Proyectos, siempre proyectos, era, según quienes le conocieron, la divisa perpetua en el horizonte mental de Ortega, con la que, entre otras cosas, se reflejaba su concepción de la vida como un hacer o, quizá mejor, en particular para quienes cultivamos el Derecho mercantil, la vida como empresa. El caso es que todo proyecto, por definición, constituye un mero propósito, cuya realización, en la medida y con el alcance posible en cada supuesto, depende en demasiadas ocasiones de factores ajenos a su contenido, marginando ahora toda reflexión sobre su pertinencia y, más profundamente, sobre su corrección. Y es que, para muchos ciudadanos de nuestro tiempo y, no digamos, para instituciones del más variado linaje, la idea del “proyecto” se ha convertido en algo no sólo imprescindible, sino inexorable; no se es nada, cabría decir, sin proyecto, aunque no todos los proyectos, evidentemente, puedan valer lo mismo y, sobre todo, sean susceptibles de adecuada realización.
En su expresión completa, los proyectos suelen presentarse unidos al objeto directo que pretendan realizar; los universitarios sabemos bien lo que se pretende reflejar con la fórmula “proyecto de investigación” y los juristas están suficientemente informados, al menos desde que existe el estado de Derecho, de lo que representa un “proyecto de ley”, como designio normativo proveniente del gobierno de turno, frente a la mucho menos abundante “proposición de ley”, sin perjuicio de que uno y otra aspiren a convertirse en norma vigente, con forma, rango y valor de ley.
Dentro de esta dimensión, digamos “proyectiva”, resulta oportuno aludir en el presente commendario a un proyecto de ley, que, casi por sorpresa, acaba de publicarse, con fecha siete de septiembre, en el Boletín Oficial de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados). Me refiero al proyecto 121/000028 “por el que se modifica el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y otras normas financieras, en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas en las sociedades cotizadas”. Se trata, como el avisado lector ya habrá advertido, del texto “prosecutivo” de un Anteproyecto rodante por la actualidad jurídica española desde el pasado año, dotado del mismo objetivo y con una disciplina en buena medida coincidente con la del actual proyecto.
Pero la fórmula que acabo de utilizar (“en buena medida”) permite imaginar, con fundamento, que el nuevo texto, es decir, el proyecto, habrá experimentado modificaciones frente al anteproyecto precedente. Y ello a pesar de que aquél ha de ser considerado, sustancialmente, como un “texto debido”, en cuanto que sirve para implementar una directiva de la Unión europea. Pero esa condición no impide que, además de hacer uso, en su caso, del margen de maniobra que la propia norma europea permite, por razón de su naturaleza, pueda el legislador español proseguir con la política de “reforma y adaptación” en lo que atañe a la legislación societaria, inaugurada con motivo de nuestro ingreso en la Unión y continuada después en normas relevantes del Derecho de sociedades.
Puede decirse, por tanto, que esa orientación de política legislativa, presente ya en el anteproyecto, se ha mantenido y aumentado en el proyecto, reforzándose, por tal circunstancia, su carácter de regulación esencialmente societaria. A la abundante relación de preceptos de la LSC objeto de modificación por parte del anteproyecto, se incorporan ahora otros más, ampliándose así, sobre todo, la vertiente reformadora del proyecto, sin mengua de su finalidad de adaptación. No hay, con todo, alteraciones estructurales ni sistemáticas en el esquema originario, tal y como se diseñó en el anteproyecto; incluso la exposición de motivos del proyecto es trasunto fiel de la inicialmente redactada, sin perjuicio de que se hayan insertado algunos párrafos nuevos, a guisa de explicación y avance de las novedades contenidas en el mismo. De este modo, y con todas las cautelas que se quieran, puede sostenerse que no se ha alterado el inicial planteamiento reformista, por lo que puede el lector mantener la impresión formada en su momento alrededor del alcance de los pretendidos cambios normativos.
En distintos commendarios, bien con motivo de la difusión inicial del anteproyecto, bien en la época inmediatamente antecedente de la pandemia, intenté perfilar sus caracteres principales, así como aludir a algunas de las reformas concretas (como la muy señalada de las acciones de lealtad) en él contenidas. Con independencia de lo que se pueda pensar de las opiniones por mí expresadas, no parece dudoso que quepa mantenerlas en la actualidad como un criterio más en torno a la tarea, que a todos afecta, de conseguir la mejor interpretación de las normas proyectadas. Y eso a pesar de que un amplio elenco de los preceptos originarios ha sufrido alteraciones de diverso orden, desde las que pueden considerarse esencialmente formales, hasta otras que modifican de manera sustancial el vigente estado de cosas.
