Un nuevo Real Decreto-ley, y van… Me refiero al Real Decreto-ley 34/2020, de 17 de noviembre, de medidas urgentes de apoyo a la solvencia empresarial y al sector energético, y en materia tributaria. En este conglomerado de cuestiones heterogéneas, coherente, por otra parte, con el ritmo regulador característico del estado de alarma en el que, si no me equivoco, seguimos sumidos, las materias jurídico-mercantiles tienen su lugar, como es sabido, en relación directa, sobre todo, con las vertientes societaria y concursal. Hay muchas otras dimensiones en esa inacabable retahíla de normas, basadas, como se nos recuerda de continuo, en la situación de “extraordinaria y urgente necesidad” que impregna nuestra vida; todas ellas radican en el ámbito de la actividad económica en el mercado, expandiendo sus efectos hasta las más recónditas esquinas del entramado institucional y también de la entera sociedad que le sirve de sustento.
Nos encontramos, una vez más, ante un nuevo ejemplo de Derecho de la crisis, magnitud ésta todavía no bien delimitada y que a despecho de su apariencia excepcional se está consolidando como un elemento cotidiano de la vida jurídica, en plano sustancialmente equivalente, cuando no de abierta superioridad, al que resulta propio del cada vez más insólito “Derecho ordinario”. No constituye este último sintagma, y me parece necesario reconocerlo, una fórmula feliz, aunque todos creemos entender el conjunto de supuestos que le sirve de base. El caso es que, frente a él, el Derecho de la crisis gana espacio en la vida jurídica, no de manera paulatina, sino con la agilidad y el vértigo de un auténtico pura sangre, sin que quepa adivinar el momento en que pueda recuperarse la normalidad reguladora, si se admite la expresión.
Resulta tentador establecer una cierta identificación entre el Derecho de la crisis y la llamada (cada vez menos, por otra parte), “nueva normalidad”; al margen de los diversos elementos comunes que entre ambos extremos podrían enunciarse, la idea del Derecho de la crisis goza, no obstante, de un cierto significado directamente derivado de la situación crítica a la que intenta poner remedio. No es una “fórmula vacía”, como, en mi criterio, debe decirse de la nueva normalidad; y es que ese calificativo, como recordaba mi maestro en el Derecho político, D. Nicolás Ramiro Rico (cfr. su libro El animal ladino y otros estudios políticos, Madrid, Alianza Universidad, 1980, p. 108), distingue a un enunciado que “sin decir nada impide decir algo, por modesto que ese algo sea”.
Pues bien, en el singular marco delimitado por la nueva normalidad y el estado de alarma se mueve, una vez más, el Real Decreto-ley 34/2020, cuya incidencia en el Derecho de sociedades, particularmente, quiero destacar en el presente commendario. Y no porque, en rigor, encontremos alguna orientación novedosa frente a sus precedentes, alguno de los cuales ha sido reseñado también aquí. La idea inspiradora es, una vez más, la misma que hemos apreciado en anteriores ocasiones y consiste, como criterio fundamental, en prolongar la situación de excepcionalidad hace tiempo establecida, de modo que, a pesar de las dificultades de todo orden derivadas de la pandemia, resulte posible la continuidad en lo que atañe a la organización y el funcionamiento de las personas jurídicas de Derecho privado.
Es en el art. 3 del Real Decreto-ley 34/2020 donde encontramos la normativa reguladora que nos interesa bajo una fórmula amplia, precisamente identificada con la indicación subjetiva recién mencionada; así, dicho precepto contempla las “medidas extraordinarias aplicables a las personas jurídicas de Derecho privado”, recurriendo a una división singular, quizá justificada respecto de las sociedades cotizadas, pero no tanto en lo relativo a las restantes sociedades mercantiles de capital. Y todo ello, sin perjuicio de la alusión explícita a otras personas jurídicas, de base asociativa o no, a las que la norma en estudio pretende extender su disciplina, dictada -conviene reiterarlo- por la situación excepcional que nos afecta.
Con esta referencia (“excepcionalmente”) comienza el precepto, cuyo principal objetivo es extender al entero año 2021 la plena legitimación para que las personas jurídicas en él contempladas puedan quedar exentas de la observancia de la regulación, tanto legal como estatutaria, relativa a la convocatoria y funcionamiento de sus órganos decisorios. Y sin perjuicio de los matices contenidos en el art. 3, bien puede decirse que nos encontramos ante una normativa sustancialmente unitaria, cuyo sentido primario no es el de derogar la regulación existente sobre tales sujetos, que queda, cabría decir, en “estado latente”, sino el de poner en primer plano un conjunto de reglas habilitantes susceptibles de hacer posible, como antes dije, la continuidad organizativa y funcional de la persona jurídica.
En tal sentido, el precepto se ocupa, de entrada, de las “sociedades de capital”, de las que distingue dos grandes categorías, sin preciso asiento en la LSC. De un lado, se refiere a las sociedades anónimas, en las que, sin expreso fundamento en los estatutos, podrá el consejo de administración “prever en la convocatoria de la junta general la asistencia por medios telemáticos y el voto a distancia en los términos previstos en los artículos 182 y 189 del Real Decreto Legislativo ¡/2020, de 2 de julio, y del artículo 521 del mismo texto legal, en el caso de las sociedades anónimas cotizadas, así como la celebración de la junta en cualquier lugar del territorio nacional”.
