Los principios configuradores llevan en nuestro Derecho de sociedades algo más de tres décadas sin que su indiscutible vigencia, no interrumpida hasta el momento, haya permitido saber exactamente en qué consisten, más allá de su notoria función como límite a la autonomía de la voluntad, como se deduce del art. 28 LCS. La doctrina, nunca muy abundante al respecto, y ahora casi ausente, no ha conseguido ofrecer una imagen suficientemente delimitada de los mismos, y la Jurisprudencia, más habitual, se caracteriza por un tratamiento de la cuestión excesivamente genérico y a la vez, por paradójico que pudiera parecer, simplificador. No son escasas, por lo demás, las ocasiones en las que, bien el Tribunal Supremo, bien la antigua Dirección General de los Registros y del Notariado, han aludido a los principios configuradores, aunque, por lo común, su enunciado o su contenido en la correspondiente sentencia o resolución no ha solido servir como auténtica ratio decidendi del litigio o expediente en cuestión.
Podrá decirse que la verdadera causa de esta notoria insuficiencia, que planea sobre nuestro ordenamiento sin aparente posibilidad de superación, se debe a la propia actitud del legislador; como es bien sabido, desde que los principios configuradores “aterrizaron” en el Derecho español de sociedades, a través de la LSA de 1989, como primera referencia, contamos única y exclusivamente con la fórmula, ya estereotipada, que sigue figurando, sin alteraciones, en el citado art. 28 LCS. No es, desde luego, la primera vez que esto sucede ni, desde luego, será la última; el Derecho privado español, según es notorio, contiene distintas fórmulas genéricas, cuyo mantenimiento intangible dentro de la norma correspondiente ha hecho posible que, sobre todo, la Jurisprudencia haya podido actualizar, según el momento y las circunstancia sociales relativas a la aplicación de la misma, el contenido valorativo, indeterminado a priori, de cada una de ellas.
No ha sucedido lo mismo, o, al menos, no ha sucedido hasta el momento, en lo que atañe a los principios configuradores. Aunque nunca es buena la impaciencia, el tiempo transcurrido desde la entrada en vigor de la ya derogada LSA de 1989 parece más que suficiente para saber a qué atenernos respecto de una categoría que, sobre el papel, es decir, de acuerdo con los criterios hermenéuticos de general aplicación entre nosotros, queda muy lejos de ser considerada irrelevante. Y es que no sólo no estamos seguros de cuál sea el contenido de tales principios, sino que ni siquiera sabemos cuántos son, cuestión esta última que me recuerda siempre aquellas dudas metafísicas de Groucho Marx en alguna de sus películas (“¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Quiénes somos? Y, sobre todo, ¿cuántos somos?”).
No sería extraño, por tanto, que, trayendo a colación un enunciado significativo en nuestro Derecho histórico, surgieran actitudes que, respecto de los principios configuradores, postularan una suerte de “se obedece, pero no se cumple”, sobre cuya base terminarían siendo almacenados, indefectiblemente, en el baúl de los recuerdos. Con todo, esta actitud, quizá iconoclasta, siempre me ha parecido inconveniente, y no sólo por el debido respeto a la ley, cuya inobservancia consciente y deliberada, sobre todo cuando es el resultado de un sistema basado en el rule of law, no trae más que inestabilidad social y enfrentamiento civil, circunstancias ciertamente contrapuestas a los valores que se han de promover desde un ordenamiento jurídico merecedor de dicho nombre.
Para conseguir, entonces, que los principios configuradores pasen del texto de la ley a la realidad societaria y cumplan la función para la que, en apariencia, los concibió el legislador, convendría, a mi juicio, volver sobre nuestros pasos y situarnos, prácticamente, en la línea de salida. Puesto que no sabemos lo que son, la actitud habría de ser, en apariencia, similar a la de aquellos filósofos que durante bastantes décadas del siglo XIX –época infausta para la Filosofía- no encontraron otra manera de “reanudar el tracto” que volver sobre los textos de Kant, leyéndolos con devoción, para ver, como recuerda Ortega, “si los entendían”.
