No parece necesario destacar la importancia que para la resolución de los conflictos societarios juega el arbitraje. Y no se trata sólo de una cuestión actual, aunque en nuestros días haya adquirido un extraordinario desarrollo con motivo de su inclusión en los estatutos sociales bajo determinadas condiciones y requisitos; desde hace mucho tiempo, como es sabido, el arbitraje se convirtió en compañero inseparable de la andadura de las sociedades mercantiles, perdiendo, no obstante, buena parte de su relieve al hilo de diversos acontecimientos, bien conocidos y analizados por la doctrina, que venían a poner de manifiesto recelos considerables en torno a su pertinencia dentro de nuestra disciplina. Desde hace ya bastantes años, esa suspicacia ha dado paso a una actitud significativamente contraria, no sólo desde un punto de vista doctrinal, sino, cabría decir, social, colectivo; es destacable, en tal sentido, la positiva valoración que de la justicia arbitral se advierte en medios empresariales, sobre cuya base han proliferado cortes y árbitros de diferentes características, cuya actividad no parece precisamente pequeña.
No me extenderé en glosar los méritos del arbitraje, cuya normativa reguladora ha experimentado cambios relevantes en este siglo, con particular incidencia en el campo del Derecho de sociedades, como se deduce de su específico tratamiento por el art. 11 bis de la vigente Ley de arbitraje, tras su reforma de 2011. Esos méritos se suelen concentrar, por lo común, alrededor de la idea de rapidez en el desarrollo del procedimiento y en la formulación de los correspondientes laudos, de cuyo contenido, no obstante, sabemos más bien poco, por no decir prácticamente nada.
Es este un asunto sobre el que convendría meditar, pues parece evidente que los árbitros llamados a pronunciarse sobre las cuestiones societarias aplican el ordenamiento, incluso en el mero arbitraje de equidad, de modo que, con tales decisiones, experimentarán alguna afectación las vigas maestras, pero también las menos relevantes, de la disciplina. Teniendo en cuenta, además, que el arbitraje merece ser calificado, en términos generales, como un “equivalente jurisdiccional”, aunque solo sea a los efectos de la declaración de cosa juzgada y la susceptibilidad de la ejecución forzosa, resulta de especial interés para la comunidad jurídica el conocimiento preciso de los laudos.
Sólo en contadas ocasiones, llegamos a saber lo que los árbitros hayan podido establecer y en el presente commendario quiero referirme a una de esas ocasiones, hecha posible, precisamente, por una reciente sentencia del Tribunal Constitucional, inserta, por lo demás, en una continuada línea de tratamiento por este relevante órgano de las cuestiones relativas al arbitraje. Me refiero a la STC 17/2021, de 15 de febrero, sumamente conocida en los medios profesionales, que trae causa de un destacado laudo arbitral emitido a propósito de un supuesto de conflicto, permanente e intenso, entre los socios de una sociedad de responsabilidad limitada, de carácter familiar, dotada de un boyante patrimonio y con significativa presencia en la realidad empresarial. Adelanto que, mediante el fallo del alto tribunal, lo que llegamos a conocer es el núcleo de la decisión del árbitro, consistente en declarar la disolución de la sociedad en cuestión, con apertura del proceso de liquidación, pronunciamiento al que se añadía el cese de los administradores sociales; los argumentos que condujeron a este resultado quedan, sin embargo, ajenos a nuestro conocimiento.
Fue en abril de 2016 cuando varias socias de la sociedad formularon, con arreglo al art. 26 de los estatutos sociales, demanda de arbitraje de equidad contra el socio restante, en solicitud de que se declarase su derecho de separación de la sociedad o la disolución y liquidación de la sociedad misma, por entender que el comportamiento de este último en sede societaria constituía un “continuo e insoportable abuso de derecho” derivado de “su posición de control en la sociedad familiar”. Formulada la demanda en estos términos, el árbitro emitió su laudo, con el contenido antes referido, aceptando la realidad del abuso del derecho, con pérdida de la affectio societatis y equiparando la situación a ciertas causas legales de disolución, como son la imposibilidad manifiesta de conseguir el fin social o la paralización de los órganos sociales.
El socio en cuestión impugnó el laudo, por considerarlo nulo de pleno derecho, al entender que resultaba contrario al orden público, y la sala de lo civil y penal del Tribunal Superior de Justicia de Madrid dictó sentencia con fecha 8 de enero de 2018, por la que estimaba la demanda, lo que trajo consigo la nulidad del laudo. Para el TSJ Madrid no se produjo infracción del orden público por razones propiamente societarias, ya que, según su criterio, “la jurisprudencia admite la disolución de la sociedad, sobre todo en sociedades en las que existen dos socios o dos grupos de socios enfrentados entre sí, como es el caso, incluso acudiendo directamente, sin necesidad de convocatoria de junta, a la disolución judicial”.
