¡Vaya título! Estoy seguro, no obstante, de que el lector lo habrá entendido de inmediato. No se trata, como es evidente, de “romper” con el proyecto, por muchas críticas que pudiera merecer, dado que la servidumbre esencial de nuestro oficio obliga a contar inexorablemente con aquellos documentos revestidos de oficialidad legislativa, aunque sea con carácter previo a su conversión en norma vigente. Y al recurrir al verbo “terminar”, mucho menos pretendo sugerir algo así como la “liquidación” del proyecto, en primer lugar, porque, utilizando un término técnico, presente hoy a diestro y siniestro, no tengo competencia para esa intensa a la par que delicada operación quirúrgico-jurídica; a la vez, y en segundo lugar, debe invocarse de nuevo la servidumbre del jurista frente al legislador, aunque, en este caso, sea todavía “pre”. Lo único que quiero decir al emplear este expeditivo título es que con el presente commendario se acabará la atención dispensada en esta tribuna al proyecto de ley de implicación de los accionistas. Y no me cansaré de repetir, con todo, que estamos ante un texto de la mayor significación con el cual se pretende llevar a cabo una nueva y muy relevante modificación de la vigente LSC.
En esta ocasión, y por aquello de visitar algún territorio conocido, me centraré en comentar algunas de las referencias que al grupo de sociedades dedica el proyecto. No sorprende, por lo demás, que un texto como el que ahora nos ocupa preste atención a dicha figura de empresa y lo haga, al mismo tiempo, con cierta intensidad; no, desde luego, con la que se viene reclamando por tantas instancias desde hace considerable tiempo, pues para ese menester parece evidente la necesidad de seguir esperando (¿quizá a Godot?).
Lo cierto, como cabía esperar, es que los autores del proyecto, aun tratándose, como sabemos, de un nuevo ejemplo de “reforma y adaptación”, no se han planteado regular el grupo con criterio sustantivo y orgánico; más bien, y siguiendo la política jurídica dominante hasta la fecha, nos encontramos, una vez más, con el método que, remedando la parábola evangélica, bien podría denominarse del “sembrador”. Con este término no quiero sino describir el habitual comportamiento de nuestro legislador que, preocupado por el grupo y sus efectos, sólo ha conseguido lanzar algunas semillas sobre el terreno que delimita nuestro ordenamiento jurídico y, en particular, el Derecho de sociedades. Las semillas, con el método de siembra que los clásicos llamaban “a voleo”, han caído donde han podido y los resultados, como era previsible, son desiguales sin que quepa destacar alguno como especialmente bueno.
Quizá ahora, puede pensar el lector, se ha dado en el clavo porque las materias reguladas en el proyecto constituyen la tierra “buena y fértil” donde la semilla podrá fructificar. Algo de razón hay en este pensamiento, si bien predomina en él –lo digo con toda sinceridad- un cierto voluntarismo o, mejor, un afán de que consigamos llegar, de una vez por todas, al núcleo esencial del problema, en el caso, claro está, de que la multiforme realidad del grupo se “contente” con tener uno solo.
En el trance, no obstante, de referirme al tratamiento de los grupos en el proyecto, no hay, realmente, por dónde empezar, ya que, de acuerdo con lo hasta ahora expuesto, se podría poner al frente de a exposición a cualquier precepto en el que apareciera la palabra “grupo”, y son varios, la verdad. Para salir del atolladero, sin alterar la orientación, asistemática y dispersa del prelegislador, he aterrizado en la regulación consagrada a las “acciones con voto por lealtad”, que así se llama, con modificación en el enunciado, la figura que el anteproyecto denominaba “voto adicional por lealtad”. Allí encontramos una novedad significativa frente a la disciplina de este último texto referida al grupo y de mayor alcance que la reseñada a propósito del título asignado a la figura. Me refiero a lo dispuesto en el art. 527 decies, 2º LSC, que, frente a la regla general contenida en dicho precepto de que “el voto doble por lealtad se extinguirá como consecuencia de la cesión o transmisión, directa e indirecta, por el accionista del número de acciones, o parte de ellas, al que está asociado el voto doble”, establece una excepción precisamente referida a la “transmisión entre sociedades del mismo grupo”, sin perjuicio, no obstante, de una posible cláusula estatutaria en contrario.
Esta regla singular recuerda, incluso de manera literal, a la contenida en el art. 107, 1º LSC, a propósito de la transmisión de las participaciones sociales de la sociedad limitada por actos inter vivos. En dicho precepto, como es bien sabido, y salvo disposición contraria de los estatutos, se declara libre la transmisión de participaciones a favor “de sociedades pertenecientes al mismo grupo que la transmitente”. Queda claro que, como sucede en este último supuesto, también el proyecto valora positivamente la realidad del grupo y permite la “libre circulación” en su seno de esos singulares valores que representan las acciones de lealtad, simplificando ahora su denominación. Eso sí, con una sustancial diferencia, de carácter tipológico, además, pues estas últimas acciones sólo pueden ser emitidas por una sociedad anónima cotizada, como sociedad abierta, en tanto que la libre circulación de las participaciones sociales viene referida a una sociedad, como la limitada, esencialmente cerrada.
De lo expuesto cabe concluir que el favor al grupo se incrementa, sin perjuicio de que, como en el art. 107 LSC persistan algunos problemas interpretativos; quizá el principal pueda referirse al término “sociedades”, aludiéndose con él a los miembros integrantes del grupo en cuyo ámbito será posible la transmisión que nos ocupa. ¿Quid iuris si al frente del grupo del que forme parte la sociedad cotizada emisora de las acciones de lealtad se encuentra una persona jurídica de otra naturaleza, como, por ejemplo, una fundación?
