La ingente labor legislativa llevada a cabo durante los ya muchos meses de la crisis, tanto sanitaria como económica, producida por la pandemia, ha suscitado entre los juristas considerable interés y no faltan las aportaciones doctrinales de distinto alcance ocupadas en desentrañar el sentido de las normas promulgadas, siempre con la vista puesta en su adecuado entendimiento y, por supuesto, en su aplicación. Carecemos hasta el momento, sin embargo, de resoluciones suficientes para formar un cuerpo sólido de criterios que, más allá del juicio técnico que puedan merecer los distintos elementos integrantes de este nuevo Derecho de la crisis, sirva para proporcionar a los ciudadanos y a los operadores económicos la imprescindible seguridad jurídica. Al margen de algunas sentencias, pronunciadas en la órbita, cada vez más relevante, de la protección en el trabajo (sobre todo en el sector sanitario), no conozco pronunciamientos judiciales en el terreno que, para simplificar, podemos denominar de “Derecho de la Economía”, ni en el ámbito, más restringido, del Derecho de sociedades.
En esta sección me he referido en diversas ocasiones, bien que de manera sumamente esquemática, a esa regulación, por lo común expresada mediante el formato del Real Decreto-ley, sin duda la “muleta” preferida por los gobiernos en etapas críticas, como se vio en el pasado con motivo de la Gran Recesión y que, en el momento presente, está asumiendo un relieve parecido, si no mayor. Promulgadas las correspondientes normas con la urgencia y carácter excepcional propios de todo Derecho de la crisis, resulta imprescindible apreciar su contraste con la realidad práctica; ello es así, sobre todo, cuando esa misma realidad se desliza por caminos quizá no formalmente comprendidos en la regulación, pero que responden, en apariencia, a vivas necesidades sentidas por quienes buscan en la regulación considerada un instrumento de alivio de sus dificultades.
Por su carácter urgente, así como por proyectarse sobre una situación de particular dificultad, puede comprenderse fácilmente la recomendación, con hondo relieve en nuestra tradición jurídica, de interpretar el Derecho de la crisis de manera estricta, evitando analogías o interpretaciones extensivas. Sobre esta base, cuando la institución llamada a resolver un determinado conflicto se encontrara con una interpretación de esta naturaleza por parte de los destinatarios de la norma, su decisión, en la línea de lo que se acaba de exponer, no debería resultarle difícil. Sin embargo, las cosas, por lo común, no son siempre tan lineales, menos en el Derecho y menos todavía, a mi juicio, en situaciones como la presente, cuando la necesidad, sentida de manera acuciante en tantas instancias, de “salvar los muebles” -si se me permite la licencia- resulta tan perentoria y a la vez tan difícil de lograr.
Estas consideraciones me parecen pertinentes para presentar al lector de este commendario la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 19 de noviembre de 2020 (BOE de 7 de diciembre), la cual constituye un ejemplo relevante y notorio de aplicación del Derecho de la crisis en materia de sociedades mercantiles de capital, concretamente del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, modificado, a su vez, por el Real Decreto-ley 11/2020, de 31 de marzo. La cuestión venía centrada, como se imaginará, en la hermenéutica del art. 40 del primer texto citado, a propósito precisamente de la posibilidad de que los órganos de administración de dichas sociedades pudieran celebrar, durante el estado de alarma y sin necesidad de previsión estatutaria, sesiones no presenciales, adoptando los oportunos acuerdos, mediante las posibilidades en él reconocidas.
En el presente caso, la cuestión disputada se refería a la celebración el día 2 de junio de 2020 de una junta general de una sociedad de responsabilidad limitada en la que se acordó el nombramiento de auditores, titular y suplente. Lo peculiar de esa junta fue que los acuerdos se adoptaron por escrito y sin sesión, aunque no existía previsión estatutaria al respecto. Por tal motivo, y sin perjuicio de otras circunstancias no directamente relacionadas con la temática que ahora nos ocupa, el registrador mercantil no practicó la inscripción solicitada, al entender que ese modo de adopción de acuerdos sólo procedía, sobre la base de lo dispuesto en el Real Decreto-ley 8/2020, para los órganos de administración, pero no para la junta general. El notario autorizante de la escritura presentada a inscripción interpuso el correspondiente recurso, desestimado por la Dirección General.