Con todo, entendió el tribunal madrileño que el laudo, aun siendo de equidad, no se encontraba suficientemente motivado; lo único que en la decisión arbitral se percibía, a su juicio, es que el abuso derivaba exclusivamente del ejercicio del voto múltiple, sin haber reparado el árbitro en que dicha facultad había sido confirmada en distintos procedimientos judiciales, con sentencias no impugnadas por las socias que demandaron la práctica del arbitraje, sin que, al mismo tiempo, se tuviera en cuenta la amplia documentación aportada al proceso arbitral.
Frente a este fallo, las socias inicialmente demandantes de arbitraje interpusieron recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional sobre la base de diversas consideraciones; en esencia, consideraban que “la anulación del laudo por insuficiencia de motivación se produce porque el órgano judicial ha impuesto a los laudos arbitrales el canon de control de motivación que es aplicable a las resoluciones judiciales, sosteniendo erróneamente que es contrario al orden público un laudo que no supere dicho canon”. Y es que, a su juicio, “ni el arbitraje tiene asiento en la tutela judicial efectiva, ni la motivación del laudo es cuestión de orden público, por lo que no podría anularse por insuficiente motivación”.
A la presentación del indicado recurso, siguieron varios trámites procesales como la presentación de un escrito de alegaciones por el socio titular del derecho de voto múltiple, en el que, además de otras consideraciones, se criticaba abiertamente la declaración de disolución por el árbitro de una sociedad “cuyos activos están valorados en más de seiscientos quince millones de euros, sin causa legal o estatutaria distinta de la propia decisión del árbitro”. También presentó alegaciones la sociedad mercantil afectada, a cuyo tenor el laudo arbitral anulado por el TSJ Madrid constituía una “decisión sin precedentes”, así como “una de las mayores muestras de arbitrariedad que se recuerdan”.
En igual forma, las demandantes de amparo presentaron sus correspondientes alegaciones, interesando la estimación del recurso, línea en la que se manifestó el Ministerio Fiscal, en cuyo escrito se deslindó el recurso al arbitraje de la vía judicial, con expresa precisión del sentido en el que cabe afirmar su equivalencia. De este modo, y por entender que al TSJ Madrid no le correspondía llevar a cabo una nueva valoración de la prueba, solicitaba el Ministerio Fiscal el restablecimiento del derecho fundamental vulnerado de las recurrentes en amparo, con la consiguiente declaración de nulidad de la sentencia impugnada y retroacción al momento anterior a su dictado.
Por su parte, el Tribunal Constitucional da continuidad en el fallo que nos ocupa a su propia jurisprudencia en torno a la institución arbitral, con base específica en la STC 46/2020, de 15 de junio. De este modo, se recuerda su carácter de “mecanismo heterónomo” y la necesidad de que, por respeto a la autonomía de la voluntad de las partes, se produzca la “mínima intervención de los órganos jurisdiccionales”. Por ello, en el presente caso, la intervención del TSJ Madrid a propósito de la posible contradicción del laudo con el orden público no podía “consistir en un nuevo análisis del asunto sometido a arbitraje; debía haberse ceñido a examinar “la legalidad del convenio arbitral, la arbitrabilidad de la materia y la regularidad procedimental del desarrollo del arbitraje”. Así, “si la resolución arbitral no puede tacharse de arbitraria, ilógica, absurda o irracional, no cabe declarar su nulidad amparándose en la noción de orden público”.
Se extiende, seguidamente, el alto tribunal en la motivación del laudo, verdadero punto crucial del tema que nos ocupa. A tal efecto, distingue entre la que corresponde a las resoluciones judiciales, que forma parte del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, y la que es propia del arbitraje, donde representa “un requisito de exclusiva configuración legal”, por lo que “podría ser prescindible a instancias del legislador”. Aventura, con todo, el Tribunal Constitucional que la relativa confusión observada, a este respecto, en distintas sentencias de los tribunales, como la del TSJ Madrid aquí considerada, pueda deberse a la utilización desde sus primeros fallos de la formula “equivalente jurisdiccional”, para caracterizar la naturaleza del arbitraje, sin posibilidad de extenderse más allá de los estrictos efectos comunes a los procesos jurisdiccional y arbitral.
Dedica el alto tribunal breve atención, en la sentencia que nos ocupa, al arbitraje de equidad, como es el que dio origen al presente proceso, con la finalidad de destacar (“debe quedar meridianamente claro”, según las expresivas palabras del TC) que es “el tribunal arbitral el único legitimado para optar por la solución que considere más justa y equitativa, teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso, incluso si tal solución es incompatible con la que resultaría de la aplicación de las normas del derecho material”.
