El rigor metodológico es una razonable aspiración científica del mundo jurídico que, para ser debidamente justipreciado, debe pasar, no obstante, el filtro de la realidad práctica. De poco servirá aquel planteamiento, por correcto que pueda parecer desde un punto de vista dogmático, si no logra ser encajado adecuadamente en los propósitos que animan la realización de los actos y negocios jurídicos. No se trata de postular, desde luego, una visión puramente instrumental del Derecho que pueda servir para todo tipo de fines, incluidos los inconfesables, sobre la base de una orientación que bien pudiéramos calificar de “amoralismo jurídico”; tampoco resulta pertinente que el operador jurídico, de acuerdo con un principio de “indiferencia jurídica” utilice aleatoriamente las instituciones, sin tomar en consideración su particular teleología, bajo el pretexto, del todo infundado, de que así se servirá mejor a la dinámica social, ciertamente inspiradora de la evolución del Derecho en tantas ocasiones.
Resulta, por ello, oportuno trabajar en una visión integral del Derecho, a fin de que las rigurosas exigencias propias del método y la técnica jurídicas puedan hacerse compatibles con los objetivos pretendidos por quienes intervienen en el tráfico, y ahí nuestra disciplina, es decir, el Derecho de sociedades, juega un papel relevante. Y es que, cuando hablamos de Derecho privado patrimonial, situándonos incluso fuera de la actividad empresarial en el mercado, no es precisamente extraño que aparezca, con diferente alcance e intensidad, alguna persona jurídica de naturaleza societaria, cuyas circunstancias y regulación específica condicionan en numerosas ocasiones el curso mismo de los actos y negocios jurídicos que puedan llevarse a cabo.
De esta realidad, descrita en este momento con una abstracción muy superior a lo que me parece conveniente, tenemos ejemplos cotidianos, muchas veces insertos en el marco de las vicisitudes propias de un importante patrimonio familiar, cuya organización, titularidad y reparto dan lugar con frecuencia a conflictos diversos; en ellos suelen aflorar, al lado de intereses legítimos y respetables, cuya tutela por el ordenamiento resulta plenamente justificada, actitudes y conductas que, bien de manera incontrolada, bien mediante una cuidadosa preparación, dan lugar a graves tensiones, frente a las cuales el Derecho sólo puede ofrecer la solución, casi nunca plenamente satisfactoria, del proceso, susceptible, cuando menos, de ofrecer certeza y seguridad jurídica.
A un supuesto de esta naturaleza me quiero referir en el presente commendario, de acuerdo con el conjunto de circunstancias que aparecen contempladas en la sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Civil) 284/2020, de 11 de junio de 2020, de la que ha sido ponente el magistrado Pedro José Vela Torres. Se nos habla allí de un “entramado negocial” del que formaban parte operaciones jurídicas de diverso alcance (compraventa de acciones, condonación de deuda, acuerdo de reducción del capital social) situadas todas ellas en el ámbito del Derecho privado y referidas a algunos miembros de una misma familia, si bien impulsadas por un propósito de “aligeramiento” tributario, de acuerdo con lo que resultó de un dictamen profesional emitido por un despacho especializado en cuestiones de esta naturaleza.
En el centro del asunto se situaba una sociedad anónima familiar, de carácter patrimonial, propietaria de un inmueble en Madrid en el que se había establecido un negocio de antigüedades regentado por uno de los hijos. Los padres, fundadores de la sociedad y poseedores de la gran mayoría del capital, en el que también participaban sus tres hijos, pretendían que la propiedad del indicado inmueble pasara al hijo titular del negocio para lo que se articuló el indicado “entramado negocial”, siguiendo el consejo del despacho consultado. De este modo, y como primera pieza, los padres vendieron mediante escritura pública un elevado número de acciones de la sociedad a su hijo empresario, pagando éste una parte del precio y quedando aplazado el resto durante un año, sin intereses; no obstante, al día siguiente de celebrado dicho contrato, los padres, en documento privado, “donaron” a su hijo, de forma pura y simple, el crédito del que eran titulares por razón de la compraventa.
