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¿UN ATAJO INTERPRETATIVO DE LA DIRECCIÓN GENERAL?

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

No puedo recordar donde leí la frase ni quien fue su autor; sólo me es posible confirmar hoy, tras muchas décadas, su impacto en mi formación de jurista. Salvando las lagunas de la memoria, y abusando una vez más de la amabilidad del lector, la transcribiré del modo siguiente: “Desde el Pretor romano, el Derecho no es nada sin la interpretación”. Era la época de la licenciatura (el grado no estaba ni siquiera en proyecto) en la siempre recordada Facultad de Derecho de Zaragoza; me interesaban muy distintas asignaturas, si bien tenía ya por entonces una acusada tendencia a buscar fundamentos un tanto filosóficos a buena parte de los problemas con los que a diario nos exponían en las aulas aquellos excelentes profesores. Y había siempre, ante los muchos dilemas, una urgente necesidad: la de dar con la mejor clave interpretativa para llegar a ese resultado en el que la justicia y la seguridad jurídica se estrechan cordialmente la mano.

No es una labor sencilla, aunque para facilitar su realización hayan buscado los juristas expedientes diversos a lo largo de la historia. Algunos de ellos, como el archiconocido apotegma in claris no fit interpretatio aspiran a soslayar la faena hermenéutica en beneficio de una claridad que quizá no exista más que en la mente de sus promotores; otras veces, es la propia ideología inspiradora del sistema jurídico la que pretende reducir al más bajo nivel el papel del jurista ante el conflicto o el dilema. Basta con recordar, en tal sentido, al más añejo positivismo, tal vez presente con cierta paradoja en nuestro tiempo y en nuestra realidad más cercana, cuando, con fórmula consagrada, intentaba limitar el papel del juez a ser mera “boca de la ley”. Y no faltan, por supuesto, los expedientes habilitadores de la más pura franquía, mediante fórmulas como el Derecho libre, el uso alternativo del Derecho, o, más recientemente, el fundamento extrajurídico del análisis económico del Derecho.

El art. 3 de nuestro Código civil, tan traído y tan llevado en todo momento, vendría a ser, en esta exposición elemental que vengo haciendo, una especie de norma de compromiso, donde se ha querido aunar, con fórmula dotada de cierta elasticidad, la tradición con la actualidad. Que, por lo demás, dicho precepto cuente ya con medio siglo no parece importar demasiado a nadie, sea del sector jurídico que sea, aunque el paso del tiempo viene añadiendo matices importantes, al hilo de la propia evolución jurídica interna, pero también como consecuencia de la internacionalización de nuestra vida institucional, gracias, entre otros extremos, al importante papel de la Unión europea.

No parece exagerado decir, por tanto, que la interpretación es para el jurista una labor de riesgo; labor inevitable e imprescindible, como vengo diciendo, si bien afectada por una complejidad esencial que impide establecer pautas seguras y obliga, casi siempre, a empezar desde el principio. De ahí, las incontables discrepancias de la doctrina, los cambios nada infrecuentes de la jurisprudencia a la hora de emitir sus fallos o decisiones y la consiguiente incomprensión del mundo circundante ante un saber, como el jurídico, incapaz, en apariencia, de ofrecer la suficiente seguridad a la hora de prever los efectos de tal orden para el actuar humano.

No hay, sin embargo, otra opción, o, mejor dicho, no hay otra posibilidad que la de interpretar, con todos los recursos posibles, el ordenamiento a fin de conseguir la realización del Derecho, como, de manera tan acertada, afirmó Ihering. Esa expresión (“todos los recursos posibles”), aun dentro de su elementalidad, me parece que establece una máxima de conducta para el jurista, es decir, señala un camino y predispone un método, en cuanto fórmula -esta última- para “abrirse paso hacia el fundamento”, como quería Xabier Zubiri; y ello, en el bien entendido de que, en el ámbito jurídico, se trata de dar con el sentido de las instituciones, modulado o tamizado por su puesta en práctica en una determinada realidad social.

Teniendo, como suelo, estas orientaciones a modo de basso continuo de mi actividad como jurista, sorprenderá poco al lector que se hayan “activado”, digámoslo así, con motivo de la lectura de la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 8 de julio de 2024 (BOE de 23 de julio), relativa a un asunto exquisitamente societario -la posible competencia, en su caso, del órgano de administración para acordar el traslado del domicilio de una sociedad de responsabilidad limitada dentro del territorio nacional-, materia objeto, por lo demás, de algunas novedades significativas en los últimos años, como es bien sabido. Y es que en dicha resolución han sido algunos recursos interpretativos contenidos en el art. 3 del Código civil los elementos determinantes para llegar al resultado en ella contenido.

