No ha sido una sorpresa la promulgación dela Ley 5/2021, de 12 de abril, por la que se transpone la directiva 828/2017, de 17 de mayo de 2017, del Parlamento europeo y del Consejo, sobre fomento de implicación a largo plazo de los accionistas, y que, entre otras muchas cosas, modifica la LSC en una serie fundamental de aspectos. Esa modificación responde, una vez más, al esquema de política legislativa que gira bajo la fórmula “reforma y adaptación”, consagrada entre nosotros mediante la Ley 19/1989, de 25 de julio, precisamente titulada “de reforma parcial y adaptación de la legislación mercantil a las Directivas de la Comunidad Económica Europea”. Desde entonces, se ha venido reiterando dicho planteamiento en diversas ocasiones, sobre todo cuando, como en el momento presente, la necesaria adaptación al contenido de una directiva europea ha creado el imprescindible caldo de cultivo para una reforma de tono estrictamente nacional.
Pero, como es bien sabido, el “acto final” del presente trámite legislativo no permite ocultar que su “iter formativo” (como diría el profesor Fernández Novoa) ha sido largo y complejo. Y aunque ambos calificativos sirvan para describir con precisión algunas de las dificultades, objetivas y de contenido, relativas al texto que nos ocupa, quizá los principales problemas se hayan derivado de las circunstancias asociadas a la pandemia, generadoras, como es notorio, de una intensa actividad normativa cuyo relieve para la cotidiana realidad societaria no requiere ser destacado en este momento.
Sin perjuicio, entonces, de este singular “Derecho de la crisis”, necesitado de un análisis más detenido –todavía por hacer- desde el punto de vista de su inserción en el entero ordenamiento, resulta evidente que con la Ley 5/2021 se retoma la continuidad normativa en el ámbito societario, siempre condicionada por el Derecho de la Unión europea. No es seguro, con todo, que dicha Ley sea una pieza más del “continuado proceso de perfeccionamiento del Derecho de las sociedades mercantiles”, al que, con notorio optimismo, se refería la exposición de motivos de la LMESM; tampoco es seguro que con la Ley 5/2021 vaya a quedar afectada la “voluntad de provisionalidad” con la que nació la propia LSC, según referencia, una vez más, de su exposición de motivos.
Y es que las manifestaciones retóricas, aun situadas en los preámbulos de las leyes, donde podría admitirse, tal vez, una cierta dosis de libertad expresiva, pero también de “autobombo”, por parte del legislador, tienen escasa utilidad cuando se trata de establecer un régimen jurídico determinado, como sucedía con los textos citados y ahora, del mismo modo, con la Ley 5/2021. Asumiendo, por tanto, la inexorable necesidad de centrarnos, esencialmente, en la “austera prosa de la ley positiva”, da la impresión, como primer criterio sobre la misma, que en la modificación de la LSC se han acentuado los aspectos propios de la reforma, frente a lo debido por causa de adaptación.
Así se advierte, sobre todo, en la abundancia de cambios que se percibe dentro del ámbito específico de la sociedad cotizada, desde los relativos a la identificación de los socios, hasta el régimen de los administradores, con particular incidencia en su retribución, pasando por la incorporación de las acciones de lealtad, merced a un detallado tratamiento, por el amplio conjunto de modificaciones relativas al aumento de capital, así como, por último, en materia de operaciones vinculadas. Gracias a este amplio repertorio de novedades, se acentúa notoriamente el perfil autónomo de la sociedad cotizada en nuestro Derecho, acercándose, de manera sustantiva y no tanto formal, a una situación de “cuasi tipicidad”.
Por otra parte, la digitalización, en parte vinculada con el Derecho de la crisis derivado de la pandemia, el estatuto de los administradores y, dentro de él, sobre todo, el objetivo de prevenir los conflictos de interés, representan otros tantos ámbitos donde se pone de manifiesto la razón de ser fundamental de la Ley 5/2021 en lo que atañe al Derecho de sociedades. Me limitaré a mencionar, en tal sentido, el relieve del que disfrutan ya en nuestros días la asistencia telemática a las juntas, así como la posibilidad misma de que puedan celebrarse a distancia de manera exclusiva. Conviene prestar atención, en tal sentido, a lo dispuesto en los arts. 182 y 182 bis LSC, que perfilan desde una perspectiva aparentemente intemporal, sin perjuicio de su notoria vinculación a los acontecimientos derivados de la pandemia, la asunción en el ámbito de la Junta de la perspectiva propia de la digitalización.