Otra alusión, tan esquemática como la recién indicada, se nos muestra en el art 541, 5º c) LSC, en el que se regula el informe anual sobre remuneraciones de los consejeros, de cuyo contenido formará parte necesariamente “toda remuneración procedente de cualquier empresa perteneciente al mismo grupo”. Aquí el criterio inspirador, por razón de la “sensibilidad” de la materia regulada, parece ser el de la transparencia, lo que supone incluir aquellos elementos, con independencia de su naturaleza y alcance, que puedan merecer sustancialmente la calificación de remunerativos; para ello se relativiza de manera significativa el tecnicismo jurídico, pues ya no se habla de sociedades pertenecientes al mismo grupo, sino de, conviene reiterarlo, “cualquier empresa”.
La forma jurídica que adopte la entidad pagadora carecerá, por lo tanto, de trascendencia, aunque en ocasiones quizá resulte problemático decidir qué sea o no empresa en un determinado contexto. Me parece posible, con todo, formular, como mero criterio interpretativo, una suerte de presunción iuris tantum, en el sentido de que todo aquél sujeto integrante de un grupo habrá de ser considerado “empresa”, al menos a los efectos que ahora nos ocupan, mientras no se demuestre lo contrario. Y ello, por la sencilla razón de que el grupo, según es comúnmente estimado, constituye una forma singular de empresa, con un interés específico (el denominado “interés del grupo); de este modo, quien allí aparezca integrado, sirviendo al interés del conjunto, sin perjuicio del suyo particular, no hará otra cosa que ejercer la actividad de empresa, bien que con los caracteres, limitaciones y circunstancias distintivas del grupo en el repertorio de las figuras empresariales.
Llegamos, así, y casi sin espacio ya, al ámbito de mayor protagonismo del grupo, que es, como resulta fácil de suponer, el relativo a las operaciones vinculadas. En él encontramos alusiones a nuestra figura en diferentes preceptos, aunque hayan de considerarse implícitas, como sucede, de nuevo por vía de excepción, en el art. 529 vicies, 2º a) LSC, a propósito de las sociedades íntegramente participadas, o sean tan esquemáticas como de costumbre, según se aprecia, concretamente, en el art. 529 duovicies, 4º a) LSC, en el que, una vez más, el grupo constituye un supuesto de excepción al régimen general. Y es que, por su propia naturaleza, el tratamiento de las operaciones vinculadas, con su inmediata referencia a los conflictos de interés, permite elevar una duda, cabría decir, estructural sobre el funcionamiento del grupo; de ahí el planteamiento doblemente excepcional al que se acaba de hacer referencia en lo que atañe, respectivamente, a la definición de las operaciones vinculadas o a los mecanismos previstos para su aprobación.
Esta última vertiente, con todo, nos permite cerrar el círculo relativo a la regulación de los grupos en el proyecto aludiendo al art. 231 bis LSC, precepto completamente nuevo entre nosotros y que se formula como una suerte de norma general para las sociedades no cotizadas. La propia exposición de motivos explica el motivo de haber elaborado la norma indicada, teniendo en cuenta, como allí se dice, que “de hecho, la práctica totalidad de las filiales de las sociedades cotizadas son sociedades no cotizadas”; y ello, sin perjuicio de que el nuevo régimen no se aplicará “a las operaciones entre sociedades íntegramente participadas, puesto que estas operaciones no están sujetas, por definición, a conflicto de interés”. Con esa cobertura argumentativa, el precepto en cuestión (denominado “operaciones intragrupo”) aparece situado tras la regulación establecida a propósito de las “personas vinculadas a los administradores”; hay aquí, en apariencia, un elemento subjetivo de continuidad en relación con el precepto precedente, aunque lo contemplado ahora no es tanto quién sea el sujeto vinculado, cuanto la operación que se realice, siempre efectuada, por otra parte, en el ámbito de un grupo.
El nuevo art. 231 bis LSC, en fin, tiene algo o mucho de excepcional, seguramente en coherencia con el régimen común de las operaciones vinculadas, y muestra, como no podía ser de otro modo, un planteamiento favorable al grupo, sin perjuicio de la existencia de un conflicto de interés. Así se advierte al otorgar a los administradores la competencia para aprobar la gran mayoría de tales operaciones, atribuyendo a la junta general únicamente aquéllas que le estén legalmente reservadas o, en todo caso, el valor de la operación en su conjunto supere el “10% del activo total de la sociedad”.
No sólo eso; a despecho de lo establecido en otros preceptos de la LSC inmediatamente anteriores respecto del deber de lealtad, la aprobación correspondiente a los administradores podrá hacerse con la participación de aquellos “que estén vinculados y representen a la sociedad dominante”. En ese caso, “si la decisión o voto de tales administradores resultara decisivo para la aprobación, corresponderá a la sociedad y, en su caso, a los administradores afectados por el conflicto de interés, probar que el acuerdo es conforme con el interés social en caso de que sea impugnado y que emplearon la diligencia y lealtad debida en caso de que se exija su responsabilidad”.
El recurso, expresamente justificado en la exposición de motivos, al art. 190, 3º LSC no es, con todo, el último dictum del proyecto, que cierra el precepto en cuestión, como ahora cerraré el presente commendario, con la posibilidad de que los administradores deleguen la aprobación de operaciones intragrupo sujetas a conflicto de interés “en órganos delegados o en miembros de la alta dirección siempre y cuando se trate de operaciones celebradas en el curso ordinario de la actividad empresarial, entre las que se incluirán las que resultan de la ejecución de un acuerdo o contrato marco, y concluidas en condiciones de mercado”. Más que de una delegación, parece que se trate de una deslegalización, sobre todo en el caso de que se efectúe a favor de los altos directivos.