Se rechaza, por otra parte, la estimación por el TSJ Madrid de la insuficiente motivación del laudo arbitral y, con mayor rotundidad, si cabe, que, de este modo, se haya dado lugar a una infracción del orden público, susceptible de acarrear la nulidad del mismo. El hecho de que “el laudo será siempre motivado”, como dice el art. 37, 4º de la Ley de arbitraje, sólo quiere decir que habrá de “contener la exposición de los fundamentos que sustentan la decisión, pero no que la motivación deba ser convincente o suficiente o que deba extenderse necesariamente a determinados extremos”.
Por tales razones, la decisión judicial impugnada en el presente amparo “es, cuando menos, irrazonable y vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión”. Y es que el TSJ Madrid, con las afirmaciones que nos son ya conocidas, manifestó una distinta apreciación de la prueba a la llevada a cabo por el árbitro, sin que esa mera discrepancia permita hablar, según el Tribunal Constitucional, de que se haya vulnerado el “deber de motivar el laudo” o que, de otra parte, se haya podido llegar a “una decisión irracional por parte de fue encargado de dirimir la controversia”.
Tal discrepancia, sin embargo, carece de trascendencia, pues como recuerda el alto tribunal en la parte conclusiva del fallo “la anulación solo puede referirse a errores in procedendo, y no puede conducir a revisar la aplicación del Derecho sustantivo por los árbitros, es decir, que las resoluciones arbitrales solo son susceptibles de anularse en función de la inobservancia de las garantías de la instancia arbitral”. Y es que a través de la revisión probatoria llevada a cabo por el TSJ Madrid se está llevando a cabo “una auténtica mutación de la acción de anulación, que es un remedio extremo y excepcional que no puede fundarse en infracciones puramente formales, sino que debe servir únicamente para remediar situaciones de indefensión efectiva y real o vulneraciones de derechos fundamentales o salvaguardar el orden público español, lo que excluye que las infracciones de procedimiento, sin afectación material de los derechos o situación jurídica de las partes, puedan servir de excusa para lograr la anulación del laudo”.
Se concede, de este modo, el amparo solicitado por las recurrentes, retrotrayéndose las actuaciones al momento anterior a la sentencia de 8 de enero de 2018, a fin de que la sala de lo civil y penal del TSJ Madrid “proceda a dictar una nueva resolución que resulte respetuosa con el derecho fundamental vulnerado”.
Me ha parecido conveniente exponer con cierto detalle la sentencia del Tribunal Constitucional a fin de dejar claras dos cosas: la primera, y seguramente la más relevante, que el fallo se concentra en el análisis de la razón de ser y del sentido institucional del arbitraje como instrumento genérico de resolución de conflictos, de carácter alternativo a la jurisdicción; la segunda, también importante, si bien -cabría decir- por omisión, atañe a la práctica ausencia de consideraciones específicamente societarias en torno al supuesto de hecho enjuiciado.
En tal sentido, resulta destacable el cuidado y la precisión desplegados por el alto tribunal a la hora de dotar de sentido, como equivalente jurisdiccional, al arbitraje. Se pone de manifiesto, en dicha vertiente, su singularidad y su directa derivación de la autonomía de la voluntad de las partes, lo que limita sensiblemente las posibilidades de control judicial respecto del laudo, a la hora de considerar, con arreglo al Derecho vigente, su posible anulación. Mediante la sentencia examinada, por tanto, no sólo se consolida la doctrina constitucional sobre el arbitraje, sino que se refuerza su autonomía como institución encaminada a la resolución de conflictos. Por su distinto fundamento, y por su distinta configuración normativa, no es posible someter al laudo arbitral al control específicamente establecido para las resoluciones judiciales ni utilizar indiscriminadamente el orden público -referencia harto frecuente en los últimos años- para invalidar la decisión del árbitro.
Este criterio adquiere mayor relieve, si cabe, en el caso del arbitraje de equidad, como era el analizado en el presente supuesto, a pesar de que, quizá de manera llamativa, no haya dedicado el TC particular atención a sus características dentro del fallo. Es oportuno, en todo caso, destacar esta circunstancia desde la perspectiva del Derecho de sociedades, a pesar de que, como acabo de decir, brillen por su ausencia en la sentencia 17/2021 las consideraciones propias de dicha disciplina. A pesar de ello, y reiterando el profundo desconocimiento que, en torno a la estricta controversia societaria, acucia a quien, desde fuera, se haya podido interesar por la cuestión, procede, para terminar este commendario, dedicar algunas líneas al asunto.
