Mucho se ha escrito, y con frecuencia bien, a propósito de la disciplina contenida en el art. 367 LSC, en el que, como es sabido, se contempla la responsabilidad de los administradores por las deudas sociales con motivo de la inobservancia de alguno o varios de los deberes que les incumben en sede de disolución societaria. No me detendré, por tanto, en glosar detalladamente el precepto, aunque sí convendrá recordar algunas cosas relevantes en relación con su enunciado.
La principal consiste en poner de manifiesto la distinta naturaleza de esta responsabilidad frente a los supuestos de la acción social e individual de responsabilidad, reguladas en los arts. 236-241 bis LSC. En el caso que nos ocupa, no estamos ante una responsabilidad por daños, sin perjuicio, claro está, de los diversos matices que corresponden a los preceptos últimamente citados frente al régimen general. Se trata, más bien, de una estricta responsabilidad legal impuesta a los administradores a título de sanción o pena civil, que ambos términos se han solido utilizar por la doctrina, siendo la causa de su establecimiento por el legislador la ya indicada inobservancia de sus deberes u obligaciones en dicho contexto.
El carácter, si se quiere, “paraconcursal” (o tal vez “preconcursal”) de la norma en estudio es, tal vez, uno de sus elementos más relevantes; carácter éste que no constaba, al parecer, en la mens legislatoris cuando se formuló el precepto, con una disciplina originaria, como se recordará, mucho más estricta que la vigente en la actualidad. Era, sin duda, excesivo, obligar a los administradores a responder por las deudas sociales anteriores al surgimiento de la causa de disolución; en tal sentido, la posterior reforma ha traído consigo un régimen más equilibrado, donde la idea sancionatoria encuentra la medida oportuna al quedar restringida exclusivamente a la cobertura de las deudas posteriores.
Como siempre sucede, sin embargo, la regulación que nos ocupa dejó sin contemplar, al menos de manera expresa, un extremo relevante a la hora de poner en práctica la indicada responsabilidad; me refiero a lo que podría llamarse el “régimen de la acción”, quedando en el aire asuntos tan destacados como el relativo a su plazo de prescripción. No hace falta, desde luego, que el legislador extreme su celo y deje cerrada y bien cerrada la disciplina correspondiente a cualquier figura recogida en el Derecho positivo; para lograr tal fin está la labor interpretativa propia de los tribunales y también de la doctrina, usando a tal efecto de todos los recursos hermenéuticos disponibles, como es notorio.
No se trata, a propósito de la prescripción, de una cuestión menor, y de ahí el interés de una reciente serie de sentencias del Tribunal Supremo, gracias a las cuales se aporta una orientación novedosa en la materia, susceptible, por lo demás, de originar consecuencias relevantes en muchos niveles. Me refiero, como primera referencia significativa, a la STS 4540/2023, de 31 de octubre –STS_4540_2023-, a la que han seguido otras posteriores, entre las que conviene destacar la STS 1002/2024, de 27 de febrero –STS_1002_2024-. En todas ellas, la doctrina es la misma y sitúa el plazo de prescripción fuera del Derecho de sociedades, en relación con el art. 241 bis LSC, pero también con el todavía vigente art. 949 C. de c.; y tras esta exclusión, el alto tribunal aterriza en el ámbito de la obligación garantizada (utilizo este término con toda idea, como se verá en seguida), para hacer depender de la prescripción aplicable a la misma la que corresponderá a la acción contemplada en el art. 367 LSC.
Me quiero detener en este commendario en la primera sentencia citada, es decir la 4540/2023, de la que fue ponente el magistrado Pedro José Vela Torres, como también lo ha sido de las posteriores. No hace falta, si se lee el fallo cuidadosamente, detenerse demasiado en la exposición del supuesto de hecho, bastante sencillo en sus términos esenciales, y derivado de una infructuosa reclamación a la sociedad deudora de la entidad acreedora, lo que condujo a ésta a demandar directamente al administrador (único) de aquélla, ejercitando simultáneamente la acción individual de responsabilidad de los administradores, así como la regulada en el art. 367 LSC.