A tenor, entonces, del propio enunciado normativo, tres han de ser los extremos a los que el jurista deberá atender en su periplo analítico. Y aunque parezca elemental, digno incluso de aquella película titulada “Bienvenido, Mr. Chance” (protagonizada estelarmente por Peter Sellers), no podemos ignorar que nos encontramos ante “principios”, distinguidos por el hecho de ser “configuradores” y que afectan, finalmente, al “tipo social elegido”. Este tratamiento disgregado puede resultar fructífero porque, con diverso grado, es perfectamente posible comprender los tres extremos recién enunciados de manera individual, sin perjuicio luego de su agregación en sede normativa y también, por supuesto, aplicativa.
El hecho de que sean, en primer lugar, “principios” nos obliga a situarnos en un terreno propiamente no normativo, de progresiva importancia, no obstante, ante la insuficiencia del positivismo, para la operatividad del ordenamiento y para el proceder mismo del jurista. Si, por regla general, toda norma es susceptible de descomponerse en supuesto de hecho y consecuencia jurídica, nada de eso es aplicable al principio. Éste, como acertadamente advirtió hace tiempo Gustavo Zagrebelsky, es “autoevidente”, pues no enlaza elementos de la realidad con los efectos que, con arreglo a su particular valoración, haya podido establecer el legislador.
En tal sentido, el principio es, en sí, una unidad estricta, susceptible, no obstante, de “absorber” en su perenne enunciado los elementos, todos o algunos, de la cuestión disputada. Por tal motivo, su tratamiento, en sede de aplicación del Derecho, no puede llevarse a cabo con arreglo a las pautas habituales de análisis de las normas jurídicas, en sentido estricto; y ello, incluso, con independencia de si el principio, como sucede en ocasiones, se encuentra expresamente recogido en algún precepto.
El segundo término (“configuradores”) viene a expresar una cualidad singular de los principios objeto de consideración por el legislador. Si configurar, según el DRAE, es “dar determinada forma a algo” y, por su parte, configuración, según la misma fuente, alude a la “disposición de las partes que componen una cosa y le dan su forma y sus propiedades”, resulta evidente que nos encontramos ante una clase de principios dotada de un relieve verdaderamente decisivo. No se trata sólo de que los principios en cuestión recojan valores relevantes respecto de la figura o cosa a la que se refieren, sino que estos mismos entes llegan a ser lo que son gracias a dichos principios. De esta proposición, difícilmente discutible, cabe deducir, entonces, que no todos los principios relativos a las sociedades de capital, imaginables o realmente existentes, serán configuradores ni podrán tener la función que a estos ha asignado el legislador en el art. 28 LCS.
Por su parte, el tercer y último segmento de la formulación (el “tipo social elegido”) nos sitúa ante un extremo de significado diverso respecto de los anteriores. Se advierte en él, desde luego, una muy notoria concreción, frente a la generalidad de los “principios”, de un lado, así como un poderoso efecto constructivo (“configuradores”), de otro, nociones ambas que, a priori, y quizá de manera inevitable, resultan abiertas y de muy amplio espectro, sin perjuicio de su particular determinación en sede aplicativa.
No sólo concreción, sin embargo, implica la referencia expresa al “tipo social elegido”; también puede decirse que, de entrada, proporciona al jurista una evidente seguridad. Y es que, al margen ahora de lo dispuesto en el art. 122 C. de c., la propia LCS, gracias a distintos preceptos, en especial su art. 1, parece establecer sin posibilidad de duda cuáles serán los tipos sociales en ella regulados y a los que, por tanto, podrá extenderse la “voluntad electora del tipo”, de la que con tanta frecuencia se ocupó en el pasado nuestra mejor doctrina.
A la vista de lo que antecede, me parece que el modo más adecuado de iniciar el análisis relativo al significado, contenido y alcance de los principios configuradores consistirá en invertir el planteamiento que vengo desarrollando hasta el momento; es decir, situarnos en la parte final del enunciado (“tipo social elegido”), por su concreción, por su advertida seguridad y porque es en el ámbito institucional delimitado por dicho enunciado donde ha de plasmarse el relieve jurídico de los principios configuradores.
Me apresuro a señalar que en este aparente “contradecirme a mí mismo” no hay, así lo creo, oposición de argumentos ni, lo que sería más grave, frivolidad analítica. Era necesario, con carácter previo, descomponer la formulación legal, de escasa claridad en su conjunto, en sus tres elementos integrantes, a fin de saber, tomándolos individualmente, el plano de la realidad en el que cada uno habría de situarse. Una vez conseguido este propósito, parece lógico partir desde el segmento dotado de mayor firmeza y, sobre su base, como acabo de señalar, avanzar en la determinación de los principios configuradores y de lo que significan para el Derecho de sociedades.
