En pocas figuras jurídicas como la del factor se da, dentro del Derecho mercantil, una continuidad mayor entre la tradición legislativa codificada y la situación actual. No quiero decir con ello, claro está, que el tiempo no haya añadido detalles relevantes a su configuración inicial, tal y como, todavía hoy, puede verse a partir del art. 281 del C. de c., con supuestos tan destacados como el del factor notorio, tal y como viene contemplado en el art. 286 del mismo cuerpo legal. Por ser cuestiones sobradamente conocidas, no me detendré ahora en el tratamiento dado por nuestra doctrina a esa regulación, donde hay, por otra parte, episodios relevantes de discusión entre prestigiosas figuras de mercantilistas españoles a la hora de delimitar con la mayor nitidez posible lo que el último precepto citado venía a significar.
El caso es que el factor, así llamado, o con otros nombres (gerente, director general, etc.) que el propio Código o el paso del tiempo han añadido, constituye un referente obligado a la hora de organizar la actividad en el mercado de cualquier empresario, con independencia de su tamaño, de su forma jurídica o de su particular objeto. Resulta evidente, por ello, su carácter de colaborador del empresario y, a la vez, de representante del mismo dotado con poderes generales. Y aunque su posición concreta recuerda frecuentemente a la de los administradores (en el caso de los empresarios sociales), no resulta dudosa su condición de representante voluntario frente a la representación orgánica propia de estos últimos sujetos.
Sobre esta base, completada con normas ajenas al Derecho mercantil, como son, entre otras, las relativas a su condición de trabajador singular (de ·”alta dirección”, como es bien sabido), resulta posible afrontar con razonables dosis de seguridad el tratamiento jurídico del factor y resolver los no pequeños problemas que su posición efectiva en el giro o tráfico de la empresa (según sigue diciendo el art. 286 C. de c.) es susceptible de plantear.
No obstante, siempre quedan en el aire, como en cualquier cuestión jurídica, asuntos necesitados de especial reflexión, aunque a primera vista puedan parecer de menor entidad o, en apariencia, no esenciales. Apunto esta circunstancia a propósito de la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 25 de septiembre de 2024 (BOE de 7 de noviembre) en la que el Centro directivo se ha ocupado precisamente del asunto descrito en el título del presente commendario. Y lo ha hecho en un dictamen relativamente breve y con toda claridad a favor de que el citado cese (por jubilación de la titular de la dirección general en cuestión) sea documentado en una escritura pública, pues de lo contrario no podrá tener acceso al Registro mercantil.
Como también se apunta en el título, la directora general desarrollaba su actividad en una sociedad anónima pública (de titularidad exclusiva, por cierto, de un ayuntamiento de las Islas Canarias) y el cumplimiento de la edad reglamentaria trajo consigo el correspondiente acuerdo de la junta general de la citada sociedad para hacer efectivo su cese, documentado en el certificado expedido por el secretario general accidental del ayuntamiento. Presentado este documento público en el Registro mercantil para su inscripción, el registrador emitió calificación negativa por entender que era preciso a tal efecto otorgar escritura publica de acuerdo con lo establecido en el art. 95, 1 en relación con el art. 94, 1, 5º RRM. El (nuevo) director gerente de la sociedad municipal interpuso recurso, alegando que el certificado del acuerdo de la junta “tiene la consideración de documento público, al haber sido expedido por funcionarios habilitados en el ejercicio de sus funciones, lo que hace innecesario que deban ser intervenidos por cualquier otro funcionario distinto a los actuantes”. Por su parte, la Dirección General desestimó el recurso y confirmó la calificación impugnada.
Comienza la resolución recordando la vigencia y la importancia, dentro del ámbito registral, del principio de legalidad, con mención a tal efecto de las principales normas que lo contemplan, tanto en lo que se refiere a la vertiente hipotecaria, como a la más específica del Registro mercantil (con la explícita alusión al art. 5 RRM y el principio de titulación pública). De este modo, la especial trascendencia de los efectos derivados de los asientos del Registro, cualquiera sea éste, se deriva de la “rigurosa selección de los títulos sometidos a la calificación del registrador”. Ello no obsta, claro está, a la existencia de algunas excepciones (“contadas”, como se dice en la resolución) al respecto, “que son ajenas al caso debatido”.
Reconoce el Centro directivo que “la certificación administrativa objeto de calificación tiene la consideración de documento público, algo que no niega el registrador”. Con todo, no es posible afirmar una suerte de “libertad de forma”, de manera independiente o desvinculada del acto o contrato que se pretenda inscribir. Este argumento se contempla en la resolución con especial referencia a la legislación hipotecaria, lo que no impide a la Dirección General entender que resulta de todo punto aplicable al ámbito específico del Registro mercantil.
A la hora de considerar posibles vertientes complementarias del asunto analizado, no ignora el Centro directivo que los arts. 141 y 147 RRM “contemplan determinados supuestos en que, por excepción, el nombramiento y cese de los administradores pueden acceder al Registro Mercantil mediante documentos diferentes a la escritura pública”. Siendo esto así de manera indiscutible, resulta necesario tener en cuenta que “la figura de director general de la sociedad no puede equipararse a los administradores, sino que se enmarca en el ámbito de la representación voluntaria”.
A pesar de las claras diferencias que, al menos en teoría, separan a administradores de gerentes, directores gerentes o directores generales, que de todas estas maneras se denomina a quienes, como los factores, tienen el carácter de representantes voluntarios de determinados empresarios, resulta notoria la frecuencia con la que se entremezclan las posiciones jurídicas de aquellos y éstos. Tal circunstancia propicia un habitual confusionismo “que hay que tratar de evitar, para que resulten claramente delimitadas ambas figuras, y puedan aplicarse a una y otra las normas legales que le son propias -las especiales de la Ley de Sociedades de Capital- para los administradores y las propias de la representación para quienes actúen como apoderados”.
