Aunque la sociología de las sociedades mercantiles de capital sea meramente una fórmula expresiva, y no una disciplina científica cultivada entre nosotros, como, a mi juicio, sería deseable, se puede afirmar, sobre su base, que el amplio elenco de personas jurídicas de esta naturaleza que actúan en la realidad empresarial española “no se mueve a la misma velocidad”. Unas, las menos, transitan por la vida empresarial y organizativa a un ritmo acorde con la aceleración de nuestros días; un segundo bloque, no demasiado pequeño, mantiene una estimable velocidad de crucero; por último, un tercer y significativo sector está notoriamente “desacoplado”, como ahora se dice, tanto en relación con las exigencias del mercado como respecto de la observancia de la cada vez más compleja regulación.
Es claro que el desacoplamiento puede responder a causas muy diversas, y sin entrar en su detalle, en el presente commendario me permitiré excluir la consideración de aquellas derivadas de circunstancias inconfesables o que, al menos, se basen en una desafección sustancial respecto de lo que se deduce del vigente Derecho de sociedades. Son muchos los supuestos, en cambio, donde la inobservancia, a veces puntual, a veces más amplia, de la regulación responde a motivos de otro orden, incluyendo, por supuesto, los apremios derivados de una difícil situación empresarial, los enfrentamientos entre socios, la falta de profesionalidad en la gestión o, por qué no decirlo, la abulia o la simple dejadez a la hora de cumplir con lo preceptuado en cada caso.
No parece dudoso que la mayor abundancia de estos incumplimientos se produzca en la franja societaria de menor tamaño, dentro de la cual se percibe frecuentemente la ausencia de un proyecto empresarial sólido y bien concebido, que resulte, por otra parte, adecuado al conjunto de personas, normalmente reducido, que se agrupa bajo forma de sociedad mercantil de capital para ponerlo en marcha. Y es posible, en fin, que, tras años de cambios sucesivos en nuestro Derecho de sociedades, con adaptación al ordenamiento europeo, pero también con notorios propósitos reformistas de nuestro legislador, contemos con un escenario normativo más complicado de lo que sería deseable, sobre todo en relación con el conjunto de operadores económicos agrupados en los márgenes, no precisamente confortables, de la microempresa.
Aunque la preocupación tipológica no parece ser una constante de las últimas intervenciones legislativas, al menos desde la exposición de motivos de la LSC, para estos supuestos empresariales, y con el fin de lograr la siempre deseable observancia de la correspondiente disciplina legislativa, sería muy conveniente configurar un modelo –que no un tipo- de sociedad simplificada, de acuerdo con lo existente en otros ordenamientos jurídicos, tal y como se ha postulado desde algún sector, ciertamente minoritario, de nuestra doctrina.
No es éste, sin embargo, un commendario sobre la conveniencia, en su caso, de una figura simplificada de sociedad en nuestro Derecho, cuestión reservada, en principio, al legislador, sin perjuicio de que, en su defecto –y no se ve en el horizonte nada que aliente la opinión contraria-, cupiera explotar las posibilidades de la libertad contractual, desde luego, en sede constitutiva, pero también a lo largo del funcionamiento de la correspondiente sociedad. No son cuantiosos, con todo, los ejemplos de la práctica que podrían aducirse en tal sentido y es posible, incluso, que la digitalización societaria en marcha, entendida como una suerte de “simplificación automatizada”, reduzca todavía más el margen de maniobra de la autonomía de la voluntad, al menos en su vertiente estatutaria y en beneficio de los omnipresentes, aunque muchas veces invisibles, pactos parasociales.
Conviene volver, tras este breve excursus, no del todo inoportuno, al núcleo de la presente entrega, señalando algunas de las vertientes donde la inobservancia normativa en el marco de la franja societaria que nos ocupa resulta, según un elemental análisis sociológico, más frecuente. Dejando el socorrido tema del depósito de cuentas o, mejor, del no depósito con carácter pertinaz, un “clásico” de la materia, quizá sea el ámbito orgánico donde encontremos numerosos casos de vida societaria inorganizada y un tanto caótica, con andar cansino y escasamente veloz, así como con indudables repercusiones –negativas- en la realización del objeto social, sin ignorar el temido, o quizá deseado, escenario disolutorio.
