Debo confesar de entrada mi escaso entendimiento de las cuestiones que han convertido a la luz o, mejor, a su precio, en una preocupación inquietante para muchos ciudadanos, y no sólo en España, aunque aquí, de acuerdo con una inmoderada tradición, parece que se pretende llegar a lo más alto (¿quizá a las nubes?) por el camino más corto. Sintiéndome parte de ese amplio colectivo de ciudadanos inquietos o, mejor, inquietados, inicio este commendario no tanto por el precio de la luz, sino por la fórmula situada en su frontispicio, la cual, al parecer, ha merecido el visto bueno gubernamental, a pesar, conviene decirlo desde el principio, de su difícil conjunción.
Y comienzo esta nueva entrega revestido de mi más clásico traje de profesor de Derecho mercantil, familiarizado, por tanto, con enunciados singulares, seguramente no del todo populares, dentro de los que destaca, con especial relieve, el llamado “ánimo de lucro”. Hace no mucho tiempo, y a propósito de una relevante resolución del Centro directivo, tuve ocasión de referirme a dicha fórmula, precisamente para poner de manifiesto que es posible entre nosotros la constitución de sociedades mercantiles desprovistas de esa finalidad, sin que el conocido enunciado del art. 116 del Código de comercio suponga un obstáculo decisivo a tal efecto.
El problema, ahora, no es el de discutir la esencialidad o no de dicho ánimo; asumiendo su existencia por parte de la gran mayoría de los operadores económicos en el mercado (como lo son las compañías eléctricas), se trata de comprobar si en una determinada coyuntura, ésta, los beneficios obtenidos como consecuencia de una actividad económica, ejercida precisamente en las condiciones establecidas en ese mercado, pueden reputarse excesivos y estar afectados, así, por lo que podríamos llamar un cierto “desvalor ético” que sin anular su licitud traería consigo su, al menos, parcial devaluación. Esta fórmula, que yo sepa, no ha sido utilizada por nadie en la presente situación, si bien resulta evidente que late en la mente de quienes buscan remediar el agobio de los consumidores a costa de su contraparte, es decir, las compañías eléctricas.
No se trata, con todo, de una apreciación actual, pues no faltan juicios similares, si bien, por lo común, ajenos a la órbita del Gobierno de turno, cuando oímos, con arreglo a la difusión informativa que estas noticias merecen, que tal o cual empresa (por lo común perteneciente al Ibex 35) ha obtenido un elevado número de millones de euros como resultado del ejercicio económico. Hoy mismo ha anunciado Inditex unos beneficios considerables en el primer semestre del año, sin que, por el momento, nadie los haya tildado de excesivos. Por lo demás, ese posible “desvalor ético” al que me refiero se ha quedado en la mente o en la boca de quien así lo estimó, sin tener específicas consecuencias jurídicas. La cuestión, ahora, es otra, como resulta notorio, y algunos medios periodísticos, con la sinceridad que, entre tantas personas, proclamaba nuestro Unamuno, hablan ya del “hachazo” a los beneficios de las eléctricas, perpetrado, claro está, por el Gobierno. ¿Es lógico, es razonable tal criterio?
Comencemos por una obviedad: sin la extraordinaria elevación experimentada por el precio de la luz, aparentemente sin freno por el momento, parece verosímil imaginar que nadie hablaría de beneficios excesivos ni, mucho menos, se plantearía la aprobación de alguna norma jurídica que redujera o drenara su alcance. Hay, por tanto, una causa próxima, explicativa de lo que sucede, si bien dotada, así me lo parece, de una considerable excepcionalidad y revestida de una no menos destacable urgencia; con la norma que se avecina, estaríamos, de nuevo, en la órbita del “Derecho de la crisis” y ese sería su marco de explicación y también, por ello mismo, de justificación. Es de suponer que esa misma norma, por los caracteres antedichos, debería tener una vigencia limitada, de modo que cuando los mecanismos del mercado eléctrico volvieran a su cauce, cabría decir, la reducción de los beneficios de las correspondientes compañías debería pasar a mejor vida.
Lo que acabo de decir, al menos en su última vertiente, no pasa de ser una mera conjetura; buena parte del Derecho de la crisis derivado de la Gran Recesión, y una no menos estimable cantidad de regulaciones, provenientes de la etapa pandémica, mantienen su vigencia y, como suele decirse ahora, “han venido para quedarse”, a pesar de todos los matices que desde la doctrina se quieran poner, como cauce e, incluso, como freno, a ese constructo jurídico llamado “Derecho de la crisis”. Sucede, sin embargo, que el fenómeno que ahora nos ocupa no es el resultado, propiamente dicho, de una situación generalizada de crisis; cabría hablar, tal vez, de un cierto “fallo del mercado” en perjuicio de los consumidores, siendo la intervención gubernamental una suerte de tutela generalizada de tales sujetos ante una realidad que incide sobre ellos de manera harto desfavorable, sin ser propiamente culpa de nadie. Aquí no hay, ni parece que haya habido, una entente empresarial a tal efecto, o, como diría la vieja Shermann Act, una suerte de “conspiracy in restraint of trade”, de la que se derivara la imposición de unos precios abusivos al consumidor final.