Hay, con todo, algunos matices importantes a la hora de comenzar la tarea, todos ellos debidos al esencial dinamismo de los fenómenos societarios y también de su Derecho regulador, aunque el texto legislativo básico de dicha categoría -la LSC- no los haya tenido debidamente en cuenta. Me refiero, esencialmente, a la necesidad de comprender con la mayor precisión posible la expresión “tipo social elegido”; dicho de otra manera, se trata de saber si al lado de la sociedad anónima, la sociedad de responsabilidad limitada y la sociedad comanditaria por acciones pueden identificarse otros tipos a lo largo y ancho de la propia LSC. La respuesta más sencilla a esta pregunta, aparentemente fácil, sería la negativa, de modo que la sociedad cotizada, la sociedad limitada nueva empresa y la sociedad limitada de formación sucesiva no serían otra cosa que modulaciones o, quizá mejor, modelos específicos de una categoría más amplia (el tipo social), en tales casos referida, respectivamente, a la sociedad anónima y a la sociedad de responsabilidad limitada.
No estoy seguro de que esta respuesta, que cuenta a su favor con buenos argumentos, sea del todo correcta, a la altura de nuestro tiempo, en particular por lo que se refiere a la sociedad cotizada, cuya progresiva conversión en una figura autónoma, sin perjuicio de su carácter de anónima, parece fuera de toda duda. Con mayor intensidad habría que proseguir este planteamiento en relación con la sociedad anónima europea, ni que decir tiene, auténtico tipo social, si bien de ámbito europeo, susceptible en todo caso de elección y de consiguiente domiciliación en territorio español.
Mucho más reducida es la singularidad de las sociedades limitadas “especiales” antes mencionadas, si bien, como en los casos anteriores, aunque con menor desarrollo, nos sitúan ante modelos societarios específicos. No es el momento ahora de profundizar en el debate de si el actual Derecho de sociedades es más una ordenación de modelos, antes que de tipos, atribuyéndose a los primeros una mayor adaptabilidad a la situación concreta, frente a la superior rigidez del tipo.
En lo que interesa para el presente commendario, y a fin de conseguir la reactivación de los principios configuradores, me parece sumamente útil “dilatar”, si vale el término, la fórmula “tipo social elegido”, de modo que pueda llevarse a su núcleo la realidad efectiva de los modelos societarios. Y aunque no resulte posible discutir la condición de anónimas a una gran sociedad cotizada, de un lado, y, de otro, a una pequeña sociedad familiar, dotada de esa forma, pero con un notorio carácter cerrado, gracias, entre otras cosas, a la presencia en sus estatutos de cláusulas restrictivas de la transmisibilidad de las acciones, no deberían ser exactamente iguales los principios configuradores de una u otra, sin perjuicio de que en materias más formales que sustantivas encontráramos algún núcleo común entre ellas.
Si hubiera que sacar alguna conclusión de lo dicho hasta este momento, creo que no sería difícil sostener que la efectividad de los principios configuradores, pues su vigencia, hoy por hoy, no se encuentra en entredicho, puede conseguirse partiendo de una suerte de cruzamiento entre la tipicidad y la tipología, sin que quepa desconocer, a mi juicio, la prioridad sustancial de esta última. En tanto que aquélla nos ofrece una “foto fija”, a la vez que esquemática, de las sociedades de capital, la tipología, puesta de manifiesto en la pluralidad de modelos realmente existentes, descubre, gracias a su dinamismo y a su arraigo en la realidad concreta, lo que constituye el núcleo del tejido empresarial, y permite deducir de todo ello las “constantes” societarias, necesitadas, por tal circunstancia, de la debida tutela.
Con este último término, sin embargo, no quiero decir que, a propósito de nuestro tema, nos encontremos ante unas esencias inmutables, válidas en todo momento y situación, al margen de lo que la realidad, en cada caso, pueda recomendar o, incluso, imponer. Por ello, y en trance de comenzar el “dibujo” de los principios configuradores, considero recomendable una técnica impresionista, de modo que, una vez más con palabras de Ortega, adoptemos un estilo pictórico consistente en “negar la forma externa de las realidades y en reproducir su forma interna: la masa cromática interior”.