esen

UNA PROFUNDA MEDITACIÓN SOBRE EL PROTOCOLO FAMILIAR

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Hace ya tiempo que la empresa familiar y su circunstancia han ingresado de lleno en el ámbito jurídico, aunque esa recepción se haya llevado a cabo de manera preferente por vía doctrinal, de entrada, añadiéndose con posterioridad una cuidadosa atención de los tribunales. Por su parte, el legislador ha mantenido una actitud que, con cierto eufemismo, podríamos calificar de cautelosa, sin perjuicio de algunas intervenciones puntuales de las que cabría destacar ahora la relativa a la vertiente registral del protocolo familiar –uno de los elementos predominantes de la “circunstancia” de nuestra figura- mediante el Real Decreto 17/2007, de 9 de febrero. No se ha tipificado, como tal, la empresa familiar, seguramente en atención a su “inespecificidad” jurídica, es decir, al hecho de que, por sí misma, no llegue a constituir una figura específica en el panorama de los operadores económicos, y resulte, por tanto, susceptible de articularse mediante el recurso a los supuestos institucionales, fundamentalmente societarios, disponibles en nuestro ordenamiento.

Esa correlación empresa familiar-sociedad (por lo común, mercantil y de capital) se da por supuesto en la práctica empresarial, pero también se observa, con el mismo carácter predominante, en las distintas manifestaciones que sobre la figura se manifiestan en la órbita jurídica. Así sucede, desde luego, en el Real Decreto 17/2007, en cuyo preámbulo, sin mayores matizaciones, se alude a “las sociedades con carácter familiar en sentido amplio”, que son “aquellas en las que la propiedad o el poder de decisión pertenece total o parcialmente a un grupo de personas que son parientes consanguíneos o afines entre sí”. Pero, del mismo modo, cabe apreciar dicha correlación tanto en la doctrina, como en los tribunales, siendo muy escasas las referencias a la posibilidad de que la empresa familiar esté desprovista de carácter societario.

No se trata, con todo, de una consecuencia inexorable, a la vista, como punto de partida, de la señalada “inespecificidad jurídica” de la empresa familiar. Esta fórmula, quizá abstrusa, no quiere decir otra cosa distinta de la particular capacidad combinatoria de este operador económico con las figuras disponibles en el ordenamiento jurídico para el desarrollo de la actividad empresarial en el mercado. Que, entre ellas, destaquen muy notoriamente los tipos societarios nada dice en contra de la “elasticidad institucional” de la empresa familiar. Y, si se mira bien, de hecho nuestra figura muestra en la realidad cotidiana algunos caracteres que, sin excluir la vertiente societaria, van más allá de ella, al menos si la entendemos, al modo tradicional, como forma jurídica correlativa y única de una determinada empresa.

En tal sentido, la empresa familiar refleja, según nos muestra la realidad, un característico propósito de continuidad que desemboca con frecuencia en un notorio deseo de perpetuación. Esta circunstancia puede manifestarse de diversas formas: en muchas ocasiones, a través de la redacción otorgada al protocolo familiar, auténtico elemento constitutivo de la empresa que nos ocupa, sin traspasar por ello la órbita de la vinculación obligacional; otras veces, en cambio, se aspira a una auténtica institucionalización jurídica de la empresa familiar, situando en la “cima”, organizativa y decisoria de la misma, a un persona jurídica idónea para tal fin, como es la fundación. Al margen de lo que este procedimiento signifique como específica manifestación del desempeño de actividades empresariales por esta forma de persona jurídica, resulta evidente el objetivo de hacer duradera a la propia empresa familiar; pero, del mismo modo, se advierte también el deseo de predisponer una configuración jurídica que la defienda eficazmente frente a intentos no deseados de toma de control por terceros.