Entendiendo, entonces, que la previsible respuesta del Gobierno, expresada en normas jurídicas, tenga como elemento explicativo las circunstancias que vengo exponiendo, está por analizar si la “calificación” del beneficio empresarial, pues de eso se trata, resulta justificada en un sistema económico como el nuestro (de acuerdo con el art. 38 de la Constitución) y si, por tanto, pudiera articularse sobre su exclusiva base alguna consecuencia jurídica. Me parece que la respuesta no es demasiado difícil: que los beneficios del ejercicio económico sean muy elevados, si se comparan al menos con los obtenidos en ejercicios anteriores, no implica valoración jurídica alguna. Otra cosa será lo que se haga con ellos, dentro del sistema de aplicación del resultado que proceda, sin perjuicio, claro está, del criterio de los expertos y, sobre todo, de los inversores.
Todo ello no impide, por supuesto, que cualquiera de nosotros pueda opinar sobre la entidad de tales beneficios, afirmando y quizá también criticando su carácter excesivo. Pero dicha opinión no pasará de tener un significado equivalente al que se produce cuando criticamos que nuestro amigo Juan se pase la vida haciendo ejercicio físico intenso, con posible afectación de su salud, aunque seguramente con no menos reducida satisfacción personal. Si tenemos una cierta influencia sobre Juan quizá consigamos que modere su ardor deportivo, siempre que no lo sustituya por un consumo igualmente excesivo de alguna vianda (como la carne roja) que, según los entendidos, no resulta precisamente saludable.
Que los beneficios sean reducidos o que, incluso, no lleguen a existir, tampoco merecerá una específica valoración desde el Derecho, al margen de las consecuencias desfavorables que para la compañía y sus administradores impliquen tales circunstancias. La cuestión se torna más grave si, por las razones que sea, el resultado del ejercicio ha sido negativo; no parece dudoso que también las pérdidas puedan ser tildadas de excesivas, sin que dicha calificación, en cuanto tal, traiga consigo de inmediato alguna consecuencia jurídica, más allá, claro está, de las que vienen asociadas a la situación de crisis y al surgimiento de la insolvencia, sin preocuparnos ahora de cómo haya de denominarse esta última. Sabemos, no obstante, que una situación como la recién descrita implica en muchas ocasiones la intervención pública mediante la inyección de cuantiosos fondos con el propósito de recuperar a ciertas compañías relevantes por razones de diferente alcance; también sabemos, no obstante, la frecuencia con la que estas operaciones de rescate no dan el fruto apetecido, y quizá sirva de referencia reciente en tal sentido el caso de la ya extinta Alitalia, bien conocido de todos.
Afirmar, por lo demás, que los beneficios de una compañía son excesivos implica necesariamente disponer de algún instrumento de medida fiable; al modo de los conceptos jurídicos indeterminados, en cuya órbita habría que situar al adjetivo en cuestión si el legislador llegara a consignar la fórmula en algún precepto, sólo cabe en este asunto su afirmación o su negación, sin posibilidades intermedias. Llegar a una u otro extremo como consecuencia de una determinada estimación subjetiva o, lo que sería peor, sobre la base del capricho, el cálculo interesado o la animadversión hacia algo o alguien nos acercaría peligrosamente a la dialéctica “amigo-enemigo” de no grato recuerdo, precisamente, en el marco del conocido pensamiento político de Carl Schmitt.
La respuesta del Gobierno, muchos de cuyos detalles restan por conocer, ha producido ya algunas consecuencias a la vez que determinados efectos colaterales; uno de ellos, de hoy mismo, se sitúa en el ámbito bursátil donde hemos asistido al desfondamiento de los valores eléctricos. Se dirá que el mercado es así, y que una mala sesión no tiene porqué ir acompañada de un descenso continuo y prolongado; de hecho, no faltará quien recuerde que la sustitución del presidente de Indra, producida hace no mucho tiempo, trajo consigo, sí, algunos descensos notables del precio de cotización de las acciones, que el paso del tiempo se ha encargado de restañar, cuando no de mejorar.
Con todo, aquí no estamos ante un supuesto, digámoslo con cierto eufemismo, propio del gobierno corporativo, hecho posible, además, por la relevante posición del accionista público en la mencionada sociedad; el problema es otro y la respuesta gubernamental viene ahora de la mano no de una votación en los órganos sociales, sino del Boletín Oficial del Estado. ¿Ha servido y sirve de algo -se preguntará tal vez mucha gente- la no pequeña labor de responsabilidad social que las compañías eléctricas llevan a cabo? En el impreciso y complejo ámbito de la RSC o, mejor, de la sostenibilidad, hay, sin duda, supuestos muy diversos, en numerosas ocasiones de escaso valor y concentrados en la órbita del marketing cuando no de la propaganda. En otros casos, el juicio ha de ser el contrario y es este medio uno de los canales favoritos en nuestro tiempo a través del cual el empresario privado “devuelve” a la sociedad parte de sus ganancias, contribuyendo a la tutela y la promoción de intereses de distintos grupos de stakeholders. No hubiera sido mal criterio, anticipándose a lo que se veía venir, considerar este extremo y dar relieve efectivo a lo que, de otro modo, y si nadie lo remedia, terminará siendo pura retórica.