En primera instancia, la demanda, interpuesta en 2018, fue desestimada porque el juez consideró prescrita la acción (las acciones, más bien), sobre la base de lo establecido en el art. 241 bis LSC. Apelado el fallo, la Audiencia sí estimó la demanda, por entender inaplicable el precepto que se acaba de mencionar y con expresa consideración, en su lugar, de lo dispuesto en el art. 949 C. de c. Como esta última norma, según es notorio, sitúa el inicio del cómputo del plazo de prescripción en el momento del cese del administrador, en el caso de autos no se apreciaba tal circunstancia respecto del administrador único, por lo que debía estimarse no prescrita la acción, estimando la Audiencia íntegramente la demanda. El administrador único recurrió en casación al Tribunal Supremo sobre la base de la aplicación al caso del art. 241 bis LSC, a cuyo tenor debía entenderse, a su juicio, prescrita la acción, argumento éste rechazado por el alto tribunal, que decidió desestimar el recurso.
La sentencia es apreciablemente corta y muy clara en su argumentación para lo que sitúa de entrada el fondo del asunto en la determinación de la naturaleza jurídica de la acción contemplada en el art. 367 LSC, por entender que sólo de esta manera se dará satisfactoria respuesta a la pregunta por el plazo de prescripción a ella aplicable. Con cita de diversos fallos previos del Tribunal Supremo, se afirma que “la Ley constituye a los administradores en garantes solidarios de las deudas surgidas” respecto de su sociedad, una vez constatado que no adoptaron las medidas establecidas en la regulación societaria para el supuesto de la disolución.
Con base, de nuevo, en otras sentencias de alto tribunal, se sostiene que, dentro del precepto en examen, nos encontramos ante “una responsabilidad por deuda ajena, ex lege, en cuanto que su fuente -hecho determinante- es el mero reconocimiento legal, que se concreta en el incumplimiento de un deber legal por parte del administrador social, al que se anuda, como consecuencia, la responsabilidad solidaria de este administrador por las deudas sociedades posteriores a la concurrencia de la causa de disolución. Y sin perjuicio de que resulte necesaria su declaración judicial”.
Como es fácil de comprender, este sistema de responsabilidad se ha concebido con la finalidad “de garantizar los derechos de los acreedores y de los socios”, circunstancia que ha permitido a una de las sentencias analizadas como fundamentación dogmática del presente fallo (concretamente, la STS 586/2023, de 21 de abril –STS_1721_2023-), establecer “la semejanza entre la función de los administradores sociales en estos casos y los fiadores”. Por lo que cabe concluir, en esta aproximación a la naturaleza y caracteres de la acción contemplada en el art. 367 LSC, que la regulación legal “convierte a los administradores en garantes personales y solidarios de las obligaciones de la sociedad posteriores a la fecha de concurrencia de la causa de disolución”.
Sobre la base de este planteamiento, resulta evidente al Tribunal Supremo que “el plazo de prescripción no puede ser el del art. 241 LSC, previsto para las acciones individual y social, que se refieren a supuestos distintos”. Y esa exclusión es resultado directo de tomar en cuenta los habituales criterios interpretativos de las normas, a los que alude el art. 3 C.c.; desde luego, el literal, pero también el sistemático, como consecuencia de la distinta ubicación de las acciones individual y social, por un lado, y la acción contemplada en el art. 367 LSC, por otro.
A estas circunstancias, debe añadirse otro dato, todavía más importante, como es la distinta naturaleza de las primeras, en cuanto típicas acciones concebidas para el resarcimiento de los daños, bien sociales, bien personales, frente a la acción de responsabilidad por deudas, al ser ésta, según ya se ha dicho, “una acción de responsabilidad legal por deuda ajena con presupuestos propios”.
Por las mismas razones, tampoco resulta aplicable al caso la acción contenida en el art. 949 C. de c., puesto que tras la reforma llevada a cabo en el régimen de responsabilidad de los administradores por la Ley 31/2014, el precepto codificado “ha quedado circunscrito a las sociedades personalistas, reguladas en el Código de Comercio, sin que resulte de aplicación a las sociedades de capital”. Y aunque esta última norma tiene la ventaja de “la objetivación cronológica del plazo… desconecta el momento de la producción de ese daño o de su manifestación externa del inicio del plazo de prescripción, hasta el punto de que puede darse la paradoja de que empiece a correr el plazo antes de que esto último ocurra”.
