En estos tiempos de programas académicos reducidos, con pocas lecciones y menos espacio aún para desarrollos dogmáticos de cierto relieve, me pregunto por la utilidad del primer tema de sociedades que, con diferencias de no mucha magnitud, se sitúa en el frontispicio de esta materia, quizá la más destacada, desde un punto de vista docente, al menos, en el temario de Derecho mercantil. Allí se intenta contemplar, como es bien sabido, una suerte de formulación general de la materia para la que, por desgracia, contamos con escaso fundamento legal, reducida contribución de la doctrina, salvando las excepciones que conviene salvar (y que figuran en la mente de todos), y discontinua aportación de la Jurisprudencia, por lo común centrada en otros menesteres.
La situación existente en los ordenamientos más cercanos no es la misma, sin duda, aunque en ellos, y por supuesto también entre nosotros, la “fatiga dogmática”, denunciada hace tiempo por diversos autores, está haciendo estragos. Es verdad que en algunos de esos ordenamientos, singularmente en Alemania, la solidez de ciertas construcciones intelectuales en el ámbito societario parece resistir las múltiples contingencias a las que se enfrenta esta materia en los últimos años; pero esa misma solidez no impide avizorar un escenario, seguramente próximo, menos optimista, en el que la complejidad empresarial de nuestro tiempo, unida a una creciente tendencia legiferante (sea cual sea la naturaleza de la ordenación normativa en cada caso), haga inservible, cuando menos, buena parte de la construcción dogmática, trabajosamente conseguida.
Suceda lo que suceda, y en los próximos años se verá, el objeto de este commendario no tiene que ver directamente con cuestiones tan gruesas, sino que se limita a una esquemática rememoración de un precepto todavía en vigor, cuyo contenido debería ser (y el tiempo verbal utilizado resultará diáfano para el lector sobre mis intenciones) relevante en la ardua tarea de dar consistencia sustancial al Derecho de sociedades en nuestro país. Ese precepto, el art. 116 C. de c., así como su paralelo del Código civil, nos sitúa en un ámbito que, si bien pertinente en el momento de su elaboración, y seguramente también durante una amplia etapa posterior, resulta por completo inadecuado desde hace varias décadas.
Los diversos intentos llevados a cabo entre nosotros para la modificación de la disciplina societaria en su conjunto no han ido acompañados del éxito, como es bien sabido. Sólo el necesario deber de adaptación a las directivas europeas, circunscritas, por lo demás, al terreno estricto de las sociedades de capital, ha hecho posible la realización de algunos cambios en el edificio legislativo español, siempre referidos a la normativa, digamos, “especial”, y sin afectación sustantiva del Código de comercio. Quizá se haya podido pensar, y no sin razón, que este veterano cuerpo legal es, a la altura de nuestro siglo, irreformable, por lo que mejor será dejarlo “a su suerte” y concentrar la atención reguladora en las figuras vivas en el tráfico, es decir, las sociedades de capital, por la ya advertida presión de la normativa propia de la Unión europea.
Tengo la impresión de que este criterio, sumariamente expuesto, se encuentra muy extendido no sólo entre los societaristas académicos, sino también, y quizá con intensidad más eficiente, entre los operadores jurídicos que se ocupan en la práctica del Derecho de sociedades. Con ello se olvida una de las máximas implícitas en el positivismo jurídico (en el que, de pasada, se educa a los juristas de nuestro país, y de muchos otros), según la cual todo precepto en vigor (y el art. 116 C. de c. lo está) reclama la inmediata atención de la Jurisprudencia, siendo susceptible, por tanto, de inmediata aplicación. No cabe alegar el desuso, la oscuridad o la insuficiencia, como recordaba, con prosa precisa, un conocido artículo del originario código civil español; por ello mismo, en sentencias y resoluciones encontrará el lector referencias continuas y diversas al precepto objeto del presente commendario, bien en su puro enunciado, bien con matices moduladores, que, en el límite, supondrían su derogación de hecho. No exagero; acuda el lector a la todavía reciente resolución de 17 de diciembre de 2020 de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública, varias veces mencionada en esta misma tribuna, con su ataque frontal al ánimo de lucro como característica esencial de toda sociedad mercantil.
Aquí me parece que reside el meollo de la cuestión; no tanto en que nos parezca antiguo o insuficiente el precepto en examen -muchas normas, también en el Derecho de sociedades, lo son, algunas de ellas, incluso, con vigencia temporal sensiblemente menor-, sino en que su “contenido esencial” ya no se corresponde con la complejidad del mundo societario de nuestro tiempo. Dicho de otra manera, la formulación recogida en el art. 116 C. de c. no cumple ni puede cumplir la función que presuntamente le atribuyó en su momento el legislador, es decir, servir como receptáculo vinculante de las características insoslayables de todo “contrato de compañía”, utilizando de nuevo la terminología codificada.