El asunto se explica sin especial dificultad y nos sitúa ante el traslado del domicilio social de Madrid a Getafe por el administrador único de la sociedad afectada. Presentada la correspondiente escritura ante el Registro mercantil, el registrador resolvió no practicar la inscripción a la vista de lo dispuesto en el art. 3 de los estatutos sociales, tal y como se formulaban desde la constitución de la sociedad (septiembre de 2019). A su tenor, “por acuerdo o decisión del órgano de administración podrá cambiarse el domicilio social dentro del mismo término municipal, así como crearse, trasladarse o suprimirse las sucursales, en cualquier lugar del territorio nacional o del extranjero, que el desarrollo de la actividad de la empresa haga necesario o conveniente”.

Recurrida la calificación registral por el notario autorizante de la escritura, la Dirección General decidió desestimar el recurso, confirmado la calificación impugnada.

La resolución, ciertamente no extensa y en lo que aquí interesa excesivamente breve, contiene diversas reflexiones, todas ellas, sin duda pertinentes, alrededor de la “historia” no precisamente demasiado larga, en torno a la posible competencia del órgano de administración para decidir, en su caso, el traslado del domicilio social. Era bien conocida su facultad para decidir tal cosa dentro del mismo término municipal, siempre que la correspondiente modificación (indudablemente estatutaria), no hubiera sido expresamente prohibida por los estatutos sociales.

Así se establecía en el art. 285, 2º LSC en su versión originaria, alterada con posterioridad mediante dos reformas legislativas de diverso alcance y originadas, del mismo modo, por motivos de muy distinta consideración. Me refiero a la Ley 9/2015, de 25 de mayo, donde ya asoma la ampliación de la competencia del órgano administrativo en el tema que nos ocupa, para intensificarse, si vale el término, a través del Real Decreto-ley 15/2017, de 6 de octubre. No hace falta recordar ahora las circunstancias que dieron lugar a esta última reforma, sin perjuicio de señalar que el cambio legal llevado a cabo entonces se mantiene en vigor y atribuye al órgano de administración, como es bien sabido, la competencia para “cambiar el domicilio social dentro del territorio nacional, salvo disposición contraria de los estatutos”.

Esta atribución de competencia, que se refleja en la LSC a título de excepción, frente a la competencia básica de la junta general en sede de modificación de los estatutos, se entiende del todo vigente, “salvo disposición contraria de los estatutos”, aclarando el legislador, en interpretación auténtica, lo que cabe entender por tal cosa, es decir, “sólo cuando los mismos establezcan expresamente que el órgano de administración no ostenta esta competencia”.

No parece dudosa, entonces, la voluntad legislativa de reconocer a los administradores la competencia plena en el tema que nos ocupa, sólo sometida a la declaración expresa en contrario de los propios estatutos sociales. Con este telón de fondo, que no puede tildarse, en apariencia de oscuro, el Centro directivo resuelve el recurso interpuesto mediante una ratio decidendi puramente interpretativa, si bien, como antes indiqué, limitada al empleo de algunos recursos hermenéuticos y teniendo en cuenta, como contexto temporal, el hecho, ya indicado, de que la sociedad limitada en cuestión había sido constituida en 2019, es decir, con posterioridad a las modificaciones sucesivas, antes mencionadas, del art. 285 LSC. Merece la pena, de este modo, reproducir literalmente, el párrafo último, a la vez que breve, de la resolución:

“Por ello, de una interpretación lógica del artículo 285.2 de la Ley de Sociedades de Capital y atendiendo a la realidad social al tiempo de la constitución de la sociedad (vid. Art. 3.1 del Código Civil), debe concluirse que al establecer los estatutos sociales que <<por acuerdo o decisión del órgano de administración podrá cambiarse el domicilio social dentro del mismo término municipal (…)>> se trata de una disposición contraria a la competencia de dicho órgano para cambiarlo dentro de todo el territorio nacional y que esta disposición es expresa sin necesidad de que exista otra disposición que de manera rigurosamente formalista o sacramental explicite que el órgano de administración no ostenta esa competencia más amplia”.

Párrafo que, en suma, da paso inmediato a la desestimación del recurso, con la confirmación de la resolución impugnada.

Parece evidente, como punto de partida, la estricta dimensión interpretativa que caracteriza a la resolución aquí glosada: y ello, tanto en sentido formal, como sustantivo. Se trata, con todo, de un planteamiento hermenéutico limitado, ya que son solo dos los criterios traídos a colación por el Centro directivo, dentro del amplio repertorio de posibilidades contenidas en el propio art. 3 del Código civil. Y si se nos apura, cabría discutir, incluso, el modo de entender los criterios interpretativos aplicados en la resolución. De una parte, la lógica invocada por la Dirección General no pasa de ser una forma circunstancial de valorar los silencios y las manifestaciones expresadas en la cláusula estatutaria objeto de análisis; es decir, una suerte de literalidad (encubierta) de carácter conjunto, sin entrar, por tanto, en la aclaración del significado correspondiente a los términos empleados en tales formulaciones.