El conjunto de argumentos que acabo de resumir conduce al Tribunal Supremo a declarar con toda nitidez que “el plazo de prescripción de la acción del art. 367 LSC es el de los garantes solidarios, es decir, el mismo plazo de prescripción que tiene la obligación garantizada (la deuda social), según su naturaleza (obligaciones contractuales, dimanantes de responsabilidad civil extracontractual, etc.)”. De este modo, la relación entre la sociedad y su administrador “es de solidaridad propia, porque nace la aceptación del cargo de administrador y de la propia previsión del precepto -art 367 LSC-, que le confiere carácter legal, aunque sea necesaria su declaración judicial”. Por ello, también le son aplicables al administrador “los mismos efectos interruptivos de la prescripción que le serían aplicables a la sociedad, conforme a los arts. 1973 y 1974 CC”.
A la hora de trasladar estas consideraciones generales al asunto enjuiciado, constata el Supremo que “la deuda proviene del impago del precio de una compraventa de mercancía”, por lo que resulta aplicable “el plazo de prescripción de las obligaciones personales del art. 1964 CC”. Se extiende la sentencia, seguidamente, en la reforma de dicho precepto por la Ley 42/2015, de 5 de octubre, recogiendo expresamente su disposición transitoria quinta. Sobre esta base, y al nacer la acción del demandante en 2009, su prescripción habría de producirse en octubre de 2020, “por lo que el recurso de casación debe ser desestimado, aunque a la confirmación de la sentencia recurrida se haya llegado por otros argumentos jurídicos”.
Sin llegar a surgir un “clamoreo” contradictorio, propiamente dicho, la sentencia aquí sintetizada ha producido, en apariencia, una significativa sorpresa, sobre todo en los medios profesionales. No se trata, como ya ha quedado dicho, de un fallo aislado, luego carente de confirmación; al contrario, conforme a lo ya indicado más arriba, nos encontramos ante una orientación constante y firme, a cuyo favor bien podría alegarse la lógica institucional en la que se encuadra, más allá de la identidad de términos (“responsabilidad” “administradores”, “acciones”), aquí poco relevante y fuente, quizá, de mayor confusión.
Con la fórmula que acabo de utilizar (“lógica institucional”), me refiero, en primer lugar, a un hecho suficientemente sabido, y que he mencionado al comienzo del commendario: la singularidad de la responsabilidad establecida en el art. 367 frente a las acciones propias que también afectan a los administradores cuando su conducta haya causado, por acción u omisión, daños a la sociedad o al patrimonio de los legitimados para el ejercicio de la acción individual. Se impone, de este modo, la naturaleza del instrumento jurídico traído a colación en el contexto específico de la disolución societaria.
Pero, en segundo lugar, la lógica institucional a la que me refiero se deduce también de la atribución a los administradores, conforme al espíritu del art. 367, del carácter de “garantes solidarios” respecto de la correspondiente sociedad. Esa conexión se produce como consecuencia de su expreso reconocimiento legal, es cierto, aunque no carece, podríamos decir, de fundamento in re; aun siendo la propia Ley la que impone al administrador un elenco de conductas (por lo tanto, debidas) y, en ejercicio de su, digamos, “soberanía”, establece una consecuencia jurídica de tipo sancionatorio para el caso de su inobservancia, no hay en ello ajenidad a la situación de intereses y circunstancias contempladas en el precepto.
Esa lógica institucional, además, conduce a vincular la suerte de los administradores a la de su propia sociedad, a través de la figura, vicaria, pero esencial, de las obligaciones y las deudas de esta última. Se “añade” un nuevo deudor, con carácter solidario, si bien con cierta nota de accesoriedad (el término “garantes” no altera la posición del fiador en nuestro Derecho, sin perjuicio del mencionado calificativo, una nueva muestra de “soberanía” de la Ley).
Y, por último, la lógica institucional se manifiesta en lo que atañe al plazo de prescripción, ya no autónomo del administrador (como en los arts. 241 bis LSC y 949 C. de c.), sino vinculado, de nuevo, a la prescripción correspondiente a la concreta obligación objeto de la litis, en su caso. Es verdad que tal vínculo introduce un cierto factor de aleatoriedad en el asunto, exquisitamente concreto, de la determinación del plazo de prescripción, en nuestro caso, de la acción establecida en el art. 367 LSC; todo dependerá, entonces, del plazo de prescripción correspondiente a la acción relativa a la obligación garantizada, con alguna merma, si se quiere, de la previsibilidad y la certeza jurídicas, seguramente susceptibles de corrección con una diligencia mayor por parte del jurista ocupado en estos temas.