También interesa analizar con cuidado la disciplina establecida en punto a las personas vinculadas con los administradores, con la concreta modificación del art. 231, 1, d) LSC, así como, de manera especialmente relevante, el nuevo régimen sobre las operaciones intragrupo, que da lugar al art. 231 bis LSC. Este precepto, ya contemplado en las versiones previas de la Ley 5/2021, bien podría considerarse una pieza significativa del, por ahora, sumamente esquemático régimen de los grupos de sociedades en nuestro Derecho. Es llamativa la inserción del artículo, por lo demás, en la concreta regulación de los administradores sociales, con lo que se destaca, de manera más bien implícita, el vínculo entre este órgano y el funcionamiento efectivo de la empresa de grupo. No parece inconveniente señalar, con todo, la deuda que el régimen establecido parece mostrar respecto de lo que se ha dado en llamar la “orientación organizativa” a la hora de elaborar la disciplina societaria del grupo, en detrimento de la tradicional “orientación protectora”.
Al margen, en cualquier caso, de todos estos temas, cuya importancia se revela por su solo enunciado, querría dedicar el resto de este commendario a una modificación contenida en la Ley 5/2021, también relativa a los administradores sociales, y cuya incorporación a su texto parece haberse producido en las fases últimas de la tramitación parlamentaria. Me refiero a la frase añadida al párrafo primero del art. 225 LSC, en el que se contempla, como es bien sabido, el deber de diligencia de los administradores, como primera pieza de los deberes fiduciarios a ellos impuestos en nuestro Derecho.
Pues bien, sin tocar el párrafo mencionado, tal y como resultó de la reforma de la LSC llevada a cabo por la Ley 31/2014, se ha añadido ahora, al modo de una coletilla final, que los mismos administradores, que habrán de desempeñar su cargo con la diligencia de un ordenado empresario, también deberán “subordinar, en todo caso, su interés particular al interés de la empresa”. Dicha frase, ciertamente clara en cuanto a la expresión de una particular jerarquía entre los intereses susceptibles de confluir en un hipotético conflicto, parece necesitada de análisis, lo que, de manera esquemática, a tono con los caracteres específicos de todo commendario, me propongo realizar en la parte final del actual.
Como primera cuestión, resulta obligado mencionar el carácter poco común de la fórmula desde una perspectiva puramente normativa. Aunque no estoy del todo cierto, me da la impresión de haberla visto únicamente, dentro de un enunciado más amplio, en el hoy casi olvidado “Informe Aldama”, del año 2003, el segundo eslabón en los códigos de buen gobierno de nuestro país. Tal constatación, sin embargo, no impide afirmar que, desde el punto de vista doctrinal, la referencia al “interés de la empresa” no ha sido infrecuente, si bien en los últimos años parece haber perdido buena parte de su relieve.
Por otra parte, la mención del interés de la empresa, precisamente en un contexto tan relevante como el relativo al deber de diligencia de los administradores, y con la escueta expresión consignada en la norma, no resulta evidente por sí misma y deja muchas dudas sobre su particular contenido. No se aclaran esas dudas con la lectura de la exposición de motivos, pues en su apartado VIII el legislador se ha limitado a decir, sin desvelar, por supuesto, en que podría consistir dicho interés, que la modificación del art. 225, 1º LSC se ha llevado a cabo “para reforzar el deber de diligencia de los administradores, en consonancia con las exigencias del buen gobierno corporativo”.
Aunque la cuestión necesitaría mayor análisis, me da la impresión de que, mediante esta reforma, se hace más notoria la distancia entre los dos deberes fiduciarios impuestos por la LSC a los administradores sociales; y es que, el deber de diligencia (“reforzado”, no lo olvidemos, con la Ley 5/2021) viene referido directamente al “interés de la empresa”, en tanto que el deber de lealtad (art. 227 LSC) se circunscribe al “interés de la sociedad”, al que se antepone, como es sabido, el término “mejor”, en una clara traslación de la disciplina vigente en el Reino Unido.
La diferencia en la expresión, que ambas magnitudes muestran, es seguramente reflejo de alguna diferencia de contenido, que vendría todavía a complicarse algo más si subimos a la palestra al “interés social”, del que se nos habla, con particular relieve, a propósito de la impugnación de los acuerdos de la junta general (art. 204, 1º LSC). Si ya la cuestión parecía problemática con dos términos en liza, más cercanos, por otra parte, de lo que cabría presumir, sin perjuicio del diferente enunciado, a la vista de su común ubicación en el ámbito de la persona jurídica societaria, ahora se añade un tercero en discordia, de menor homogeneidad expresiva.
