Se atribuye al historiador Plinio el Viejo la conocida frase Nulla dies sine linea, que algunos escritores, tanto en el pasado como en épocas todavía cercanas, han convertido en su particular divisa. La idea de que no pase un día sin hacer uso del correspondiente artilugio para escribir, al menos una línea, ha pasado, así, a ser un tópico que nada dice, por supuesto, de la calidad de lo escrito, sin perjuicio de que, a su través, se haga posible la continuidad en una tarea, relevante a la vez que difícil, como la que nos ocupa.
Me ha venido a la mente esta fórmula al enterarme, hace no muchos días, de la promulgación de la Ley 28/2022, de 21 de diciembre, para el fomento del ecosistema de las empresas emergentes, y seguramente el lector se preguntará el porqué de esta singular asociación. Nada hay de literario en mi concreta conexión mental, aunque sí, y mucho, de mera concomitancia funcional (si el sufrido lector, de nuevo, me perdona la pedantería), al evocar el indicado enunciado latino a propósito de una normativa vinculada con la innovación, la tecnología y otros asuntos que, siendo ya del presente, se proyectan hacia el inmediato futuro.
Resulta, por ello, necesario explicar ahora la “gran verdad” de este asunto, desde mi particular punto de vista: y es que, si cada día resulta incompleto sin la correspondiente línea, parece que toda jornada (tomando esta palabra, claro está, con gran holgura) sin afectación legislativa del Derecho de sociedades resultaría para el jurista vacua y superficial. No nos habíamos recuperado todavía de la incidencia múltiple que sobre la materia societaria ha traído consigo la Ley 18/2022, de creación y crecimiento de las empresas, cuando nuestro legislador, con admirable energía, vuelve por sus fueros con una regulación notoriamente transversal donde el Derecho de sociedades ocupa un lugar destacado.
Como en el caso de la citada Ley 18/2022, con la que el nuevo diploma legislativo guarda una más que notable conexión, tampoco aquí ha sido el Derecho europeo el motivo propulsor de la nueva normativa. La lectura de los primeros párrafos de la extensa exposición de motivos (práctica ésta acentuada en los últimos tiempos) nos muestra la satisfacción con la que el legislador –turiferario de sí mismo- ha concebido y elaborado la nueva regulación, que nos sitúa, según confesión propia, a la cabeza de Europa en asunto tan trascendente.
No me detendré en analizar esta (auto)valoración, lo que requeriría un espacio y un saber de los que carezco; más conveniente me parece, a los efectos, sobre todo, de esta sección, glosar algunos de los rasgos societarios y, más ampliamente, empresariales, tan frecuentes en la Ley 28/2022. El primero de ellos se deduce del propio título de la norma en estudio y del empleo en su ámbito del término “empresa”, bien que en plural, luego reproducido aquí y allá en numerosos apartados, tanto de su preámbulo como de su articulado. Algo parecido sucede, si bien con menor intensidad, en relación con el término “emprendedor”, también en singular y plural, trayendo a colación la figura inaugurada normativamente entre nosotros mediante la Ley 14/2013, de 27 de septiembre.
Ambos términos están llamados a desempeñar un papel relevante a la hora de la aplicación de la nueva ley, sin perjuicio de que pueda señalarse respecto de los dos una relación insegura con el mundo jurídico. Ello es así, desde luego, por lo que se refiere a la empresa, cuyo tratamiento como centro organizador del Derecho mercantil, en particular, no ha servido para convertirla nítidamente en una institución jurídica. Menos claro es el dictamen que podría formularse sobre la noción de emprendedor, afectada, si cabe, por una imprecisión todavía mayor, aunque sea posible emparejarla con la figura del empresario, al menos desde un punto de vista no de construcción dogmática, sino más bien de operatividad dentro del ámbito jurídico-mercantil.
Con esta forma de proceder, es decir, con el recurso habitual a términos no propiamente jurídicos o no bien delimitados desde nuestra perspectiva, el legislador amplía y complica el campo de trabajo de los juristas, buscando como elemento legitimador de su modo de actuar elementos real o supuestamente existentes en la sociedad, que en su sentir necesitarían una urgente intervención reguladora. En el caso que nos ocupa esa necesidad tiene bases ciertas y se relaciona directamente con hechos y situaciones de nuestros días, en lo que atañe a los importantes capítulos de la innovación y la tecnología, y, sobre todo, al modo en que las empresas (por ahora no entraremos en su delimitación jurídica) puedan contribuir a su impulso y desarrollo.
Por otra parte, además de de vincular al mundo empresarial con la innovación tecnológica, se aspira a convertir a esta última vertiente en elemento caracterizador de una singular modalidad de empresas. Aquí entra en juego, por tanto, la tipificación que la Ley 28/2022 pretende llevar a cabo, al concebir y regular las llamadas “empresas emergentes”. Aunque la terminología pueda tener cierta dosis de novedad, no cabe considerarla original, al menos en sentido estricto; es original, en cambio, la idea de promover su constitución y funcionamiento, finalidad principal de la mencionada Ley, contemplando a la vez no sólo las medidas para su incentivo, sino también las diversas circunstancias que confluyen en su fundación y, más particularmente, en su andadura inicial.
