Durar o no durar; bajo este dicotómico contraste, de cierta resonancia literaria, se desenvuelve la “suerte”, podríamos decir, de las regulaciones normativas. Y aunque los términos contrapuestos admiten, en atención a cada concreta realidad, una no pequeña hermenéutica, cabría afirmar, con amplias dosis de generalidad, eso sí, que la duración sostenida de una determinada regulación constituye un indicio razonable de su adecuación a los supuestos regulados. Por el contrario, la “vida breve” no sólo permite poner en duda esa adecuación, sino que, al mismo tiempo, sirve para lesionar, en infinidad de casos, bienes relevantes en el ámbito sustancial del Derecho, como sucede, ante todo, con la seguridad jurídica.
El asunto que acabo de esbozar representa, sin duda, una encrucijada trascendental para todo ordenamiento jurídico; y, por ello, también para los juristas, sin excluir, claro está, al propio desarrollo de la vida humana en sociedad. No cabe ignorar, por lo demás, que la historia del Derecho es pródiga en contraejemplos frente a la esquemática tesis recién expuesta. Del mismo modo, el presente de la regulación merece valoraciones singulares respecto de la duración de los distintos conjuntos normativos, a la vista de que, como se ha dicho autorizadamente, la característica más notoria de las actuales regulaciones residiría precisamente en su “reformabilidad”, antítesis, como resulta evidente, de todo propósito duradero.
En este contexto, me parece conveniente traer a colación la vigencia ya centenaria de una ley relativa a las sociedades de responsabilidad limitada. Me refiero a la que regula dicho tipo societario en la República de Chile, concretamente la Ley 3918, de 7 de marzo de 1923. Sin ser la más antigua en el amplio contexto regulador de dicho tipo societario (ahí está, con ciento treinta años a sus espaldas, la GmbhG alemana), la ley chilena representa una rara avis, lo que bien merece prestarle cierta atención, contenido esencial, por otra parte, del presente commendario.
Si algo sorprende al lector en ese producto del ordenamiento jurídico chileno, es, de entrada, la brevedad de su texto, lo que, sin llegar al extremo de una reforma de la ley hipotecaria española (promovida en su momento por D. Jerónimo González), compuesta por un único artículo, y no precisamente largo, resulta a todas luces llamativo. También era breve, dirá algún veterano jurista español, la ley de 17 de julio de 1953, primera regulación, precisamente, de la sociedad de responsabilidad limitada entre nosotros, circunstancia que, al menos a mi juicio, representaba uno de sus más que variados méritos. Esa brevedad, con todo, no impedía la presencia en dicho texto de un esquema completo del itinerario institucional correspondiente a nuestra figura, aunque su notorio carácter sintético dejaba sin respuesta numerosas cuestiones, objeto de atento análisis por la doctrina –no demasiado abundante, por cierto- que se ocupó de ella.
El caso de la ley chilena, que el pasado año 2023 cumplió el primer siglo de vigencia, es del todo singular en lo que a su brevedad se refiere, porque consta exclusivamente de cinco artículos, de escueto enunciado todos ellos, consagrados a establecer los elementos básicos correspondientes a la autorización de la figura en el ordenamiento chileno, objetivo éste decisivo y esencial para su promulgación. En ese marco ordenador, se contienen algunas particularidades sobre los requisitos formales de su constitución, así como sobre los socios, en cuanto a su número (no superior a cincuenta) y su responsabilidad, extremo éste aludido en varios de los preceptos de la ley.
En tal sentido, ya su art. 1 alude a la “responsabilidad limitada” de los socios, como una característica esencial de la figura, lo que concreta, de inmediato, el art. 2 de la Ley 3918, al circunscribir dicha responsabilidad “a sus aportes o a la suma que a más de esto se indique”. No termina ahí la cosa, puesto que el art. 4, al referirse a la razón o firma social de la sociedad de responsabilidad limitada, impone la necesidad de que dicho rasgo distintivo incluya, como último término, la palabra “limitada”; de lo contrario, los socios “serán solidariamente responsables de las obligaciones sociales”.
También pretende la Ley chilena el cumplimiento estricto de los requisitos fundacionales en ella establecidos cuando impone, en su art. 2, la necesaria presencia de la escritura pública al comienzo del iter fundacional. Nada indica dicho precepto sobre el contenido de ese documento público, remitiéndose, a tal fin, a lo dispuesto en el art. 352 del Código de comercio (texto legal también longevo, pues años atrás, en 2015, alcanzó el siglo y medio de vigencia).