Como punto de partida de su resolución, recuerda el Centro directivo algunos pasajes relevantes del Real Decreto-ley 8/2020, esencialmente referidos a su exposición de motivos, por un lado, y a lo dispuesto en el art. 40, 1º, por otro. Si en aquélla se alude a los “órganos de gobierno de las personas jurídicas de Derecho privado”, en el precepto se menciona, más detalladamente, a “los órganos de gobierno y de administración de las asociaciones, de las sociedades civiles y mercantiles”, así como al “consejo rector de las sociedades cooperativas” y el “patronato de las fundaciones”. Toda esta enumeración, según es notorio, se explica por el propósito legislativo de facilitar la celebración de las sesiones de dichos órganos, aun sin expresa habilitación estatutaria, gracias al empleo de las nuevas tecnologías, en concreto, la videoconferencia, de manera que se “asegure la autenticidad y la conexión bilateral o plurilateral en tiempo real con imagen y sonido de los asistentes en remoto”.
Sin perjuicio de este marco genérico, el párrafo segundo del citado art. 40, igualmente citado por la Dirección General, también permitía que los citados “órganos de gobierno y de administración” adoptaran sus correspondientes acuerdos “mediante votación por escrito y sin sesión siempre que lo decida el presidente”; y, en todo caso, deberán adoptarse en tal forma “cuando lo soliciten, al menos, dos de los miembros del órgano”.
En atención a este enunciado literal, duda el Centro directivo de que sea posible aplicar a las juntas generales de las sociedades mercantiles la citada habilitación normativa. Y siguiendo el cauce abierto por dicha duda, se afirma nítidamente en la resolución que lo más ajustado “a la interpretación literal y sistemática de tales normas es que esa forma excepcional de adopción de acuerdos sociales queda circunscrita a los acuerdos del órgano de administración, sin que pueda aplicarse a la junta general de socios”. Criterio éste, según indica la propia Dirección General, confirmado “pocos días después” por lo dispuesto en la disposición final 1.13 del Real Decreto-ley 11/2020.
Es verdad, prosigue la resolución, que el art. 41 del Real Decreto-ley 8/2020 alude expresamente a los “órganos de gobierno” de las sociedades cotizadas, abarcando dicho precepto tanto al órgano de administración como a la junta general. Con todo, esta circunstancia “no puede prevalecer sobre el sentido que resulta del propio contexto del artículo 40 que específicamente regula la adopción de acuerdos de las sociedades de responsabilidad limitada”. Para abonar esta interpretación, advierte el Centro directivo que el enunciado del precepto en estudio adquiere pleno sentido por referirse “tanto al órgano de administración de las sociedades mercantiles (denominación que, en puridad, corresponde al órgano de gobierno de las mismas) como a los órganos de gobierno de otras personas jurídicas”.
Esta última mención permite a la Dirección General extenderse sobre otras manifestaciones contenidas en el citado art. 40 cuando se refiere de manera expresa, por ejemplo, al “consejo rector” de las sociedades cooperativas. Si, por tal motivo, se ha prescindido de toda alusión a la asamblea general de dichas personas jurídicas, carecería de sentido incluir dentro de su ámbito a la junta general de las sociedades mercantiles “que es el órgano equivalente a dicha asamblea”. También pertenecen a este modo de razonar ulteriores referencias al contenido del tantas veces citado precepto, como, por ejemplo, la mención concreta de su tercer párrafo cuando se alude a los “órganos de gobierno” de las sociedades mercantiles a propósito de la formulación de las cuentas anuales. O, por último, cuando se menciona expresamente a la junta general en algunos de sus apartados, eso sí, en el marco de otros supuestos.
