Haremos una pausa en el camino, por definición sin fin a la vista, que afecta a esta página web y más concretamente a “El Rincón de Commenda”. Fijado su objeto en el tratamiento de cuestiones relativas al Derecho de sociedades, no parece inconveniente soslayar por un día la temática propiamente societaria; así, en este commendario, marginaré las urgencias derivadas de la reciente reforma legislativa de la LSC, de la actividad persistente de nuestros tribunales a propósito de las cada vez más frecuentes controversias societarias, sin perjuicio de la también habitual consideración de las resoluciones del Centro directivo. Me voy a ocupar, así, de otro asunto, cuyo alejamiento aparente de nuestra disciplina quizá no sea sustancial, por lo que, al final de la aventura, quizá quepa extraer de este desvío alguna conclusión útil.
No voy a hablar del sempiterno problema de las relaciones entre las dos ramas del Derecho privado; doctores, y muy buenos, ha tenido la cuestión, aunque no estaría de más, en el momento presente, volver sobre los pasos de los maestros y tratar el asunto desde la perspectiva, sin duda original, que marca el momento presente. Me voy a referir, más bien, a un asunto menos arduo desde el punto de vista dogmático, pero no carente de importancia: se trata del diferente modo en que nuestro legislador se viene ocupando del Derecho civil y del Derecho mercantil en los últimos años. Antes de entrar en materia, debo manifestar que la inspiración para este commendario no viene de mi propio caletre, sino que me la ha proporcionado el editorial, verdaderamente interesante, publicado en El notario del siglo XXI, nº 96 (marzo-abril) de 2021, en sus pp. 3-4.
El escrito, breve pero enjundioso, lleva por título “El Derecho civil (común), ese olvidado”, y destaca algunas cuestiones concretas de esa disciplina necesitadas de reforma hace tiempo y que, por diversas circunstancias, permanecen como estaban, lo que permite dudar de su adecuación a las necesidades actuales de la sociedad. En ese ámbito del Derecho civil, presta el editorial atención particular al Derecho de sucesiones, cuyo estancamiento, que podríamos calificar de secular, contrasta con la aceleración que ha experimentado en distintas comunidades autónomas, cuya competencia en el ámbito del Derecho civil ha llevado a introducir cambios sustanciales en muy diversos sectores de dicha materia frente al persistente inmovilismo de la legislación común.
Detalla el editorial algunas de esas manifestaciones legislativas, provenientes de distintas comunidades autónomas. No me detendré en enumerarlas, siendo, como son, bien conocidas, y cuya paulatina elaboración no parece que se vaya a detener a corto plazo. Podría decirse, desde luego, que esas normas autonómicas responden a necesidades del momento presente, a las que no se ha dado respuesta, conjunta y común, en toda España por la inacción del legislador. Y no faltaría razón a este criterio, a la vista, entre otras cosas, del ya dilatado tiempo que lleva durmiendo en algún cajón ministerial un texto por tantos motivos necesario y relevante como el Proyecto de modernización del Derecho de obligaciones y contratos, que, como instrumento de reforma del Código civil en la materia, se elaboró con tanto cuidado en la Comisión general de codificación.
Con todo, el motivo determinante de tanta legislación autonómica sobre el Derecho de sucesiones no parece residir, al menos de manera exclusiva, en ese propósito de actualización y modernización; se advierte, sin duda, dicha finalidad como criterio expresivo de la correspondiente política legislativa de cada Comunidad autónoma; propósito modernizador que, por otra parte, no cabe identificar, en mi criterio, con el “fondo identitario”, si se admite la expresión, de cada territorio, del que se nutren tantas manifestaciones y controversias en nuestros días. Para el editorial, y estoy plenamente de acuerdo, esa intensa “política legislativa” puede comprenderse con mayor exactitud si nos fijamos no tanto en el adjetivo, es decir, en el instrumento normativo donde venga a concretarse, sino en el nudo sustantivo; y ello, sin que esta lucha por el poder territorial, se lamenta de nuevo el texto que vengo glosando, haya sido objeto de la moderación pertinente por el Tribunal Constitucional.
Queda, así, una imagen insatisfactoria del Derecho civil, entendido como Derecho común, fórmula hoy poco usada frente a su permanente presencia en otras épocas, incluso en los manuales de la asignatura, como el debido a D. José Castán, que tuve la oportunidad de estudiar y apreciar, de la mano de ese gran maestro que fue José Luis Lacruz, autor, por cierto, de una más que destacada obra científica en el marco, precisamente, del Derecho de sucesiones.
Sostiene el editorialista que, tal vez, el legislador “común”, si se da por buena ahora esta insólita, pero no inexacta fórmula, sufra de un endémico cansancio, al igual que le pasó con motivo de la transposición de las directivas comunitarias en materia de Derecho de sociedades tras el ingreso de nuestro país en la Unión europea. Es bien sabido, y en esos mismos términos se expresó, con su clásica agudeza, José Manuel Otero Lastres, a propósito del escaso tratamiento que, en ese contexto, se dispensó a la sociedad de responsabilidad limitada, tras concentrar su atención –y su esfuerzo- en adaptar el régimen de la sociedad anónima a las muchas exigencias de las normas europeas.