Pienso, sobre todo, en el órgano de administración, cuyos miembros, en muchas ocasiones, siguen como tales administradores, aunque su mandato haya caducado. Se dirá que, desde hace algún tiempo, esta suerte de interinidad fue enderezada, primero por la Jurisprudencia y luego por el legislador, a través de la figura del administrador de hecho, cuyo régimen jurídico encuentra en el sometimiento a responsabilidad civil, según el art. 236 LSC, su principal elemento de fuerza. Y es verdad que el administrador de hecho, o sea, el que de hecho administra, es un supuesto relevante mediante el cual las circunstancias que suceden efectivamente en la realidad “suben” a la persona jurídica societaria o, mejor, a su régimen. Nos encontramos, así, ante un ejemplo más de la “fuerza normativa de lo fáctico”, de la que hablaba, hace ya mucho tiempo, Georg Jellinek, sin perjuicio de que ahora refiramos esa afortunada formulación al ámbito del Derecho privado.
Pero no se trata solo del administrador de hecho, pues en ocasiones la inobservancia del régimen sobre renovación del órgano, debido, como suele suceder, al transcurso del tiempo por el que fue nombrado el titular, se intenta corregir “aprisa y corriendo”, con el propósito de evitar, en el futuro, un desajuste tan intenso y potencialmente tan perturbador. Este sería uno de los casos en la que la sociología de las sociedades mercantiles de capital podría desempeñar un mejor papel, al suministrar datos concretos y medidos sobre los caracteres de las diversas situaciones en que se reflejara tan inconveniente realidad. Los resultados de esa investigación empírica podrían servir al legislador como un relevante banco de pruebas para establecer el adecuado tratamiento de las situaciones inconvenientes derivadas de la inobservancia normativa, o, en su defecto, para impedir la parálisis societaria y facilitar, tras ello, la reanudación del tracto funcional de la sociedad.
Del administrador (o, quizá mejor, de administradores-consejeros) con cargo caducado se ocupa la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 31 de enero de 2022 (BOE de 17 de febrero). Se trataba de una sociedad anónima regida por un consejo de administración cuyo mandato había expirado tiempo atrás, en concreto a principios de 2014, que pretendía precisamente inscribir en el Registro mercantil una serie de acuerdos adoptados en junta general por unanimidad de los asistentes, representativos del cuarenta por ciento del capital. Tales acuerdos aspiraban a cambiar la estructura del órgano administrativo, pasando del consejo a administrador único, designándose, a la vez, a la persona que habría de ocupar este cargo.
La registradora mercantil advirtió dos defectos en la solicitud que no permitían la inscripción: de un lado, no procedía calificar la escritura presentada porque se hallaba pendiente la celebración de una junta general convocada por la propia registradora, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 171 LSC; de otro, los administradores convocantes de la junta tenían su mandato caducado. Se interpuso el correspondiente recurso, en el que se alegaba la carencia sobrevenida de objeto de la junta convocada por la registradora, al tiempo que se afirmaba la pervivencia de facultades en los administradores con cargo caducado para convocar una junta encaminada a superar la acefalia originada por esa caducidad. Por su parte, la Dirección General estimó parcialmente el recurso en lo referido al primer defecto alegado, y confirmó la calificación impugnada en cuanto al segundo.
Para justificar la estimación del recurso, en lo que se refiere a la celebración de la junta general, estando pendiente la convocada por la registradora, el Centro directivo hace suyas las palabras del recurrente, al afirmar que, en nuestro Derecho, “no existe disposición normativa, ni doctrina jurisprudencial o administrativa, que conmine a suspender la calificación de los acuerdos sociales adoptados por la junta general de una compañía a la espera de otra asamblea convocada por el registrador mercantil para una fecha posterior, aunque el orden del día sea coincidente”. Dado, entonces, que no es posible afirmar entre nosotros la preferencia de unas juntas frente a otras, la cuestión, “sin más orden temporal que el derivado del principio de prioridad”, se ha de resolver de manera exclusiva “en atención a la competencia para acordar la cita, al cumplimiento de los requisitos de publicidad, y a la validez de las decisiones sociales adoptadas”.
Seguidamente, la Dirección General toma en consideración lo dispuesto en el art. 171 LSC, a propósito de la convocatoria forzosa de la junta, y recuerda que en su segundo apartado se reconoce competencia a tal efecto y con el exclusivo fin de hacer posible el nombramiento para el órgano administrativo a “los administradores que permanezcan en el ejercicio del cargo”. En este sentido, se recuerda en la resolución la doctrina establecida por el Tribunal Supremo en distintos fallos (se cita, como último ejemplo, la sentencia de 9 de diciembre de 2010), conforme a la cual cabe admitir excepcionalmente la validez de la junta general convocada por el órgano de administración que tenga su mandato caducado, doctrina, por otra parte, que ha hecho suya, según es bien sabido, el Centro directivo.
