El régimen económico del matrimonio tiene considerable influencia en el ámbito jurídico- mercantil, como se pone de manifiesto ejemplarmente en los arts. 6 a 12 del Código de comercio, a propósito, sobre todo, de la responsabilidad del comerciante casado. Esos preceptos, derivados de la reforma llevada a cabo en el Código por la Ley 14/1975, de 2 de mayo (y, por tanto, preconstitucionales), tuvieron, no obstante, un relieve significativo para mejorar el estatuto jurídico de la mujer casada, todavía sometido, en la disciplina anterior, a la, así llamada, “autorización marital” para ejercer el comercio. Muchos años después, y tras numerosas reformas legislativas, sobre todo en el Código civil, el tema, afortunadamente, va por otros derroteros, sin que el sexo pueda servir de excusa para legitimar, como antaño sucedía, situaciones jurídicas diversas y desequilibradas entre los miembros de una unión conyugal.
Pero la naturaleza del concreto régimen económico que pueda adoptarse en el matrimonio no sólo influye en la esfera jurídica de las personas casadas. Aunque matrimonio y familia no son realidades necesariamente correspondientes, es indudable que la singularidad de cada régimen y, divorcio mediante, el ulterior establecimiento de un nuevo matrimonio, con la correspondiente referencia al tema que nos ocupa, pueden repercutir en otras personas con grado variable de parentesco respecto de los cónyuges. Si, por otra parte, en el patrimonio de la o las personas casadas encontramos elementos directamente vinculados con la actividad de empresa, al margen de la condición que cada uno pueda tener (empresario o no), se añade un factor relevante para que las tensiones y conflictos a veces latentes en el hábitat familiar puedan brotar con especial intensidad.
La determinación, entonces, de la naturaleza que tales elementos patrimoniales puedan tener, a la vista del régimen económico matrimonial aplicable en cada caso, pasa a tener, de este modo, una importancia decisiva; ello es así, en particular, cuando nos encontramos ante un régimen de gananciales, denominación que utilizamos con carácter simplificador, sin ignorar, desde luego, las muy diversas modalidades de situaciones de comunidad que pueden encontrarse en las legislaciones civiles de algunas Comunidades autónomas. De esta circunstancia se ocupa la sentencia del Tribunal Supremo (sala de lo civil, sección de pleno) 60/2020, de 3 de febrero, de la que ha sido ponente el magistrado José Luis Seoane Spiegelberg, a propósito del supuesto, de gran interés para el Derecho de las sociedades, de si los beneficios destinados a reservas adquieren o no la condición de gananciales.
Y ello, a propósito de la elevada participación en el capital de una sociedad anónima de la que era titular el marido fallecido; el conflicto estalló entre su viuda, para quien los beneficios contabilizados como reservas habían de incluirse en el activo de la sociedad legal de gananciales, disuelta con motivo del fallecimiento del marido, y los hijos del primer matrimonio, quienes, sin negar la existencia de tales reservas en el patrimonio social, rechazaban su calificación como bienes gananciales. En primera instancia, se acogió la pretensión de la viuda, como demandante de los hijos; apelada la sentencia, la Audiencia Provincial competente estimó el recurso, excluyendo del activo de la sociedad de gananciales disuelta el derecho de crédito frente a la sociedad participada por el marido. Recurrido esta sentencia en casación por los herederos de la viuda, fallecida entre tanto, el Tribunal Supremo desestimó el recurso, destacando, no obstante, la existencia de “fundados criterios divergentes de nuestras Audiencias Provinciales, sin pronunciamiento previo de este Tribunal”, de modo que resultaba inevitable constatar “la existencia de serias dudas de derecho”, con inmediata incidencia a la hora de imponer las costas.
El problema aparece bien centrado por el alto tribunal, que alude, de entrada, a los dividendos sociales ya devengados, los cuales, al amparo del art. 1347, 2º del Código civil, han de considerarse frutos, con arreglo a una jurisprudencia consolidada, “como resultado de una actividad productiva de una organización económica coordinadora de una serie de elementos materiales y personales”. Frente a este carácter ganancial, tampoco hay duda sobre la naturaleza privativa de “las acciones o participaciones sociales que correspondan a uno de los cónyuges antes de contraer matrimonio”. El caso objeto de examen, sin embargo, carece de normativa específica que le sea aplicable, habiendo suscitado, como se destaca en el propio fallo, controversia profunda en las resoluciones de las Audiencias.
Se extiende el Tribunal Supremo en relacionar un amplio elenco de sentencias de tales órganos jurisdiccionales, con la precisa separación de los dos criterios contrapuestos; en lo que atañe, de manera específica a la tesis que afirma la naturaleza ganancial de los beneficios destinados a reserva, se destaca la conocida opinión que asimila el supuesto, por razón de analogía, a la disciplina establecida a propósito del usufructo de acciones o participaciones en el art. 128, 1º LSC. En dicho precepto, como es bien sabido, se atribuye al usufructuario la posibilidad de exigir al nudo propietario “el incremento del valor experimentado por las participaciones o acciones usufructuadas que corresponda a los beneficios propios de la explotación de la sociedad integrados durante el usufructo en las reservas expresas que figuren en el balance de la sociedad, cualquiera que sea la naturaleza o denominación de las mismas”.
