Si el régimen de las sociedades cotizadas ha recibido en el proyecto de ley para la mejora del gobierno corporativo una atención que, en términos cuantitativos, puede considerarse preferente, es quizá el órgano administrativo la materia que, desde un punto de vista cualitativo, ha terminado por ser destinataria de los principales mensajes de política jurídica concebidos por el legislador en la presente ocasión. No quiero decir con ello que los restantes aspectos considerados en el proyecto, desde luego las sociedades cotizadas, pero también las cuestiones relativas a la Junta general, carezcan de trascendencia; la tienen y muy destacada, hasta el extremo de que algunas de estas últimas, como el significativo cambio experimentado por la impugnación de los acuerdos sociales, por ejemplo, pueden modificar sensiblemente la forma predominante de entender, en la práctica, el Derecho de sociedades.
Con todo, las reformas contempladas en el proyecto respecto de la administración social, además de consolidar, por si hiciera falta, su papel determinante en la vida corporativa, aportan novedades de extraordinario relieve. Una de ellas es, precisamente, la protección de la discrecionalidad empresarial, que constituye, como suele decirse en el mundo anglosajón, un auténtico “trasplante jurídico”; y es que, a salvo de algunos extremos de menor trascendencia, la norma en cuestión acoge la conocida doctrina del “business judgment rule”, desarrollada con detalle en el Derecho de sociedades de Estados Unidos, y a la que algunos de nuestros autores, entre ellos Luis Hernando Cebriá, en una conocida y valiosa monografía, han dedicado cumplida atención. La idea de fondo, si se mira bien, es sencilla y consiste en delinear un espacio de inmunidad para los administradores sociales cuando hayan de adoptar “decisiones estratégicas y de negocio”, de acuerdo con la terminología utilizada por el proyecto. En este sentido, son cuatro las condiciones establecidas a tal fin: que el administrador haya actuado de buena fe, sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y con arreglo a un procedimiento de decisión adecuado. Observados estos requisitos se entenderá cumplido el estándar de diligencia del ordenado empresario, que, como es sabido, se impone a los administradores en nuestro Derecho como deber general.
La indicada regulación, trasplantada a su vez al Anteproyecto de Código Mercantil (art. 215-8), plantea, por su propia naturaleza, numerosos problemas cuya resolución es, sin duda, menos sencilla que la idea inspiradora de la tutela de la discrecionalidad empresarial. Para su correcta intelección, se habrá de contar, desde luego, con los criterios consagrados en la Economía de la empresa, pues no parece fácil, de otro modo, atribuir el significado pertinente a la expresión “decisiones estratégicas y de negocio”, de la cual parte, como se ha advertido, el legislador. Al mismo tiempo, y esta dificultad parece más propiamente jurídica, no es seguro si se ha pretendido dar cobertura bajo el manto de la discrecionalidad empresarial, a todas las decisiones de tal naturaleza o si, al contrario, sólo algunas de ellas están, en efecto, “sujetas” a la misma; el enunciado de este trascendental asunto no es un dechado de claridad en el proyecto y necesitaría alguna precisión, de la que, por cierto, tampoco hay pistas en su exposición de motivos.
En segundo lugar, el proyecto conecta la discrecionalidad empresarial o, mejor, su tutela, con el deber general de diligencia que incumbe a los administradores en nuestro Derecho de sociedades, según se acaba de advertir. Y ello se hace a través del establecimiento de una auténtica presunción de cumplimiento del mismo, siempre que, claro está, haya observado el administrador los cuatro requisitos que le vienen impuestos. Por el propio enunciado de la norma, pero, sobre todo, por la finalidad que con ella se persigue, esto es, dar cobertura firme a la discrecionalidad empresarial (cualquiera sea el ámbito al que se extienda), debe afirmarse, a mi juicio, que nos encontramos ante una presunción iuris et de iure. Cabrá dudar y discutir, eso sí, del cumplimiento efectivo de los indicados requisitos, algunos de los cuales, como la información “suficiente” o el procedimiento de decisión “adecuado”, por incluir conceptos jurídicos indeterminados, pueden suscitar problemas en la práctica.
También ha sido fiel el proyecto a la experiencia norteamericana en lo que atañe, precisamente, a los requisitos exigidos para la tutela de la discrecionalidad empresarial. Se echa en falta, con todo, una referencia al importante asunto de la motivación, es decir, al hecho de que los administradores justifiquen satisfactoriamente las causas y las razones sobre cuya base han adoptado la concreta decisión. No es seguro que dicho extremo pueda considerarse inherente a los cuatro requisitos enumerados por el proyecto, en particular al que impone la observancia de “un procedimiento de decisión adecuado”; este último parece referirse a un conjunto sucesivo de actos que permitan explicar cómo se ha adoptado la decisión, no tanto su porqué. A este respecto, y para comprender mejor el sentido y el fin de la tutela de la discrecionalidad empresarial, sería de gran ayuda traer a colación la amplia experiencia desarrollada a propósito de la discrecionalidad de la Administración pública. Sin desconocer las considerables diferencias entre uno y otro ámbito, resultará sumamente útil ese considerable caudal, configurado en la doctrina y en la Jurisprudencia, que ha permitido hacer compatible la necesaria libertad, de actuación y de juicio, de los entes administrativos, con la no menos relevante tutela de los ciudadanos. Por la misma razón, hará falta que, una vez entre en vigor la norma en estudio, se busque el mejor camino para que la gestión empresarial sea verdaderamente eficiente sin recaer en la impunidad de los administradores. Quizá este equilibrio requiera algún retoque en el proyecto.