Pero el cansancio, indudablemente existente por aquellos tiempos (han pasado más de tres décadas desde la Ley 19/1989), no ha impedido que, con posterioridad, la regulación del Derecho de sociedades haya avanzado considerablemente, y no sólo por la imprescindible atención a las directivas y reglamentos de la Unión europea; la dimensión reformista, en clave exclusivamente nacional, resulta ser, desde hace considerable tiempo, un elemento constitutivo más del Derecho español de sociedades, seguramente en línea con otros muchos ordenamientos. Y aun cabría decir que ese permanente “tejer y destejer”, buscando la mejor adecuación de la normativa societaria a la realidad del tráfico, es consustancial al entero Derecho mercantil, con actuaciones legislativas constantes, aunque no siempre coherentes, en diversos sectores, uno de ellos tan significativo en tiempos de crisis como el Derecho concursal.
El autor del editorial al que me refiero se ha tomado la molestia de contar el número de veces en que tanto LSC, como la Ley concursal han sido modificadas desde su promulgación, con la común condición de ser esas dos grandes piezas de la arquitectura jurídico-mercantil textos refundidos. Es, desde luego, cierto, que todas esas modificaciones (diecisiete de la LSC y veintiocho de la LC) no se han caracterizado por ser siempre relevantes, aunque, por lo común, hayan disfrutado de la no sé si positiva condición de afectar a materias sensibles y destacadas, rozando en el caso del Derecho concursal la posibilidad de lograr un completo desajuste del sistema, solo paliado con el todavía reciente TRLC.
Echa en falta el editorial que el legislador no haya prestado al Derecho civil la misma atención que a las materias propias del Derecho mercantil, tal vez porque, de nuevo, llegue a las puertas de aquél con el agotamiento producido por su incansable actividad en éste; y es que “lo urgente le quita energías para lo importante”, si bien el relieve del Derecho común, con especial atención “a la persona, la familia, el patrimonio y la sucesión”, configura un ámbito que para el mundo jurídico, pero también para la sociedad entera, “no es solo importante, sino también urgente”.
Así concluye el texto en estudio que, como se podrá deducir de lo escrito, me ha parecido acertado, y no sólo interesante. El único matiz, si es que cupiera formular alguno, es el de que el nítido mensaje en él contenido llega tarde, tal vez porque el editorialista, al igual que el legislador, se vea afectado por un no pequeño cansancio. Y es que el tiempo transcurrido desde el ingreso de España en la Unión europea, por tomar una referencia segura e importante, aunque podríamos ir más atrás, hasta el comienzo mismo del régimen democrático, ha sido una época caracterizada por una intensísima actividad legislativa, superadora, incluso, de aquella legendaria “motorización”, tan censurada por Carl Schmitt, como elemento distintivo de la época contemporánea en lo que al Derecho se refiere.
Las competencias normativas, además, han florecido como hongos, también en el Derecho privado, si hacemos excepción de nuestro Derecho mercantil, dentro del cual, no obstante, encontramos una frondosa regulación en el sector, lamentablemente desaforado, de las sociedades cooperativas. A pesar de ello, la disciplina conserva una importante matriz unitaria, desde luego por su propia naturaleza, pero también porque, por encima de nosotros, se encuentra, rememorando a George Orwell, esa suerte de Big Brother que es la Unión europea (si se me permite la licencia), para cuyos propósitos no resulta precisamente conveniente la fragmentación legislativa.
Sin postular, por lo demás, una igualdad estricta, a la postre empobrecedora, sí creo que deberíamos reivindicar, y me baso para ello en el “impulso” que me ha proporcionado la lectura del editorial tantas veces citado, un Derecho civil (común) que ofreciera a los ciudadanos una sustancial igualdad de posibilidades, un punto de partida equivalente, en suma, en relación con los distintos órdenes a que dicha disciplina atiende (Derecho de sucesiones incluido), con independencia del lugar de su nacimiento o de su residencia permanente. No se me oculta el hecho de que esta sencilla formulación supone una labor ingente, teniendo en cuenta, sobre todo, la consolidación, también en la esfera jurídica, de un pensamiento diferenciador, no fácil de conciliar, precisamente, con lo que el establecimiento de esa deseable igualdad de posibilidades implica. Pero es importante darse cuenta de la trascendencia de dicho propósito y de los efectos beneficiosos que una actuación legislativa orientada a su tenor traería consigo.
Termino este commendario, a modo de pausa entre otros menesteres, con la convicción de que no ha sido motivado por el cansancio y que, a la vez, esa parada puede tener alguna repercusión positiva para la labor ordinaria si se practica con regularidad. Intento seguir así el ejemplo de Sócrates, tal y como nos lo cuenta Platón, cuando dirigiéndose al Symposio (o Banquete) se detuvo un buen rato para exponer a su acompañante (¿quizá Agatón?) algunas ideas que le rondaban por su inquieta cabeza filosófica. Volveremos muy pronto, en todo caso, al Derecho de sociedades, aunque en este commendario no lo hayamos olvidado del todo. Y es que se trata, como bien recuerda el editorial que nos ha acompañado hasta aquí, de una materia no sólo importante sino también urgente, capaz -sin intención alguna, eso sí- de cansar al legislador para algunas de sus muchas tareas.