Parece evidente, por último, que, con el esquema indicado o de otra manera, se supera la tradicional “unicidad” societaria de la empresa familiar para dar vida a auténticos grupos empresariales, de no siempre fácil articulación. A tal fin, también el protocolo puede ser un adecuado elemento ordenador, sumando a sus habituales funciones una no desdeñable utilidad como auténtico contrato de grupo, en la línea de lo que, con carácter general, se ha postulado entre nosotros. Y así, empieza a ser habitual entre quienes se ocupan de la empresa familiar desde la perspectiva jurídica referirse a ella o, quizá mejor, describir su significado económico, mediante la fórmula del “grupo”, planteamiento, por otra parte, asumido incluso en sede jurisprudencial, como se ha podido apreciar en diferentes sentencias y resoluciones, algunas de las cuales hemos reseñado aquí.

Siguiendo con esa orientación, pero con mayor nitidez y profundidad, interesa destacar ahora la sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Civil, Sección 1ª) núm.120/2020, de 20 de febrero, de la que ha sido ponente el magistrado Juan María Díaz Fraile –STS_507_2020.- En ella, a partir de un protocolo familiar, cuya observancia o incumplimiento, según se mire, atizó un intenso conflicto dentro de la familia empresaria, salen a colación los elementos que esquemáticamente he mencionado con anterioridad, en el marco, por otra parte, de una visión amplia y profunda en torno a la temática jurídica característica de nuestra figura. Se trata, y así lo intenta reflejar el título del presente commendario, de una aportación extensa, relevante y detallada, para su mejor conocimiento; ello es consecuencia de que el análisis estricto de las cuestiones disputadas no se convierte en un fin en sí mismo, sino que se enmarca en una consideración global y sustantiva del entero Derecho privado, con reflexiones, si seguimos la tradicional dicotomía, tanto mercantiles como civiles, desde una perspectiva, a la vez, específica y unitaria.

El conflicto del que trae causa el fallo nos sitúa en el contexto de un grupo de empresas familiar, cuya estabilidad y continuidad se intentó preservar mediante la elaboración de un detallado protocolo, suscrito en julio de 1983, por todos los hijos del fundador de la empresa. En él se trataba de regular, con la terminología de la demanda que dio lugar al pleito, “las reglas de contenido moral y jurídico a las que se someterían a partir de entonces las relaciones con la empresa, con la finalidad de garantizar la supervivencia y continuidad de la empresa en el futuro y la armonía y convivencia entre los distintos grupos de accionistas”. De acuerdo con este objetivo, en el protocolo se repartían y adjudicaban las acciones y las participaciones sociales de las sociedades integradas en el grupo, de modo que cada hijo recibiera un determinado porcentaje que se pretendía fijo y duradero.

Tras varias décadas, y producida la sucesión ordenada en el grupo, con mantenimiento del porcentaje asignado a cada hijo y sus ulteriores descendientes, algunos de los hermanos celebraron diversos negocios (permutas, compraventas, donaciones) respecto de las acciones y participaciones sociales que les correspondían. Los restantes hermanos consideraron que esta forma de proceder se oponía a lo establecido en el protocolo e interpusieron una demanda, solicitando la nulidad de dichos negocios. En primera instancia, fue desestimada íntegramente la demanda y lo mismo sucedió en apelación. Recurrido el fallo, el Tribunal Supremo desestimó el recurso.

Al margen de las muchas vertientes y matices que distinguen al proceso en cuestión, interesa destacar ahora que el núcleo del problema se centra por el alto tribunal, muy acertadamente, en torno al pretendido incumplimiento del protocolo familiar; esta orientación le lleva a detenerse en el significado jurídico de este documento, insertándolo desde el primer momento en la amplia órbita característica de los pactos parasociales. Se repasa, en tal sentido, la ya amplia jurisprudencia, tanto judicial como registral, sobre esta figura y se destaca la plena validez de dichos pactos, mediante los cuales, como es bien sabido, “los socios pretenden regular, con fuerza de vínculo obligatorio, aspectos de la relación jurídica societaria sin utilizar los cauces específicamente previstos para ello en la ley y los estatutos”.