Este argumento, al margen de otros que también podrían traerse a colación, y que se exponen, del mismo modo, en la sentencia en examen, no convence, sin embargo, al Supremo, que “estima más sólida y, por consiguiente, se inclina por la tesis que niega carácter ganancial a las reservas, que permanecen en el patrimonio de la sociedad mercantil asentadas en su contabilidad”, sin perjuicio de algunos matices importantes, que también se recogen en el fallo, cuando exista fraude.
Para dar fundamento a esta orientación, destaca de nuevo el alto tribunal la naturaleza estrictamente ganancial que corresponde a los dividendos “cuyo reparto se ha acordado”. Y la distingue de la que ha de corresponder, a su juicio, a los beneficios destinados a reservas mientras permanezcan “integrados en el patrimonio de la sociedad, que cuenta con una personalidad jurídica propia e independiente de la de sus socios (art. 33 LSC)”. Esa autonomía de la sociedad respecto de sus socios permite que la Junta general pueda decidir “bajo propuesta no vinculante de sus administradores, la aprobación de las cuentas anuales y la aplicación del resultado del ejercicio económico…y, por consiguiente, el destino de los beneficios obtenidos, la constitución en reservas o el reparto de dividendos”.
Frente a la “soberanía” de la Junta, en el ámbito que ahora examinamos, dispone el socio del derecho de separación que se deduce del art. 348 bis LSC o, en su caso, de la facultad de impugnar el correspondiente acuerdo en el caso de que considere “haber sufrido una lesión injustificada de su derecho a participar en las ganancias sociales”. De modo que, en conclusión, el cónyuge socio (y lo mismo podría decir de cualquier socio, independientemente de su estado civil) “únicamente cuenta con un derecho abstracto sobre un patrimonio ajeno, que no se transmuta en concreto hasta que existe un acuerdo de la junta que ordena el reparto de dividendos en el legítimo ámbito de sus atribuciones (arts. 160 y 273 LSC), permaneciendo mientras tanto los beneficios obtenidos en el patrimonio social, dando lugar al oportuno asiento contable, que goza de la correspondiente publicidad registral mediante el depósito anual de cuentas”.
Se extiende seguidamente el alto tribunal en diversas consideraciones sobre los extremos que se acaban de transcribir, con particular referencia a las reservas, su naturaleza, su razón de ser y su concreta motivación, siempre referida a las circunstancias propias de la sociedad mercantil, cuya apreciación corresponde en exclusiva a la competencia de la Junta general. Y tales consideraciones no hacen sino reforzar el criterio adoptado, que excluye, como ya sabemos, los beneficios producidos en el marco de la actividad empresarial gestionada por la sociedad del activo de la comunidad de gananciales. Este planteamiento, deducido, por lo demás, de la específica regulación existente en el Derecho de sociedades, impide que se traiga a colación, por analogía, el régimen del usufructo de acciones o participaciones, antes aludido, y que resulta inaplicable, según el Tribunal Supremo, “a la comunidad germánica o en mano común, que conforma la naturaleza de la sociedad ganancial”.
Sólo habrá una excepción a esta regla, por último, en el caso de que se constate algún “comportamiento fraudulento del cónyuge titular de las acciones y participaciones sociales”; dicho comportamiento, “en atención a las circunstancias concurrentes, podría ser considerado en fraude de ley (art. 6.4. CC) y determinaría la aplicación del precepto que se pretendía eludir (arts. 1347.2 y 1397.3 CC)”. De darse tal circunstancia, “los beneficios no repartidos se podrán reputar gananciales y como tales incluidos en las operaciones liquidatorias del haber común”.
La sentencia reseñada constituye una toma de posición significativa por parte del Tribunal Supremo, que, no obstante su importancia, quizá no sirva para acallar, de inmediato y definitivamente, las discrepancias existentes entre las Audiencias. Se abre, a pesar de ello, un camino interesante que el fallo en estudio ha trazado con corrección desde la perspectiva, aquí decisiva, del Derecho de sociedades. En esta dimensión societaria, con todo, se añade una nueva aportación a la sospechosa levedad del derecho abstracto al dividendo; y la sospecha viene referida no tanto al calificativo (“abstracto”), como al sustantivo (“derecho”). Que la abstracción significaba no el desligamiento de su hipotética causa, sino la imposibilidad de poner en práctica la pretensión inherente a este derecho, era algo ya consabido; queda la duda, ahora, de si la construcción dogmática de este “derecho abstracto”, que tantos y tan apreciables servicios ha prestado al discurrir de las sociedades de capital, es algo cualitativamente diferente de una mera cobertura doctrinal para ciertos acuerdos de las juntas generales sobre aplicación del resultado.
Sólo queda espacio en este commendario para insinuar la transmutación, no exclusiva pero sí preferente, del derecho abstracto al dividendo en un precepto legislativo: el art. 348 bis LSC, del cual se ha hablado mucho ya por los autores, y lo recuerda, por cierto, la sentencia comentada, de modo que aquí se acaba, por el momento, la historia.