Terminan las consideraciones del Centro directivo sobre la materia en estudio reiterando el papel de refuerzo de “la interpretación literal, lógica y sistemática” por él sostenida a propósito de lo dispuesto en el art. 40 del Real Decreto-ley 8/2020 que ha de atribuirse al ya citado Real Decreto-ley 11/2020 y, más concretamente, a su disposición final 1.13. Allí se estableció, como es bien sabido, una expresa habilitación normativa para la celebración por video o por conferencia telefónica múltiple de “las juntas o asambleas de asociados o de socios”; indicación ésta, concluye la Dirección General, “que no sería necesaria si la referencia a los órganos de gobierno de la sociedad contenida en el…apartado 1 del artículo 40 incluyera a la junta general”. Tal cosa supone reconocer que el legislador podía haber atribuido a la junta general (de “órgano soberano” la califica en estas alusiones finales el Centro directivo) en su momento la posibilidad de celebrar sesiones y adoptar acuerdos mediante votación por escrito y sin sesión, pero no lo hizo.
Termina aquí la parte de la resolución relativa al elemento central del recurso, sin perjuicio de que, a continuación, el Centro directivo se ocupe de otras cuestiones (como si era posible hablar de junta universal, a propósito de los acuerdos adoptados por escrito y sin sesión, o si cabía considerar “acta notarial” a la levantada por el notario autorizante de la escritura), a las que no se hará alusión aquí por quedar fuera del ámbito de cuestiones referidas directamente a la aplicación del Derecho de la crisis.
En este sentido, resulta necesario indicar, de entrada, que la doctrina sostenida por la Dirección General es, sin duda, ortodoxa y se basa en los cánones hermenéuticos consolidados entre nosotros, de acuerdo con lo establecido en el art. 3 del Código civil. No parece posible, en este primera aproximación, considerar equivocada la línea de pensamiento establecida en ella, que, asumiendo la calificación negativa formulada en su momento por el registrador mercantil, ha impedido la inscripción de los acuerdos adoptados por escrito y sin sesión en la junta general de una sociedad de responsabilidad limitada durante el estado de alarma.
Creo, no obstante, que cabe exponer algún reparo a este modo de proceder, en atención, precisamente, a las características singulares del estado de alarma, concebido, en esencia, como el mejor modo de combatir la propagación del coronavirus, sin que su misma excepcionalidad sirviera para bloquear por completo el funcionamiento de las personas jurídicas y, en particular, de los operadores económicos en el mercado. Convendrá decir, una vez más, que el Real Decreto-ley 8/2020, así como los muchos que han venido después, constituye un ejemplo nítido de Derecho de la crisis, cuya aplicación, por su propia naturaleza, habrá de revestir caracteres singulares, sin que quepa trasladar a las correspondientes tareas hermenéuticas sic et simpliciter el modo de operar del jurista en un contexto, digamos, de “normalidad reguladora”.
Me adelanto a la posible objeción que asomará a la mente de más de un lector del presente commendario: no pretendo defender, con lo dicho en el párrafo anterior, una suerte de “manos libres” en la interpretación del Derecho de la crisis, y entiendo, así, que había buenas razones para considerar excluidas a las juntas generales de las sociedades mercantiles de la habilitación normativa contenida en el art. 40 del Real Decreto-ley 8/2020. Pero que esas razones existieran, no quiere decir que fueran las únicas ni que, del mismo modo, fueran las más importantes. Me apoyo para ello en dos órdenes distintos de consideraciones.
El primero es de alcance general y se refiere a la plena aceptación por parte de la Dirección General de lo que usualmente se suele denominar “tácita racionalidad del legislador”. Es dudoso que esta suerte de paradigma pueda considerarse del todo acertado en situaciones de normalidad; con mayor razón, resulta sumamente discutible cuando se ha producido una alteración social (y por tanto, jurídica) tan relevante como la derivada de la pandemia.
Del mismo modo, es dudoso, viniendo a temas más concretos (y este sería el segundo orden de consideraciones), que la repetida alusión en el precepto analizado (aunque no sólo en él) a los “órganos de gobierno y de administración” de las personas jurídicas, incluyendo a las sociedades mercantiles, deba interpretarse exclusivamente en el sentido contemplado en la resolución. Y ello, porque, en primer lugar, la idea misma del “gobierno”, como elemento distintivo y calificador de algún órgano concreto de las personas jurídicas, no resulta nítida en sí misma ni tampoco dentro del ordenamiento jurídico español; en su ámbito, y antes de la pandemia, no era frecuente encontrar tal denominación, a salvo, quizá, de lo dispuesto en el art. 14 de la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de fundaciones, a propósito del patronato, órgano auténticamente de gobierno, pero no el único posible dentro del régimen relativo a dichas personas jurídicas; es más, en dicho precepto se contempla al patronato, según es notorio, como órgano necesario, y se le califica como “un órgano de gobierno y representación” de la fundación.