De manera más específica, destaca el Supremo la amplitud y heterogeneidad del contenido del protocolo familiar, dentro del cual se encuentran no sólo estipulaciones jurídicamente vinculantes, sino también “declaraciones y acuerdos de valor moral sin exigibilidad jurídica que actúan a modo de <<códigos de conducta>> sin valor vinculante”. Es claro, con todo, que la amplia libertad de que se disfruta para redactar un pacto de tal naturaleza no está constreñida “por los límites que a los acuerdos sociales y a los estatutos imponen la reglas societarias –de ahí gran parte de su utilidad- sino a los límites previstos en el artículo 1255 del Código civil”.

Sobre la base de esta última consideración, se analiza en la sentencia la “correlación entre los pactos sociales, los estatutos de la sociedad y los acuerdos sociales cuando estos tres elementos no estén alineados”, como sucede en el caso enjuiciado. Y es que “los estatutos no constan adaptados al contenido de los compromisos protocolares, a través de las correspondientes reglas limitativas a la libre disponibilidad de las acciones y participaciones sociales, lo que determina que las previsiones del protocolo tengan, en principio, una limitada eficacia interna entre socios, como pacto parasocial”.

Tras exponer una serie de acertadas consideraciones sobre los aspectos genéricos de esta temática, concluye el Tribunal Supremo que en el presente caso el núcleo fundamental del asunto no se refiere a los acuerdos sociales y a su posible contradicción con el pacto parasocial, sino a la discutida validez de una serie de negocios relativos a la transmisión de acciones y participaciones entre socios. Como punto de partida, se afirma sin género de duda tanto “la validez y eficacia de los pactos incorporados al protocolo familiar…, como de los límites legales a dicha eficacia y a su oponibilidad”. En cualquier caso, el mencionado protocolo no fue objeto de publicidad registral ni se incorporó a la esfera corporativa exigiendo, como suele ser común, su cumplimiento como prestación accesoria ni, por último, se ha podido constatar “modificación o adaptación de los estatutos sociales para establecer reglas limitativas a la libre transmisibilidad de las acciones y participaciones sociales concomitantes con los porcentajes de participación previstos en el protocolo familiar”; porcentajes que, como sabemos, quedaron alterados por las permutas, compraventas y donaciones cuya realización dio lugar al presente pleito.

Ya la Audiencia señaló –y el alto tribunal hace suyo dicho criterio- que la finalidad principal de lo pactado venía referida a la sucesión ordenada en la empresa familiar; del mismo modo, los acuerdos establecidos en el protocolo sobre participaciones y porcentajes no obligaban a su mantenimiento perpetuo ni implicaban prohibición alguna de transmisión de acciones y participaciones sociales por sus titulares. Sobre esta base desarrolla seguidamente el Supremo un largo y enjundioso análisis sobre la incompatibilidad de las vinculaciones permanentes con los principios básicos de nuestro Derecho privado. Se pasa revista, así, al núcleo básico de nuestro Derecho patrimonial, con alusión específica a la facultad de denuncia unilateral existente en aquellos contratos, como el de sociedad, donde cabe establecer una duración en principio indeterminada.

Tomando como ejemplo de referencia la sindicación de acciones, objeto frecuente de pactos parasociales y, del mismo modo, de numerosos protocolos familiares, afirma el alto tribunal con rotundidad que “la vinculación permanente, real o personal, está proscrita en nuestro derecho civil”, por lo que “no puede admitirse la validez de los pactos de sindicación permanente”; y es que, con este proceder, se vulneran “principios básicos de naturaleza jurídica de la relación social y del ordenamiento civil, singularmente el principio de libertad de la contratación y de disposición personal y patrimonial”.