Lo primero que conviene destacar, a mi juicio, es la “radicalidad”, si vale la fórmula, de la solución contenida en el laudo arbitral, de la que surgió, como sabemos, la larga y compleja disputa jurídica aquí sucintamente examinada. Y acentúo el término empleado, porque las socias demandantes del arbitraje solicitaban, sí, la disolución de la sociedad, pero no como medida única de respuesta a su continuado sometimiento al socio dotado de voto múltiple, ya que, junto a ella, planteaban su posible separación. El árbitro, no obstante, eligió la disolución, posibilidad ésta no censurada en sede constitucional y dotada de algún fundamento por lo que a la doctrina y jurisprudencia se refiere.
No oculto que me parece una solución drástica, necesitada de especial fundamentación, y que por las consecuencias aparentemente inexorables que le son propias, quizá no sirva para resolver con la debida corrección el intenso conflicto existente. Y no pienso sólo en el interés social ni tan siquiera en los intereses particulares de los socios inmersos en el conflicto; a pesar de que en el caso se aprecia la existencia de una destacada empresa familiar, organizada bajo la forma de sociedad de responsabilidad limitada, quizá hubiera sido bueno pensar en el interés de la empresa, figura recientemente introducida entre nosotros, pero dotada de “tipicidad social” relevante desde antiguo, y que ha ido a parar, como es bien sabido, al art. 225, 1º LSC.
Marginando, en todo caso, esta perspectiva, que, por otra parte, no me parece inoportuna, nos queda, mondo y lirondo, el conflicto entre los socios; en ese particular ámbito podría haber jugado un papel destacado, más que la affectio societatis, idea de no fácil concreción en nuestros días, la figura, de relieve creciente, del deber de fidelidad, cuya aplicación, aun no siendo fácil, me parece menos problemática. No creo dudosa su vigencia en sociedades de capital cerradas, como la que nos ocupa, y, a la vez, de carácter familiar, donde adquiere particular intensidad; afirmado, entonces, el deber de fidelidad, parece evidente, a tenor de lo observado, su infracción por parte del socio dotado de voto múltiple, no precisamente por la atribución de esa potencia política, de cuya validez no dudó el árbitro, sino por su “uso torticero”, como se decía en el laudo.
A salvo del señalamiento expreso de otra consecuencia para dicha infracción, entiendo, siguiendo al maestro Girón, que procederá en este caso la pertinente indemnización por daños y perjuicios. Y este resarcimiento, por otra parte, no sería incompatible con el reconocimiento del derecho de separación o, en el caso más extremo, con la disolución de la sociedad, siempre mediante un fundamento estricto y seguro, de acuerdo con la petición alternativa formulada en su día por las socias demandantes del arbitraje.
De lo dicho, cabe decir que en el arbitraje, sin perjuicio de su apoyo directo en la autonomía de la voluntad de los socios, pueden concurrir dos perspectivas, a tenor, claro está, de la concreta situación societaria en la que haya de pronunciarse: una, de tono nítidamente contractual, quizá subyacente al laudo que nos ocupa, y que por las circunstancias del caso parece que debería situarse en el primer plano; la otra, que, con todo, no conviene marginar, estaría dotada de un carácter más institucionalizado y serviría, tal vez, para dudar seriamente de la conveniencia de la disolución, buscando en otras fórmulas menos “invasivas” la mejor solución al intenso conflicto existente. No es imposible, por lo demás, relegar la disolución a ser la ultima ratio y aprovechar, mientras tanto, las ventajas que ofrece la visión de la sociedad como entidad “en marcha”, gracias a expedientes técnicos como el deber de fidelidad y/o el derecho de separación.
Y, eso sí, convendría buscar fórmulas que nos permitieran llegar a conocer, aunque fuera de forma sintética, el contenido de la jurisprudencia arbitral en materia societaria. No es una empresa fácil, desde luego, pero la extraordinaria frecuencia con la que se acude a “jueces árbitros”, como decía nuestro Código de 1829, para resolver conflictos propios del Derecho de sociedades hace cada vez más perentorio el conocimiento de la doctrina contenida en los laudos, como un instrumento más, sin duda valioso, para la configuración efectiva de dicha disciplina en nuestros días. Hace años, los profesores Muñoz Planas y Muñoz Paredes recordaban, con toda razón (cfr. “La impugnación de acuerdos de la junta mediante arbitraje”, en AA.VV., Derecho de sociedades. Libro Homenaje a Fernando Sánchez Calero, II, Madrid McGraw Hill, 2002, p. 2025, nota 65), lo mucho que el Derecho de sociedades debía a la Jurisprudencia, sin que se supiera -pensando en el futuro, sobre todo- el “alcance de la deuda” existente, en su caso, con el arbitraje. Hora es ya de que empecemos a saberlo.