La fórmula que nos ocupa, por lo demás, se debe de manera exclusiva a la voluntad del legislador nacional y resulta complicado entrar en averiguaciones sobre su auténtico significado, sin que, al mismo tiempo, nos sirva de mucho atribuir la modificación examinada a una determinada orientación política. Podría considerarse, tal vez, que invocar el interés de la empresa significa traer a colación un planteamiento institucional a la hora de considerar las consecuencias de la actividad económica en el mercado llevada a cabo por una sociedad de capital. O, dicho de otra forma, con la citada expresión se estaría dando entrada en el marco de la propia sociedad de capital a intereses y posiciones distintos de los correspondientes a los socios, pudiéndose llegar, incluso, a una orientación pluralista en el tema que nos ocupa, a tono, tal vez, con ideas específicas de la reforma de la empresa, que vuelven a tener actualidad muy recientemente.
Me parece plausible este criterio, como consecuencia, quizá, del protagonismo asumido por la responsabilidad social corporativa y, con mayor amplitud, por la sostenibilidad, sólo tímidamente reflejadas en nuestro Derecho positivo, tanto firme, como, de manera más nítida, blando, gracias, en particular, a la reforma del código de buen gobierno de las sociedades cotizadas llevadas a cabo en junio del pasado año. Pero, aunque esta posición pueda sostenerse con cierta solidez, el cuadro resultante en nuestro Derecho de sociedades dista mucho de ser coherente y no es dudoso que la pluralidad terminológica antes mencionada, reflejo de puntos de vista no precisamente coincidentes, introduzca un factor no desdeñable de inseguridad, tanto en lo que se refiere, de manera particular, a la actuación de los administradores, como, con criterio más amplio, en la arquitectura genérica de las sociedades mercantiles de capital. Y no me referiré al asunto, ciertamente espinoso, pero decisivo, de si el interés de la empresa podría considerarse equivalente, en su caso, al interés del grupo.
Por lo dicho, entiendo que la introducción del interés de la empresa en el art. 225, 1º LSC puede traer más inconvenientes que ventajas, sin que, al mismo tiempo, se sepa con claridad las finalidades concretas de política jurídica que la han inspirado. No creo, por otra parte, que se trate de una invocación retórica ni, mucho menos, que se haya acogido con finalidad cosmética. Su posible influencia en la práctica societaria, cuestión que sólo el transcurso del tiempo podrá mostrar, requeriría, a mi juicio, una labor de desarrollo legislativo más intensa en el terreno de la responsabilidad social y de la sostenibilidad, antes invocadas. Pero el tratamiento normativo de estas magnitudes, como nos revela ejemplarmente la práctica, tanto nacional como internacional, está lejos de resultar sencillo, no sólo por la dificultad de predisponer las adecuadas técnicas reguladoras, sino por la ausencia de criterios, claros y distintos, de política jurídica al respecto.
A la hora de releer este commendario, antes de publicarlo, me han venido a la mente algunas reflexiones que Enrique Tierno Galván plasmó en sus memorias a propósito del desempeño político de su colega y, por lo visto, también amigo, Torcuato Fernández-Miranda, cuyo relieve en la Transición política ha sido lamentablemente ignorado. Decía el viejo profesor (cfr. Cabos sueltos, Barcelona, Bruguera, 1981, p. 427) que Torcuato “poseía el don de asociar términos equívocos en frases aún más equívocas”, y destacaba con indudable admiración (p. 569) “su gran capacidad estilística para convertir el idioma en una red de nudos confusos que diesen como resultado imaginario transparencia y claridad”.
No me parece difícil calificar a las expresiones examinadas en este commendario como “términos equívocos”, y tampoco me resulta imposible pensar que lleguen a convertirse en “nudos confusos”, con red o sin ella, dentro del Derecho español de sociedades de capital. Está por ver, con todo, si esa aparente confusión podría desembocar en una situación de mayor nitidez, susceptible de facilitar la interpretación y aplicación de ese mismo Derecho. Para esa función necesitaríamos, tal vez, a un Fernández-Miranda societario o, a lo mejor, varios, vaya usted a saber.