Muchas otras consideraciones encontramos en la sentencia objeto de este commendario merecedoras de específica mención. Quizá baste, no obstante, con transcribir uno de sus apartados, dotados de especial valor conclusivo, para sintetizar lo hasta ahora expuesto, como base esencial de la doctrina establecida por el Tribunal Supremo; de este modo, la interpretación del protocolo familiar “en el sentido de mantener indefinidamente las limitaciones a la libre transmisibilidad  de las acciones y participaciones sociales impidiendo modificar el porcentaje de participación de cada socio en el capital social, y generando una suerte de vinculación perpetua de los derechos de los socios, resultaría contraria a los límites citados…sin que la posibilidad de denuncia o apartamiento unilateral de lo previsto en el protocolo, una vez satisfecha la finalidad principal a que respondió de asegurar una ordenada sucesión en las empresas familiares tras el fallecimiento de los fundadores…pueda ser tachada de contraria a la proscripción del abuso de derecho o a la buena fe contractual (art. 7.1. CC)”.

La reseña que hemos hecho de la sentencia 120/2020, de 20 de febrero, no permite apreciar, en su esquematismo, la profunda reflexión que en ella se hace sobre el protocolo familiar, insertándolo en los moldes, tanto societarios como contractuales, que especifican su sentido y razón de ser dentro de nuestro Derecho privado. Hará bien el lector en prestar atención detallada a este fallo, que pone de manifiesto el destacado relieve de ese gran jurista que es Juan María Díaz Fraile, que, como magistrado, ha puesto en juego el entero Derecho privado para dar respuesta a las circunstancias planteadas específicamente en torno al contenido de ese singular documento que es el protocolo familiar.

No quiero terminar este muy largo commendario sin traer a colación algunas de las consideraciones expuestas en sus primeros párrafos que permiten, tal vez, contextualizar mejor los caracteres y los objetivos propios de la empresa familiar, radicalmente expuestos en el protocolo examinado en la sentencia. Y digo “radicalmente”, porque la idea de continuidad duradera, inherente, como es sabido, a nuestra figura, se expresa en términos extremos en el protocolo familiar; se advierte en él, así, un propósito de perpetuación absoluto, incompatible, como se señala en la sentencia, con los fundamentos del Derecho patrimonial vigente entre nosotros, surgido, como es notorio, de los principios del liberalismo económico, ajenos y opuestos a cualquier forma de vinculación permanente.

No faltan, es verdad, en el Derecho de sociedades elementos firmes de continuidad, desde la consabida duración indefinida en los estatutos sociales, hasta la prohibición de transmitir participaciones sociales por actos inter vivos, siempre que, para evitar la “captura” de los socios por la sociedad, se reconozca estatutariamente el correspondiente derecho de separación. Y esa continuidad también aparece tratada en la esfera personal del socio mediante mecanismos tan consolidados como el derecho de preferencia. Todos estos extremos, y otros que podrían traerse a colación, ponen de manifiesto que, sin perjuicio del origen negocial de los distintos supuestos societarios, su institucionalización resulta también notoria, con diversos grados y efectos, quizá más acusados desde el punto de vista que ahora nos ocupa en las sociedades cerradas, como suelen ser, con algunas excepciones notables, las familiares.

Pero, naturalmente, una cosa es el propósito de convertir a la sociedad en una fortaleza pretendidamente inexpugnable y otra es la de imponer a los socios una posición fija, absoluta y permanente, de manera que, al modo jesuítico (perinde ac cadaver), no les quepa sino esperar el fatal evento dentro de los muros de la fortaleza societaria. La empresa familiar, no obstante su inespecificidad jurídica, muestra una vitalidad extraordinaria y la gran libertad de pactos que en ella se refleja, como consecuencia de los principios inspiradores de nuestro Derecho privado, hacen de la misma un laboratorio jurídico de extraordinario relieve. Su progresivo desarrollo, con la formación de notables grupos de empresas, y el recurso a fórmulas jurídicas (como la fundación), idóneas para dar cauce a la continuidad y a la perpetuación razonable, necesita no tanto del legislador (hoy por hoy en ignorado paradero…a estos efectos), como de la praxis cautelar y doctrinal, con elementos sumamente valiosos entre nosotros, cuya prosecución es necesario alentar.