Dos meses después, la sociedad familiar acordó reducir el capital mediante amortización de acciones y restitución de aportaciones; en tal sentido, se amortizaron las acciones del hijo empresario (las inicialmente poseídas, más las que había adquirido de sus padres), adjudicándosele el inmueble de Madrid donde tenía establecido su negocio de antigüedades. El acuerdo de reducción se adoptó en junta universal y por unanimidad, siendo elevado a público y ejecutado por otro de los hijos, administrador único a la sazón de la sociedad.
Tres años y medio después, la propia sociedad anónima y los otros dos hijos demandaron a los padres y al hijo empresario interesando la nulidad del contrato de compraventa de acciones, así como la del “contrato” (sic) por el que se redujo el capital de la sociedad familiar, con los efectos registrales correspondientes; y todo ello, sin perjuicio de que, si no fuera posible la devolución del inmueble, satisficiera su propietario a los demandantes el precio de mercado correspondiente, que se estimaba en una cantidad cercana al millón de euros. En síntesis, la demanda venía a sostener “que todo el negocio complejo de compraventa y adopción de acuerdos sociales de amortización…tenía por finalidad encubrir una donación del inmueble” a favor del hijo empresario. En primera instancia, fue desestimada la demanda, fallo confirmado por la Audiencia Provincial, del mismo modo que sucedió con los recursos de infracción procesal y de casación, interpuestos ante el Tribunal Supremo, y desestimados por éste en la sentencia que nos ocupa.
Dentro de las muchas cuestiones interesantes del supuesto de hecho y de los distintos fallos a él relativos, interesa destacar que el Supremo parte precisamente del “entramado negocial”, situándolo dogmáticamente dentro del importante asunto, no del todo esclarecido entre nosotros, de los contratos mixtos y los contratos coligados. Se destaca, en tal sentido, que “cuando la voluntad concorde de las partes, o la unidad del interés o función negocial que se articula en los diferentes contratos así lo exija, el negocio en su conjunto debe ser considerado como una unidad jurídicamente orgánica y, por lo tanto, interrelacionada, de suerte que sus posibles consecuencias (incumplimiento, resolución, nulidad, etc.) deben ser comunes”. Se trata, sigue el Supremo, de “contratos interdependientes”, de modo que la conexión causal entre ellos “es inescindible”, por lo que “la finalidad del negocio no puede lograrse de forma aislada con cada uno de los contratos que lo integran”.
Sobre la base de este planteamiento, cabría pensar, fundadamente, que el alto tribunal daba cauce a la pretensión de los demandantes, para quienes, como ya se ha dicho, no resultaba posible individualizar los contratos realizados, dado que todos ellos respondían a un único propósito (la donación del inmueble de Madrid a uno de los hijos). No fue éste, sin embargo, el criterio finalmente adoptado por diversas razones que aquí conviene sumariamente exponer. Buena parte de ellas, además, estaban referidas a la vertiente societaria del asunto, que constituía, cabría decir, la “columna vertebral” del entramado negocial llevado a cabo.
Ya se advirtió por la Audiencia un problema procesal relativo a la interposición de la demanda de imposible superación. Consistía en que la propia sociedad anónima actuaba como demandante, solicitando la declaración de nulidad de todos los negocios realizados y, por tanto, de un acuerdo adoptado por su junta general. En tal sentido, destacó dicho órgano jurisdiccional que la impugnación del acuerdo de reducción del capital había de llevarse a cabo por el camino legalmente establecido en la LSC, con particulares requisitos en punto a la legitimación, tanto activa como pasiva, ciertamente diversos de los pertinentes en relación con los otros dos contratos del entramado negocial. Por este motivo, resultaba de todo punto imposible reconocer legitimación activa a la sociedad anónima familiar, la cual, en su caso, sólo podría tener la de carácter pasivo.