Por tal motivo, cuando tengo que comenzar la explicación del tema que, pomposamente, solemos denominar “Teoría general de sociedades”, me asalta el desasosiego ante la presencia inevitable de una incómoda disyuntiva: bien glosar el contenido del precepto, recordando su vigencia, bien mostrar, con ejemplos de nuestro propio ordenamiento, su notoria inadecuación a la realidad societaria. En el primer caso, no diré que termine engañando a los alumnos, pero algo muy parecido a la falsificación asoma a mi entendimiento; en el segundo caso, me da por pensar que la iconoclastia no es el mejor modo de enseñar Derecho, aunque no haya más remedio, en ocasiones (y ésta es una de ellas), que acudir a procedimientos expeditivos. En ambos casos, en fin, la sensación al salir del aula no es precisamente gratificante.
Es esta una situación, en mi criterio, para cuyo adecuado tratamiento resulta claramente insuficiente el mero análisis doctrinal; es decir, es posible, y ahí está, por ejemplo, la magna obra del maestro Girón, “construir” un esquema no plenamente alternativo, pero sí lo suficientemente innovador como para hacer operativa una área del ordenamiento aquejada de diversos males (como sucede con los preceptos generales del Código en el ámbito societario). No es seguro, sin embargo, que ese procedimiento (presuponiendo, claro está, la competencia y la capacidad del que lo pueda realizar) baste por sí solo para suplir la parálisis legislativa por lo que al Código se refiere y hacer “como si” éste no existiera.
Aquí hace falta, sin duda, alguna ayuda por parte del legislador, sin que sea éste es el único sector del Derecho de sociedades donde esa ayuda resulte precisa. Así sucede, por ejemplo, en el caso de los grupos de sociedades, donde una suerte de tipología todavía indecisa viene a ocupar, con notoria insuficiencia, el lugar de una tipicidad todavía inexistente, sin que, por otra parte, la aproximación concreta de la Jurisprudencia (como sucede en la muy valiosa STS de 11 de diciembre de 2015) pueda servir como referencia plenamente segura para los operadores y los propios juristas.
Se advertirá, con todo, alguna diferencia entre el supuesto del grupo y la noción general del contrato de compañía; en tanto que aquella figura desborda el marco estricto del Derecho de sociedades, esta última nos sitúa ante un terreno que, sin ser precisamente fácil, cuenta con un conjunto de factores susceptible de comprensión conjunta, sobre la base, por supuesto, de ciertos elementos tradicionales, completados, eso sí, por algunos rasgos más propios de nuestro tiempo. No veo imposible, y sí, ciertamente, hacedera, la elaboración de un art. 116 alternativo; se pisa “suelo conocido”, por decirlo de algún modo, frente al grupo, que sin ser del todo “terra incognita”, sí se distingue por implicar un elevado y heterogéneo repertorio de elementos para cuya ordenación hace falta criterios de política jurídica sustancialmente innovadores.
El hecho de plantear estas reflexiones en torno al art. 116, de manera exclusiva, sin considerar los restantes preceptos de la “parte general” de las sociedades mercantiles en el Código no permite ignorar la necesidad de abordar la cuestión desde una perspectiva conjunta o global; en tal sentido, resulta más que evidente la falta de utilidad de buena parte de esos artículos, a los que, por otra parte, también convendría dedicar algún análisis, bien que sea a vuelapluma, en esta sección. Si me he centrado en esa norma ha sido por su carácter especialmente relevante desde el punto de vista, pudiéramos decir, institucional y sistemático, idóneo por ello para comprender en su breve enunciado los rasgos pretendidamente esenciales de todo contrato de compañía.
Ahora bien, como la revisión o reforma del art. 116 C. de c., bien en sí misma, bien en unión del Código en su conjunto, no parece encontrarse en la agenda del legislador, quizá convendría, desde el punto de vista doctrinal, rebajar la pretensión constructiva al ámbito estricto de las sociedades de capital. Hablo de “rebajar” en un sentido, cabría decir, sistemático, aunque no precisamente estructural y cuantitativo, pues es notoria la dimensión oceánica adquirida por los tipos societarios de este carácter en la realidad empresarial española, donde parecen haber dejado de existir, cuando menos como opción originaria, las sociedades personalistas. En tal sentido, la elaboración de una “teoría general de las sociedades de capital”, todavía no conseguida entre nosotros, se nos muestra como el escenario posible y conveniente de la construcción dogmática; hay para tal fin mimbres suficientes en nuestro Derecho, a la vez que la práctica ofrece numerosas experiencias susceptibles de contribuir de manera fructífera a la consecución de un resultado positivo.
A pesar de lo que acabo de decir, en esa tarea no deberían desdeñarse, sobre todo pensando en las sociedades cerradas (que constituyen la inmensa mayoría del sector), criterios y elementos surgidos en buena medida dentro del campo, hoy nebuloso, de las sociedades de personas. Algunos de ellos ocupan ya una cierta posición al hilo de la libertad contractual, sin que quepa apreciar contradicción con los principios configuradores del tipo social elegido, tal y como señala el art. 28 LSC. Pero parece posible, y también hacedero, elevar tales elementos al nivel de la teoría general; de este modo, se conseguiría superar la rígida tipicidad heredada del pasado en beneficio de un tratamiento tipológico mucho más adecuado a la realidad empresarial de nuestro tiempo. Algo de eso, si no me equivoco, late en la exposición de motivos de la LSC, texto sin duda brillante, a cuyas predicciones y propósitos no ha acompañado especialmente la fortuna, al menos, hasta el momento. Ojalá el futuro permite desmentir esta negativa apreciación.