La retribución de los administradores constituye desde hace tiempo uno de los aspectos más conflictivos de su estatuto jurídico, como consecuencia, entre otras cosas, de la insuficiencia reguladora con la que, tradicionalmente, se ha contemplado entre nosotros. Ese tratamiento insuficiente, además, no ha solido tomar en consideración las muchas vertientes que concurren en el tema, dando pie a una práctica inestable durante muchos años, con reflejo no siempre adecuado en los estatutos. Si a ello se añaden los excesos retributivos, tan notorios y, por lo común, desprovistos de control, cuya frecuente realización no ha sido ajena a la vertiente corporativa de la crisis, se entenderá la preocupación suscitada al respecto no sólo en los medios empresariales, sino también en la opinión pública. De ello es buena prueba, desde luego, la abundancia de publicaciones doctrinales sobre la materia, así como numerosas resoluciones de la DGRN en las que el Centro directivo, de manera clara y continuada, ha intentado situar a los estatutos como el centro de referencia fundamental en materia de retribución de los administradores.
Como en tantas otras materias del Derecho de sociedades de capital, la Ley 31/2014 ha traído consigo, importantes cambios en el tema que nos ocupa. Son varios los preceptos, hoy ya sólidamente asentados en la LSC, en los que se contempla, con distinta técnica normativa y, asimismo, con distinto alcance, la retribución de los administradores. De todos ellos, me interesa destacar ahora la singular escisión que se produce en el marco del consejo de administración –y sólo en él- entre los consejeros que obran “en cuanto tales” y los consejeros ejecutivos, es decir aquellos que, sobre la base de un título distinto (delegación de facultades, por ejemplo), son encargados por el propio órgano administrativo de la realización de ciertas funciones específicas. Dicha escisión, no necesariamente subjetiva, sino, en principio, de carácter funcional, ha de reflejarse (art. 249, 3º y 4º LSC) en un contrato específico dentro de cuyas cláusulas podrá preverse la retribución que se considere conveniente de acuerdo con las tareas encomendadas, la cual, a su vez, deberá acomodarse a la política de retribuciones acordada por la Junta general (art. LSC). De este modo, parece convertirse a ese contrato y no, por tanto, a los estatutos sociales, en el lugar propicio para detallar las retribuciones específicas que, en su caso, puedan reconocerse a los consejeros ejecutivos.
Este es el criterio que refleja la importante resolución de la DGRN de 30 de julio de 2015 (BOE del 30 de septiembre), cuyo esquematismo y fidelidad a los planteamientos subyacentes a la Ley 31/2014, luego reflejados en su parte dispositiva, no son los mejores acompañantes para “envolver” y, sobre todo, explicar las claves de la nueva doctrina. Ante un supuesto fáctico que recogía fielmente las pautas que se acaban de transcribir, el registrador mercantil rechaza la inscripción de una cláusula estatutaria en la que se venían a detallar los elementos retributivos susceptibles de atribuirse a los consejeros ejecutivos, derivados del contrato suscrito entre ellos y el consejo de administración (rectius, la sociedad). Para fundamentar su resolución, el Centro directivo transcribe literalmente algunos apartados del Informe de la Comisión de Expertos, de 14 de octubre de 2013, el cual, como es bien sabido, sirvió de base a una buena parte de preceptos después contenidos en la que terminaría siendo la Ley 31/2014, y luego incorporados a la LSC. Una vez recogido el espíritu y la letra de dicho Informe en lo que atañe a la señalada escisión entre funciones de los consejeros, la DGRN reproduce y glosa brevemente algunos preceptos de la LSC, como el art. 217 y, más detalladamente, el art. 249; este último, como ya se ha indicado, establece los requisitos del mencionado contrato, entre los cuales, y para evitar conflictos de interés, destaca la elevación de la mayoría para adoptar el correspondiente acuerdo, así como la privación del voto al consejero afectado.
Una vez concluida esta función, en la que el papel del amanuense supera al del glosador, concluye el Centro directivo con la admisión plena del recurso, declarando que es en el indicado contrato donde “deberá detallarse la retribución del administrador ejecutivo”. Ello no obsta ni se opone a la competencia de la Junta general para aprobar la política de retribuciones, tal y como afirma el art. 249, 4º LSC, “pero esa política de retribuciones detallada, como exige el registrador, no necesariamente debe constar en los estatutos”.