Con todo, también deben destacarse en la jurisprudencia registral aquellas resoluciones, como las de 22 de octubre y 12 de noviembre de 2020, en la que, a propósito de sociedades de responsabilidad limitada, se dio validez a las juntas generales convocadas por “una administradora mancomunada supérstite” para hacer posible no tanto la cobertura de una determinada vacante en el órgano administrativo, sino el “cambio de estructura del órgano de administración, de administradores mancomunados a administrador único, y designación de la convocante como administradora única”. El Centro directivo fundamenta su criterio en el tipo societario de la sociedad en cuestión, sobre cuya base se articula en nuestro Derecho (art. 210, 3º LSC), la cláusula de administración alternativa, según denominación doctrinal, plenamente consolidada en la práctica.
En el caso que nos ocupa, sin embargo, la sociedad en cuestión tenía la naturaleza de anónima, en cuyo ámbito, como es bien sabido, no resulta aplicable la citada cláusula. De este modo, cualquier cambio en lo que atañe al modo de organizar la administración social implica modificación de los estatutos, “extremo para el que, con arreglo al segundo párrafo del artículo 171 de la Ley de Sociedades de Capital, el administrador caducado convocante carece de competencia para incluirlo en el orden del día”.
De este modo, una circunstancia, no diré que aleatoria, como la elección del tipo (en este caso de anónima), impidió dar a la cuestión disputada, derivada de la inobservancia de la normativa sobre cese y nombramiento subsiguiente de administradores, para superar la acefalia del órgano, el tratamiento seguramente idóneo. Si la persona jurídica se hubiera configurado como sociedad de responsabilidad limitada, la voluntad flexibilizadora del Centro directivo habría encontrado el camino expedito a tal fin, sobre la base de la muy razonable cláusula de administración alternativa.
Queda fuera de toda duda, entonces, que nuestro Derecho sigue tomando al tipo societario como una unidad institucional, en sí misma considerada, desperdigando a lo largo de la normativa contenida en la LSC, como contrapartida, algunas reglas de flexibilidad y simplificación, a veces específicas del concreto tipo de que se trate (como en el presente caso), en otras de manera común a todas las sociedades de capital. Por tal motivo, y ante la dificultad de reivindicar la analogía cuando la norma positiva lo impide derechamente, no era posible dar una solución distinta al supuesto considerado por la resolución, sin perjuicio de que destaquemos, una vez más, la notoria voluntad del Centro directivo de caminar paulatinamente a soluciones menos rígidas y que, por ello mismo, puedan ayudar a las sociedades de capital a superar incómodas situaciones de parálisis, aún motivadas por el desentendimiento de la disciplina positiva.
No estaría mal que, para prevenir la inobservancia normativa y ayudar a tantos operadores económicos para los cuales la vestidura societaria resulta, en numerosas ocasiones, un traje incómodo, se caminara decididamente a una visión del Derecho de sociedades no tanto típica, sino, más bien, tipológica, o, dicho de otra manera, que atendiera al modelo sustancialmente configurado en la práctica y no sólo a la figura elegida, quizá siguiendo inercias consolidadas y consejos no del todo meditados. La exposición de motivos de la LSC se situaba, en apariencia, dentro de este planteamiento, sin que los criterios en ella establecidos, por desgracia, hayan merecido alguna atención por parte del legislador.
Para superar este estado de cosas, una buena sociología de las sociedades mercantiles podría darnos datos fiables y ciertos sobre el estado de cosas realmente existente en la práctica; sobre dicha base, podría la doctrina, igualmente, avanzar en la selección del repertorio de técnicas y figuras adecuadas para la configuración efectiva de un modelo societario idóneo para tantas sociedades que en nuestro mundo empresarial pululan sin encontrar el debido acomodo. Parece claro, en fin, que, ante la previsible ausencia del legislador, quizá los fedatarios públicos, tanto notarios como registradores mercantiles, estarían en condiciones de contribuir a la plasmación equilibrada de semejante propósito, en una rememoración actualizada de aquél período decimonónico en que surgió, sobre bases no demasiado lejanas, la sociedad de responsabilidad limitada en el ordenamiento español. Quizá sea posible ahondar en esta idea.