Mucho se ha escrito sobre tales extremos, de los que la Ley 28/2022 da buena cuenta en su exposición de motivos y a lo largo de algunos de sus preceptos. Se alude, de este modo, no sólo al núcleo duro del asunto (innovación y tecnología), ya repetidamente mencionado aquí, sino también a las particularidades del supuesto de hecho empresarial objeto de regulación. Y es que, precisamente, tales particularidades o características de las empresas emergentes, como dice la exposición de motivos de la ley, “encajan mal con los marcos normativos tradicionales en el ámbito fiscal, mercantil, civil y laboral”, lo que justifica, siguiendo con la referencia al propio preámbulo, “un tratamiento diferenciado respecto a empresas con modelos de negocio convencionales”.
De este modo, en las empresas emergentes, no se trata sólo de innovar, con ser dicho elemento presupuesto imprescindible de su misma existencia; hace falta que la innovación, con palabra pintoresca, repetidamente usada en la Ley 28/2022, sea “escalable”; o sea, que dé lugar en un plazo de tiempo no largo a una intensa y consistente mejora patrimonial gracias a sus elementos concurrentes, tal y como advierte el art. 4 de la ley cuando atribuye a la Empresa nacional de innovación, S.A (ENISA), la competencia para certificar la condición de empresa emergente a un concreto operador del mercado.
A tal fin, y hasta que la inteligencia artificial no consiga suplir al entendimiento humano, habrá que contar con muy distintos componentes en tales empresas; de entre ellos destaca la necesidad de “atraer el talento”, operación no sencilla en un contexto de lucha por la excelencia y con presencia significativa de sujetos singulares, como los llamados “nómadas digitales”. Es claro que tales sujetos necesitan una inserción adecuada en el ámbito de actuación de la empresa emergente, lo que plantea no sólo problemas retributivos, sino también de condiciones de vida y de adecuado tratamiento ciudadano.
De estas circunstancias se hace eco con detalle la Ley 28/2022, que “emprende”, si se nos permite la licencia, la ardua tarea de conseguir el “tratamiento diferenciado” de las empresas emergentes anunciado en su exposición de motivos. Dentro de este ámbito, hay que aludir, como estímulo básico para su constitución y funcionamiento, a los diversos incentivos de naturaleza tributaria desparramados a lo largo de la ley. Y aunque su análisis ocupará mucho tiempo a quienes quieran emprender con finalidad de innovación tecnológica, merece la pena analizar, siquiera sea de manera sintética, las circunstancias que afectan a la configuración jurídica de las empresas emergentes, con la finalidad de ver, entre otras cosas, si la disciplina recientemente aprobada contribuirá a fomentar su constitución.
Es en el art. 3 de la ley donde se establecen los criterios cuya concurrencia permitirá calificar a una empresa como emergente. En su mayoría se insertan dentro del ámbito del Derecho de sociedades, sin perjuicio de una referencia singular al Derecho del trabajo (la necesidad, en concreto, de que el sesenta por cierto de la plantilla tenga contrato laboral en España), así como la mención específica de que se pretenda desarrollar con dicha empresa “un proyecto de emprendimiento innovador con un modelo de negocio escalable”, como ya sabemos.
Por lo que se refiere a las circunstancias societarias, tomando esta palabra, como siempre, con cierta holgura, destaca en primer lugar, de acuerdo con el art. 3, 1, a), la necesidad de que nos encontremos ante una “persona jurídica”, bien de nueva creación, bien ya constituida y existente cuando, en este último caso, “no hayan transcurrido más de cinco años desde la fecha de inscripción en el Registro Mercantil, o Registro de Cooperativas competente, de la escritura pública de constitución, con carácter general”, sin perjuicio de un plazo mayor para empresas de ciertos sectores relevantes considerados estratégicos.
A propósito del “surgimiento” –siguiendo otra vez al legislador, art. 3, 1, b)- de la empresa emergente, es requisito imprescindible, además, que no se haya producido como consecuencia “de una operación de fusión, escisión o transformación de empresas que no tengan consideración de empresas emergentes. Los términos concentración o segregación se consideran incluidos en las anteriores operaciones”.
Las menciones recién transcritas obligan a una cuidadosa hermenéutica, desde luego por la complejidad de la regulación, así como por una cierta imprecisión a la hora del uso de los términos técnicos. Pero también, como consecuencia de una singular indicación contenida en la exposición de motivos de la ley, según la cual el fomento de este tipo de empresas, tal y como se ha venido observando en diversos ordenamientos, aconseja proceder con flexibilidad, no sólo en lo que se refiere a la gestión empresarial propiamente dicha, sino con motivo de “la aplicación de los principios mercantiles y concursales”.