Pero, en segundo lugar, hay otras razones para dudar de que el planteamiento del Centro directivo en este asunto sea del todo correcto. Y no sólo por lo que, en tal sentido, se dice en el art. 41 del Real Decreto-ley 8/2020, es decir, en plena pandemia, a propósito de las sociedades cotizadas, quizá la figura tipológica menos adecuada para considerar incluida a la junta general en la categoría de los “órganos de gobierno” societarios. Fuera del marco estricto de las sociedades cotizadas, es donde, al contrario, podemos encontrar mejor fundamento para sostener la condición “gubernativa” de la junta de las sociedades mercantiles de capital. Así ha de afirmarse por razones tipológicas, plenamente ciertas en el caso de tantas pymes y de numerosas sociedades de mayor tamaño; pero también por la vigencia de preceptos como el art. 161 LSC, previsto en un principio únicamente para las sociedades limitadas y extendido por dicha norma también a las anónimas.
Dicho argumento adquiere mayor vigor, si cabe, a la vista de la calificación de la junta general como “órgano soberano de la sociedad”, tal y como se hace en la resolución que nos ocupa. En numerosas ocasiones, he mostrado mis reservas al empleo de este calificativo, por otra parte frecuente en distintos ámbitos, como es el caso, sin duda, de la Jurisprudencia y, en menor medida, de la doctrina. Menos intensa sería mi oposición si nos refiriéramos a la asamblea general de una sociedad cooperativa, figura igualmente contemplada en el Real Decreto-ley 8/2020 y también en la resolución analizada, como ha habido ocasión de advertir con anterioridad.
Pero, al margen de cualquier cautela y centrándonos, a tenor de lo visto en el expediente, en las sociedades mercantiles de capital, si se opta, como hace el Centro directivo por asumir la condición soberana de la junta, sin mayores matizaciones, será muy difícil excluirla de esa categoría de los “órganos de gobierno” correspondientes a las personas jurídicas, tan imprecisa y tan decididamente asumida en el Derecho de la crisis derivado de la pandemia.
A la hora de valorar la resolución en estudio, no resulta posible excluir, por lo demás, un argumento directamente derivado de la pandemia, y al que, de modo persistente, se alude en el recurso gubernativo interpuesto en el presente caso. Si entre las finalidades del Real Decreto-ley 8/2020 (así como de numerosas normas posteriores) destacaba la de evitar los contagios, para lo que fomentaba la realización de sesiones no presenciales por parte de los órganos de gobierno y de administración de las personas jurídicas, ¿no sería, posible, sobre esta misma base teleológica, admitir la viabilidad de las juntas generales a distancia, sin sesión, de carácter telemático, o, en cualquier caso, carentes de la presencia de los socios?
Termino aquí, aunque no pretendo con esta decisión cerrar un debate que me parece no sólo interesante, conceptualmente hablando, sino del mayor relieve desde un punto de vista práctico y que la Dirección General, mediante la resolución analizada, ha puesto de manifiesto quizá de manera inadvertida. Sólo diré que necesitamos con urgencia una suerte de “dogmática del Derecho de la crisis”, elaborada sobre la base de realidades tan acuciantes como las sufridas en la actualidad, que se vienen a sumar, por otra parte, a las vividas, de manera más circunscrita, durante la llamada Gran Recesión, y en la que deberá jugar un papel relevante la perspectiva teleológica. Disponemos únicamente de algunas fórmulas elementales que han llegado hasta nosotros desde un pasado más o menos remoto y cuya aparente claridad y sencillez (pensemos en el postulado de la “interpretación estricta” de las normas críticas) no son suficientemente comprensivas ni ayudan a encauzar los abundantes y novísimos problemas a los que nos enfrentamos.