De otra parte, la referencia, como criterio hermenéutico, a la realidad social del tiempo en que ha aplicarse la norma, resulta, a mi juicio, poco afortunada. Con un planteamiento reductivo, la Dirección General circunscribe dicho criterio al momento en que se constituyó la sociedad en cuestión (2019), sin que sepamos, por otra parte, cuál era la realidad social en ese momento relevante para la correspondiente interpretación. Conviene tener en cuenta que cuando se utiliza dicha noción no se trata tanto de fijarse en un determinado momento temporal, sino, más bien, en el conjunto de valoraciones vigentes en la sociedad durante el mismo, susceptibles, a la vez, de aplicarse con resultados relevantes en el contexto de una interpretación jurídica, aunque las citadas valoraciones, como es bien sabido, no han de ceñirse al ámbito específico del Derecho.

Lo único relevante desde el punto de vista jurídico en aquel momento era la vigencia nítida de lo dispuesto en el art. 285, 2º LSC tras la reforma llevada a cabo mediante el Real Decreto-ley 15/2017. Y si se quiere ahondar más en el criterio interpretativo que nos ocupa podría haberse aludido a la capacidad de tal norma (tras la citada modificación de su texto) para fomentar el dinamismo empresarial, aprovechando las oportunidades que en cada caso pueda presentar la evolución del mercado. A ello se aludía, con acierto, en el recurso presentado ante el Centro directivo por el notario autorizante de la escritura, sin que tal argumento, expresivo, a mi juicio, de la realidad social del tiempo en que había de aplicarse el precepto en cuestión, haya sido tenido en cuenta dentro de la resolución en estudio.

Y también en dicho recurso se expresaba con toda claridad el sentido propio y el fin fundamental del art. 285, 2º LSC tras su modificación; se trata de reconocer al órgano de administración la competencia para una concreta modificación estatutaria, cual es el traslado del domicilio de la sociedad dentro del territorio nacional; y ello, por vía de excepción, sin alterar la genérica competencia que a tal efecto tiene la junta general. Es esta, también en mi criterio, una conclusión irrebatible, sin perjuicio de la cual quedará a criterio de los socios la posibilidad de invalidarla mediante la oportuna consignación en los estatutos de la fórmula contenida en el propio art. 285, 2º LSC.

Nada de esto se ha tenido en cuenta y sí la conclusión contraria sobre la base de un proceso interpretativo de muy limitado alcance, como ya ha habido ocasión de señalar. Y lo menos satisfactorio ha sido, precisamente, privar al órgano de administración de la indicada competencia, a pesar de que los estatutos no habían experimentado cambio alguno, tomando como elemento decisivo a tal efecto que en dicho documento se atribuyera competencia a los administradores para trasladar el domicilio de la sociedad dentro del mismo término municipal.

Vuelvo al principio de este commendario para traer a colación otra frase que me marcó en la época estudiantil, y que también viene referida al “arte” de la interpretación. La pronunciaba con frecuencia un relevante civilista y se resumía en destacar la “peligrosidad” del argumento a contrario; dicho de otra forma, que se afirmara determinada cosa en un contrato, en unos estatutos o, incluso, en una ley, no significaba necesariamente que se negara el supuesto contrario.

Si se mira bien, por tanto, algo (o mucho) de esto, se encuentra en el párrafo final de la resolución en estudio, donde, además, sobre la base de una aparente flexibilidad, se llega a un resultado que hace más rígido el propósito legislativo; y es que el reconocimiento expreso de la competencia de los administradores para trasladar el domicilio social dentro del mismo término municipal se entiende por el Centro directivo (recordémoslo de nuevo) como “una disposición contraria a la competencia de dicho órgano para cambiarlo dentro de todo el territorio nacional”, sin que “de manera rigurosamente formalista o sacramental” resulte necesaria otra disposición que “explicite que el órgano de administración no ostenta esa competencia más amplia”.

Hay que evitar, por tanto, los atajos interpretativos, buscando, más bien, un análisis de conjunto en el que se ponga en juego el conjunto de criterios disponibles a tal efecto con el fin de conseguir la mejor aplicación de la ley. Pues, como recomendaba el maestro Girón, en frase que repito con frecuencia, y sobre la que conviene meditar, “la solución de los problemas, a cierto nivel de dificultades, no permite ahorrar ningún medio que pueda conducir a una correcta hermenéutica”.