Por su parte, y en este mismo ámbito, el art. 3 alude a la inscripción de la escritura social, así como de las posibles modificaciones que pueda experimentar, con nueva remisión a distintos preceptos del Código de comercio. Este cuerpo normativo es objeto de invocación en la citada norma a propósito de la “omisión de cualquiera de estos requisitos”, es decir, de todo lo relativo a la inscripción y publicación de la escritura en el correspondiente Diario Oficial, retrotrayéndose sus efectos, en caso de cumplimiento, a la fecha de la escritura.
Llama la atención, desde la perspectiva específica del Derecho de sociedades, el hecho de que las sociedades limitadas en Chile podrán ser tanto de naturaleza civil como comercial, en función del objeto de su actividad, siendo en todo caso, entidades “distintas de las sociedades anónimas o en comandita”. Esa doble adscripción, con todo, no se refleja en la Ley que nos ocupa a la hora de contemplar el posible régimen ordenador de la figura. Como ya hemos visto, la ausencia del término “limitada” en la razón social acarrea para los socios el sometimiento a un régimen de responsabilidad idéntico al de las sociedades colectivas.
Pero, en términos más generales, dentro de la materia correspondiente al régimen de la sociedad limitada chilena, interesa destacar lo dispuesto en el art. 4. A su tenor, “en lo no previsto por eta ley o por la escritura social, estas sociedades se regirán por las reglas establecidas para las sociedades colectivas”. También les serán de aplicación otros preceptos del Código de comercio, así como el artículo 2104 del Código civil.
De este conjunto regulador aplicable a la sociedad de responsabilidad limitada en Chile, conforme a la Ley 3918, cabe deducir, entonces, dos extremos de diferente alcance. El primero de ellos se refiere al amplísimo margen de maniobra de que dispone la autonomía de la voluntad en el marco de la citada ley, lo que pone de manifiesto una circunstancia, cabría decir “universal”, en el tratamiento comparado del tipo societario que nos ocupa, si bien acentuada en la norma ahora en estudio.
El segundo extremo consiste, como se acaba de ver, en el establecimiento de un régimen de cobertura para la sociedad limitada, de especial rigor, como es notorio, también con carácter universal, y coherente, en todo caso, con la clásica apreciación de la sociedad colectiva como sociedad general del tráfico mercantil. Y es que, de manera resuntiva, quizá pueda afirmarse que la limitada chilena, al menos en sus orígenes, se concibió como una sociedad colectiva con la nota singular de que sus socios asumían meramente un riesgo igualmente limitado.
Algunas otras cuestiones han quedado lógicamente en el tintero, dado el carácter, de nuevo “limitado”, del texto analítico que todo commendario representa. Por lo demás, y tras este examen escueto, cabe decir ahora que el siglo cumplido el pasado año respecto de la vigencia de la Ley 3918 facilita la emisión de un juicio positivo sobre la misma; ello es así, sin perjuicio de que el mucho tiempo transcurrido desde su promulgación obligará a revisar reposadamente su contenido a fin no sólo de completar su ordenación institucional, sino sobre todo con el propósito de formular un elenco actualizado de criterios de política jurídica que puedan resultar útiles a los operadores económicos chilenos. En esa ordenación, con todo, me parece conveniente mantener las líneas básicas originarias, teniendo en cuenta, con especial relieve, la notoria conveniencia de hacer posible un amplio despliegue de la libertad contractual.
En cualquier caso, la larga duración de la Ley 3918 ofrece más luces que sombras, circunstancia que, en un terreno más general, debería servir a los juristas para moderar la pretendida “reformabilidad” como rasgo distintivo de las regulaciones propias de nuestro tiempo. En ese sentido, un marco ordenador bien trazado y dotado, a la vez de suficiente flexibilidad, sin perjuicio del establecimiento de adecuadas medidas de cobertura, constituye también en el momento presente una buena receta de garantía jurídica.
Habrá que estudiar con cuidado el desempeño de la Ley 3918 en el inmediato futuro, una vez cumplidos sus primeros cien años de vigencia, y su encaje en el sistema del Derecho societario chileno. A esta decisiva tarea están llamados los juristas de este país hermano, cuya evolución legislativa y la alta calidad de su doctrina científica constituyen sin duda instrumentos valiosos para mantener un legado regulador de insólita y relevante duración.