La rotundidad de esta conclusión es coherente, desde luego, con los argumentos anteriormente expuestos y resulta, asimismo, congruente con lo que, en principio, parece deducirse de las normas citadas, aplicables a todas las sociedades de capital, sin perjuicio de las particularidades existentes en el terreno de las sociedades cotizadas. La cuestión, no obstante, admite considerables matices, a la vista de las objeciones que desde la posición jurídica del socio minoritario, sobre todo en las sociedades no cotizadas, podrían formularse, y sobre las que llama la atención, en el último número de la Revista de Derecho Mercantil, Luis Fernández del Pozo, en un sugestivo trabajo.
Sin entrar en demasiados detalles, hay dos cuestiones, de valor diverso, por supuesto, y de no fácil aplicación en el tema analizado, que no me resisto a exponer. De un lado, la necesidad de que la retribución específica de los consejeros ejecutivos se acomode (“ser conforme”, dice el art. 249, 4º in fineLSC) a la política acordada al efecto por la Junta general. La reiteración de esta idea en la resolución comentada no ha venido acompañada, por desgracia, de los imprescindibles matices para su adecuada intelección ni para hacer posible su operatividad. Quizá a la LSC no pueda pedírsele más detalles (valga ahora la redundancia); pero es seguro que esas concreciones resultan indispensables si se quiere evitar un planteamiento, cabría decir, de “manos libres” en materia tan delicada.
Porque, cuando se habla de “ser conforme”, ¿se refiere la norma a una adecuación de orden genérico, correspondiente a una serie de principios abstractos declarados por la Junta? ¿Se trata, más bien, de una conformidad específica, derivada de la comparación particular entre lo que se pretende satisfacer al consejero ejecutivo y los datos, incluso cuantificados, que haya establecido la Junta? Formulado de otra manera, el objetivo sería concretar el margen de maniobra de la Junta, cuestión complicada, según se parta de su presunta soberanía, en la constitución orgánica de la sociedad, o se considere que nos encontramos ante una competencia exclusiva del Consejo en la que no cabría la intromisión de la Junta, posible, por ejemplo, si esta pretendiera detallar en exceso su política retributiva.
La segunda cuestión se refiere a un concreto enunciado que se encuentra en la exposición de motivos de la Ley 31/2014 y cuya lectura quizá permita sostener un punto de vista no del todo equivalente al que se contiene en la resolución analizada. En su apartado VI, segundo párrafo, se dice que “la Ley obliga a que los estatutos sociales establezcan el sistema de remuneración de los administradores por sus funciones de gestión y decisión, con especial referencia al régimen retributivo de los consejeros que desempeñen funciones ejecutivas. Estas disposiciones son aplicables a todas las sociedades de capital”. No entro ahora en el problema de cuál habrá sido la suerte de esa exposición de motivos, una vez que la LSC ha “absorbido” a la regulación contenida en la Ley 31/2014, sin haberse alterado su propio preámbulo; parece evidente, no obstante, que el texto transcrito pretende atribuir a los estatutos un papel decisivo en la delimitación del sistema retributivo de todos los administradores, incluidos los que desempeñen funciones ejecutivas.
Se podrá sostener que lo dicho no se opone a la interpretación defendida por la DGRN, por cuanto sería posible, al menos en teoría, hacer compatible la determinación estatutaria en la materia con el detalle en el contrato de la remuneración que se pretende asignar al consejero ejecutivo. Siendo este argumento estimable, no deberíamos ignorar, con todo, la diferencia terminológica entre el preámbulo (“sistema de remuneración”) y el art. 249, 4º in fine LSC (“política de retribuciones”), que enlaza, de nuevo, con las facultades de la Junta para concretar su punto de vista al respecto. Y tampoco, por supuesto, conviene soslayar el hecho de que estamos hablando de un posible argumento derivado no de la norma positiva, en sentido estricto, sino de un elemento –la exposición de motivos- relevante, desde luego, para su hermenéutica, como señala el Código civil, cuyo papel efectivo no parece que pueda superar al de aquélla.
No es El Rincón de Commenda el mejor espacio para debatir con la minuciosidad requerida estas arduas cuestiones, por lo que en este commendario, ya más largo de lo normal, han de quedar meramente planteadas, a propósito de una resolución de la DGRN cuya importancia parece fuera de toda duda.