De otro lado, agrupa el legislador a las sociedades de responsabilidad limitada y las comanditarias por acciones, en las cuales, y sin necesidad, igualmente, de expresa habilitación estatutaria, se podrá celebrar “la junta general por videoconferencia o por conferencia telefónica múltiple, siempre que todas las personas que tuvieran derecho de asistencia o quienes los representen dispongan de los medios necesarios, el secretario del órgano reconozca su identidad, y así lo exprese en el acta, que remitirá de inmediato a las direcciones de correo electrónico”.
No termina de resultar clara la razón que haya podido llevar al legislador a separar, en bloque, a las sociedades anónimas de las restantes sociedades de capital, más allá de la disciplina establecida en los preceptos citados en la norma. Pero es que, al margen de las sociedades cotizadas, es perfectamente posible que un buen número de sociedades anónimas (por supuesto, cerradas) estén tipológicamente más cerca de la limitada (nada diré, por vergüenza académica, de la inexistente comanditaria por acciones) y, por tal razón, puedan encontrarse más “cómodas” con el tratamiento digital dispensado a estas últimas.
Por otra parte, no parece dudoso, fuera, una vez más, de las sociedades cotizadas, que haya sociedades anónimas carentes de consejo de administración, y regidas, en tal sentido, por una fórmula administrativa no colegiada. ¿Habrá de entenderse, entonces, y con interpretación estrictamente literal, que no sea posible en ellas la asistencia por medios telemáticos y el voto a distancia de los socios para que pueda celebrarse la junta general? Parece absurdo este resultado, y sin conocimiento expreso de la finalidad de la norma, no queda otro remedio que invocar a la analogía o, de manera más abstrusa, postular una reducción teleológica que lleve la aplicación del art. 3, 1º a) del Real Decreto-ley 34/2020 al ámbito de la normalidad societaria.
Siguiendo con el análisis, ciertamente sumario, del precepto en estudio, hay que aludir a lo previsto para las restantes personas jurídicas de Derecho privado, idéntico en su sustancia y en su letra a la disciplina, recién expuesta, establecida para las sociedades limitadas y comanditarias por acciones. Se distingue, así, entre el “resto de personas jurídicas de Derecho privado”, incluyendo bajo este calificativo a las asociaciones, sociedades civiles y sociedades cooperativas, y las fundaciones. En todos los casos, con independencia de la naturaleza, carácter o denominación del órgano (junta general, asamblea de asociados o de socios, patronato), se afirma la posibilidad de que se celebren sus reuniones por videoconferencia o conferencia telefónica múltiple, con la intervención del secretario, a fin de reconocer la identidad de los participantes, y expresa mención de tal extremo en el acta, que se remitirá de inmediato a las correspondientes direcciones de correo electrónico.
Sorprende el contenido asignado a la expresión, más doctrinal que otra cosa, “personas jurídicas de Derecho privado”. No entran en ella las fundaciones, aunque se les dispense el mismo tratamiento, y tampoco las sociedades mercantiles de naturaleza personalista. Esta última ausencia no parece dudosa, tal y como se expresa el art. 3, 2º del Real Decreto-ley 34/2020; a pesar de ello, y de que, por supuesto, sean muy pocas las sociedades colectivas y comanditarias simples activas entre nosotros, no quedará más remedio que recurrir, de nuevo a las técnicas hermenéuticas antes indicadas, sin perjuicio de que en este caso el esfuerzo dogmático parece de mayor alcance ante el olvido –no se me ocurre mejor calificativo- del legislador.
Los diversos apartados del precepto recién mencionado no son, propiamente, reglas que hayan de observarse en todo caso, pues resulta evidente su carácter, digamos, facultativo, como consecuencia de la utilización, en diversos tiempos, del verbo “poder”. Por ello, no creo que sea discutible afirmar la validez, por ejemplo, de la junta general de una sociedad de responsabilidad limitada que se lleve a cabo con arreglo a lo establecido en la ley y, en su caso, en los estatutos. Sólo cuando las limitaciones derivadas del estado de alarma no hagan posible tal reunión, el indicado carácter facultativo, ya advertido en la norma, se volverá imperativo, haciendo inviable cualquier propósito de formar la voluntad social al margen de lo dispuesto en el Real Decreto-ley 34/2020.
Por las muchas incertidumbres que afectan a nuestra vida en las circunstancias presentes, no parece discutible la adopción de medidas reguladoras como la que acabo de referir con carácter sintético. Lo cierto es que el Derecho de la crisis y la excepcionalidad inherente al mismo se han convertido, como decía al principio, en un elemento constante de la realidad cotidiana, sin que sea posible predecir su continuidad, bajo esta u otras modalidades. Para concluir este commendario, recordaré de nuevo a D. Nicolás Ramiro Rico, el cual, a la altura de los años setenta del pasado siglo, nos decía a algunos alumnos reunidos en su seminario de la Facultad de Derecho de Zaragoza, inquietos por la situación política vigente por entonces en España, cuya continuidad parecía insuperable, que no debíamos preocuparnos, pues llevábamos “más de treinta años de excepcionalidad”, y la excepcionalidad, concluía el maestro, por su propia naturaleza no podía durar mucho más. Ojalá suceda ahora lo mismo.