Tal flexibilidad, por tanto, encuentra su primer campo de aplicación a propósito de los sujetos jurídicamente idóneos para ser titulares de una empresa emergente, así como respecto del modo de su constitución. El empleo del término “persona jurídica”, en tal sentido, permitiría abrir a todo el amplio espectro de entes reconocidos bajo dicha fórmula en nuestro ordenamiento la posibilidad de adquirir la condición que ahora nos ocupa, dejando fuera a la persona natural, pues hasta ahí no creo que pueda llegar la antes mencionada flexibilidad en auxilio del intérprete.
Con arreglo, entonces, a la expresa formulación legal, toda persona jurídica, civil o mercantil, de base asociativa o institucional, podría acceder prima facie a la condición de empresa emergente. Pero la ya señalada referencia a la inscripción en el Registro mercantil o, en su caso, en el de cooperativas, impone, en apariencia, una inicial restricción a este criterio, al dejar fuera, de entrada, a las personas jurídicas “ajenas” al Registro mercantil, como las asociaciones y las fundaciones; aunque, respecto de estas últimas, no quiero dejar de recordar la posibilidad, sugerida en su día por el P. Valero, de permitir su inscripción potestativa.
Del mismo modo, habrá que considerar también ajenas a la condición de empresa emergente a las sociedades (mercantiles y cooperativas) carentes de inscripción, bien porque se encuentren en proceso de formación, bien porque se mantengan, con publicidad de hecho, como auténticas sociedades irregulares. Por lo demás, la sociedad civil, a la luz de las últimas novedades legislativas, sí podría adquirir la condición de empresa emergente, si bien no estoy seguro de que llegue a convertirse tan posibilidad en un supuesto frecuente.
Por lo demás, la condición de empresa emergente se adquirirá, bien de manera directa, mediante la realización del correspondiente procedimiento constitutivo, bien de manera derivada, a través de una concreta modificación estructural, siempre que sus entidades protagonistas sean a su vez empresas emergentes. Está por ver si la enumeración legislativa de algunos supuestos concretos de estas modificaciones debe entenderse de manera estricta, como numerus clausus, o si cabría incluir también a la cesión global de activo y pasivo, no mencionada expresamente por el legislador; y ello, cuando, claro está, la entidad cedente fuera a su vez empresa emergente. La respuesta, a mi juicio, debería ser positiva, por mor de la ya aludida flexibilidad.
No creo posible, sin embargo, acceder a la condición de empresa emergente mediante una modificación estatutaria, por muy flexibles que nos volvamos. Del enunciado legal podría deducirse una decidida querencia del legislador por los métodos constitutivos directos o derivados, incluyendo en este término poco técnico a los distintos supuestos de modificaciones estructurales, concebidos en este contexto de una manera digamos “endogámica”; y es que, así me lo parece, sólo puede llegar a ser emergente la sociedad resultante de una fusión, por ejemplo, cuando las sociedades participantes en dicha modificación lo fueran a su vez.
Es claro que la modificación de estatutos no alcanza ese efecto trascendente propio de los cambios estructurales (aunque no se produzca con ellos, como en el caso de la transformación, una auténtica sucesión universal). Pero es que, al mismo tiempo, no sería congruente con la política jurídica característica de la Ley 28/2022, según el criterio que me parece mejor fundado, permitir el tránsito de una empresa no emergente a otra de tal carácter por la simple vía de una modificación estatutaria orientada a dicho objetivo. Viene a reforzar esta solución, por otra parte, la referencia al “grupo de empresas” en el inciso final del art. 3, 1. Y es que también aquí funciona la endogamia, de una manera podríamos decir “expansiva”, ya que, según el tenor literal de dicho inciso “cuando la empresa pertenezca a un grupo de empresas definido en el artículo 42 del Código de comercio, el grupo o cada una de las empresas que lo componen deberá cumplir con los requisitos anteriores”.
Siendo claro el sentido sustancial de esta norma, no habrá pasado desapercibido al lector la más que evidente falta de rigor técnico en su enunciado, como consecuencia, fundamentalmente de dos circunstancias: la primera se refiere a que en el art. 42 de nuestro viejo Código no se regula propiamente el grupo de empresas sino el de sociedades, a los solos efectos, como es sabido, de la consolidación de las cuentas del grupo; la segunda obliga a reparar en la aparente personificación del grupo que la Ley 28/2022 propiciaría, al contemplar la posibilidad de que esta singular forma de empresa fuera toda ella emergente. ¿Nos salvará de este conjunto de errores la antes invocada flexibilidad?
Como el presente commendario ha sobrepasado con creces los límites que impone la cortesía, terminaré aquí la exposición, convocando al lector a una próxima entrega en la que intentaré concluir, dentro de mis posibilidades, el análisis de la Ley 28/2022 en torno a los aspectos societarios en ella contenidos.