Las modificaciones de orden formal constituyen una constante a lo largo del proyecto y responden a diversos fines: desde la corrección estilística (a pesar de que se dé un paso más en la pérdida del modo subjuntivo, tan necesario, por otra parte, para la debida formulación de las normas), hasta la claridad expositiva, pasando por una más ordenada disposición de párrafos y epígrafes. De este último carácter hay diversos ejemplos en los preceptos relativos a la política de remuneraciones ya presentes en el anteproyecto, y de ello tendrá el lector cumplida referencia en una norma tan significativa como el art. 529 novodecies LSC (“aprobación de la política de remuneraciones de los consejeros”).
Dentro de los cambios que pudiéramos llamar sustanciales, se encuentran todos aquellos que complementa o matizan la disciplina originariamente establecida en torno a determinadas figuras reguladas. Así se advierte, entre otros extremos, en la normativa correspondiente a las acciones de lealtad, institución ésta derivada de una pretensión de mera reforma de nuestro Derecho y cuyo régimen se completa en el proyecto a través de diversas normas (relativas, entre otras, a cuestiones como el cómputo del voto por lealtad, la creación del libro registro de acciones con voto doble o la alusión al beneficiario último de las acciones de lealtad distinto del accionista).
Y entre esos cambios sustanciales me referiré, por último (pues este commendario, por su propia naturaleza, no es ni puede ser un análisis detenido del proyecto), a aquellos que se materializan en normas nuevas, por completo ajenas a la versión originaria del anteproyecto. Mencionaré, de entrada, algunas normas relativas a la remuneración de los administradores, más allá de lo correspondiente a la elaboración y aprobación de la política de remuneraciones, antes aludida. Se trata de los arts. 529 sexdecies a 529 octodecies LSC, situados, como es evidente, en la órbita de las sociedades cotizadas y cuya motivación última parece deberse a la no pequeña conmoción derivada de la sentencia del Tribunal Supremo de 26 de febrero de 2018. Allí se distingue, en sendos preceptos, entre la remuneración de los consejeros por su condición de tales (“que deberá ajustarse al sistema de remuneración previsto estatutariamente conforme dispone el artículo 217 y a la política de remuneraciones aprobada con arreglo a lo previsto en el artículo 529 novodecies”, según reza el art. 529 septdecies LSC) y la remuneración de los consejeros por el desempeño de funciones ejecutivas, que además de ajustarse a los estatutos, en su caso, así como a la política de remuneraciones, también deberá atenerse a lo establecido en “los contratos aprobados conforme a lo establecido en el artículo 249” (art. 529 octodecies LSC).
Muy significativa en lo sustancial, a través de un cambio del enunciado de la norma, es la modificación que experimenta el art. 529 sexdecies LSC, respecto de cuya versión todavía vigente me he permitido destacar, en distintas ocasiones, su contradictoria formulación. Ahora habla el proyecto del “carácter remunerado” del cargo desempeñado por los consejeros de las sociedades cotizadas, habiendo desaparecido el adverbio “necesariamente”, lo que permite, sin género de duda, que la norma lo presuma “salvo disposición contraria de los estatutos”. Si la reforma prospera, claro está, ya resultará plenamente posible sostener que también el cargo de administrador de una sociedad cotizada pueda configurarse como gratuito (aunque esa circunstancia resulte insólita en la práctica), sin perjuicio de que la correspondiente disposición legal (ésta que ahora se analiza) presuma iuris tantum lo contrario.
Dejo para commendarios ulteriores la referencia a otros aspectos del proyecto, cuyo interés es equiparable a las relevantes cuestiones ahora mencionadas. Más allá de los detalles en cuanto a ésta o la otra modificación, sí es necesario resaltar, una vez más, la condición problemática de todo proyecto, al margen, por supuesto, de la existencia de la mayoría parlamentaria necesaria para lograr su aprobación. Por otra parte, no es posible ignorar la trascendencia de la modificación legislativa que ahora se pretende, una buena parte de ella, sin duda la mayoría, realmente “debida”, como ya he dicho, pero otra, de no menor significado, imputable en su razón de ser y en la disciplina establecida al (pre)legislador español. No es seguro que sea ésta la mejor manera de afrontar las importantes modificaciones que, al decir de la exposición de motivos de la LSC, necesita el Derecho de sociedades de nuestro país. Con todo, es lo que tenemos a la vista en este difícil momento y resulta por ello, imprescindible, a la par que urgente, conseguir que el proyecto se tramite con el mayor equilibrio posible, atendiendo a la realidad del mundo societario, así como a sus auténticas necesidades; consejo metodológico que, desde Vivante, pasando por Ascarelli, necesita ser siempre recordado y, lo que quizá sea más difícil, aplicado.