El Tribunal Supremo recoge este argumento al afirmar decididamente “la imposibilidad de anular un acuerdo social sin demandar a la sociedad en cuyo seno se adoptó”. Pero no se detiene ahí, sino que, sobre la base de la prueba practicada, de imposible revisión en el trámite casacional, reitera que el acuerdo de reducción “se adoptó en una junta universal por unanimidad de todos los accionistas, entre ellos los ahora demandantes”, uno de los cuales, además, “certificó el acuerdo social adoptado, lo elevó a público ante notario y entregó el inmueble” al hijo empresario. Y prosigue el alto tribunal indicando que “respecto de los demandantes, no hubo la clandestinidad u ocultación que suele acompañar a la simulación contractual” (alegada por aquéllos), pues, por el contrario, “los hermanos ahora recurrentes conocieron y consintieron la transmisión del inmueble” y uno de ellos, administrador a la sazón de la sociedad, “colaboró decisivamente en su consumación”.
Fijadas las circunstancias del caso en estos términos, tampoco ve problema la sentencia que nos ocupa en relación con el acto de liberalidad, por parte de los padres, de condonar “la parte aplazada del precio de la compraventa de las acciones revestida de donación de crédito”; se trata, a su juicio, de un acto civilmente lícito “porque estaba dentro de las facultades de disposición de los progenitores”, a la vez que venía refrendado por lo dispuesto en el Derecho civil vasco, de aplicación al caso, con sus particularidades en torno a la legítima, de carácter colectivo y no individual, como es sabido, sin posibilidad de presumir la inoficiosidad en tanto no se produjera la delación de la herencia.
No me extenderé, por lo demás, en reseñar algunas interesantes consideraciones de la sentencia en torno a la causa de los contratos, donde el Supremo reitera su naturaleza de “causa objetiva, abstractamente considerada”, dejando fuera de ella el móvil subjetivo, entendido como “realidad extranegocial, a no ser que las partes lo incorporen al negocio”. Más interesante resulta confirmar el relieve del Derecho de sociedades en el supuesto de hecho enjuiciado, que vendría a funcionar, dentro del entramado negocial establecido, como “centro organizador” del mismo, sin perjuicio, claro está, de la finalidad de minoración tributaria a la que ya se ha hecho referencia.
Al margen de las circunstancias del caso expuesto, y de su relativa complejidad, tratada con habilidad y orientación sintética en la sentencia reseñada, me queda la duda de qué podrá hacerse, como criterio general, frente a aquellos acuerdos de una junta que, sin haber sido impugnados en el plazo legalmente establecido y no ser contrarios al orden público, estén afectados por vicios relevantes, de manera que resulte, al menos, discutible su validez. El tema es importante y de él se ha ocupado alguna resolución de la antigua Dirección General de los Registros y del Notariado, oportunamente reseñada en esta sección; del mismo modo, se observa también en el caso estudiado, más allá de lo que pueda pensarse en materia de actos propios, al haber pasado más de tres años entre el acuerdo de la junta y la interposición de la demanda de nulidad contra el entramado negocial en su conjunto.
No faltan en nuestra doctrina quienes postulan, en tales casos, la imposibilidad de ir más allá de lo que el régimen de la impugnación de acuerdos sociales permite, dentro de su particular cauce; tampoco resulta sencillo, por otra parte, encontrar una argumentación adecuada para dar cauce a aquellas pretensiones que hayan quedado insatisfechas, por la razón antedicha, y se basen en el propósito, ciertamente legítimo, de combatir la vigencia de un acuerdo social cuyo contenido, así como, en su caso, el del negocio adoptado para su ejecución, se considere contrario al ordenamiento jurídico. Hay aquí un buen tema para la reflexión y me permito sugerir para su debido tratamiento la lectura del trabajo “Impugnación de acuerdos sociales: aspectos sustantivos”, debido al notario de Madrid Cruz Gonzalo López-Muller Gómez, y publicado en Garrido de Palma, V.M. (dir), Instituciones de Derecho privado, tomo VI (Mercantil), volumen 2º (Cizur Menor, Aranzadi, 2020, pp. 249-570). Este completo estudio, prácticamente un tratado sobre la cuestión, se ocupa, con admirable rigor, de la materia indicada, aportando consideraciones de sumo interés.