No se dispone, sin embargo, de una “definición legislativa” en lo que atañe al director general (simplificando ahora la pluralidad terminológica), aunque, como afirma la Dirección General, se refieran a ella determinadas normas, casi todas situadas en la LSC, sin perjuicio del Real Decreto 1382/1985, de 1 de agosto, a propósito de la relación laboral de alta dirección, u otros preceptos, como la Ley 10/2014, de 26 de junio, de ordenación, supervisión y solvencia de entidades de crédito. Y todo ello, claro está, sin perjuicio de la posible aplicación de las normas del Código de comercio sobre el factor, a las que se ha hecho ya repetida referencia en este commendario.
De este heterogéneo conjunto normativo, con especial apoyo en la regulación de naturaleza laboral, deduce el Centro directivo que “el director gerente tendrá conferido un poder general en el cual debe entenderse comprendido todas aquellas [¿facultades?] que sean precisas para la <<alta dirección>>, es decir para administrar y dirigir la actividad industrial, laboral, comercial y financiera de todo orden del negocio”. Este amplio elenco de actuación no permite, sin embargo, identificar al director general con el administrador, pues es el órgano de administración “quien determina los objetivos y política de la empresa con arreglo a la cual debe llevar la dirección y gestión el gerente”. En el supuesto contemplado en el expediente, por otra parte, era evidente, a juicio de la Dirección General, la subordinación del director general respecto del órgano administrativo, a la vista de lo dispuesto en el art. 25 de los estatutos sociales.
Sobre la base de todas estas consideraciones, aquí sintéticamente resumidas, afirmó el Centro directivo la necesidad de que el cese de la directora general en cuestión constara en escritura pública para acceder al Registro mercantil, a tenor de lo dispuesto en los arts. 94, 1, 5º y 95, 1 RRM; y es que, según tales preceptos, será preciso el otorgamiento de escritura pública en relación con “los poderes generales y la delegación de facultades, así como su modificación, revocación y sustitución”.
Del juego de preceptos y nociones susceptibles de ser considerados en el caso, ha extraído la Dirección General un resultado claro, a cuyo favor concurren varias circunstancias. Desde luego, la singularidad de la figura del director general y su clara diferenciación conceptual del administrador de una sociedad mercantil. Pero también han de tenerse en cuenta los preceptos del RRM repetidamente citados en la resolución, sobre cuya base, y al margen de lo que parecería permitir el art. 5 del mismo texto, se sustancia la exigencia de escritura pública para que pueda acceder al Registro mercantil un acto como el que nos ocupa, es decir, el cese de la directora general de una sociedad anónima pública.
Reitero el carácter del empresario social en el presente caso, pues por dicha circunstancia se disponía de los requisitos esenciales en esa persona jurídica para configurar un documento público distinto de la escritura pública; así se hizo, y sin desconocer esa naturaleza para el certificado emitido por el funcionario municipal, el Centro directivo entiende prioritario lo dispuesto en los arts. 94, 1, 5º y 95, 1, RRM, y con ello la exigencia de escritura pública a los efectos considerados en la resolución.
A este respecto, me vienen a la cabeza algunas cuestiones que resumidamente transcribo a continuación. La primera tiene que ver con la naturaleza del acto mediante el que se extingue la relación entre la sociedad y la directora general; se habla repetidamente en la resolución de “cese”, sin que tal término deba entenderse más allá de la propia esfera jurídica de dicha directora. Dicho de otro modo: la directora general no ha sido cesada de su puesto, sino que ha cesado en él, como consecuencia, sin duda inexorable, de su jubilación.
La segunda tiene que ver con la posibilidad de encajar tal supuesto en el marco de los términos usados por los preceptos reglamentarios invocados por la Dirección General. Se me hace difícil afirmar tal cosa; desde luego, no parece que el cese tenga algo que ver con la sustitución del sujeto apoderado con poderes generales, aunque ésta se produjera al poco tiempo de la junta general en la que se asumió, mediante el correspondiente acuerdo, el “cese”, en el sentido indicado, de la profesional en cuestión.
Igualmente difícil me resulta la posibilidad de equiparar la situación examinada con la revocación del poder de la directora, pues a la luz de lo que acabo de indicar la extinción de su vínculo con la sociedad no fue resultado de que ésta última, mediante la oportuna decisión del órgano correspondiente, decidiera revocar el poder del que hasta ese momento disponía la persona indicada. No hubo tal cosa ni parece lógico deducirla del contexto en el que se produjeron los hechos; la directora debía cesar, además, de manera en cierto sentido automática, como consecuencia del cumplimiento de la edad de jubilación. Eso fue todo y así lo constató la propia junta general con su acuerdo.
Si esto es así, cosa que me parece evidente, ¿no hubiera sido más lógico dejarse llevar, a la hora de resolver, por la “inercia”, si vale el término, propia del principio de titulación pública, como precepto genérico, en vez de fundar el peso de los argumentos en normas especiales, como los arts. 94,1, 5º y 95, 1 RRM, no del todo compatibles, a mi juicio, por su tenor literal ni por su sentido último con el supuesto contemplado en el expediente? Hay en esta resolución, por tanto, una argumentación no del todo convincente y necesitada, en mi criterio, de apoyos más sólidos para poderla mantener de manera indiscutible.