas, no es un problema abstracto ni un residuo derivado de la opinión de lejanos juristas. La parálisis que afecta a estas ambiciosas propuestas reguladoras nada dice en contra de la actualidad y oportunidad de la promesa unilateral como fuente de obligaciones.