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AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD Y DISOLUCIÓN SOCIETARIA

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

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La posibilidad de introducir en los estatutos causas de liquidación distintas de las legales no ha planteado, entre nosotros, especiales problemas desde el punto de vista de su licitud. Que no se haya hecho demasiado uso de ella en la práctica societaria en nada la desmiente, y parece claro, por tanto, que existe un amplio espacio en el Derecho español de sociedades de capital para el despliegue de la autonomía de la voluntad en la materia. Como es natural, esa libertad quedará circunscrita por la propia vigencia de las causas legales de disolución, sin perjuicio del relieve que, en tal ámbito, puedan tener los principios configuradores de cada tipo societario (art. 28 LCS). Resulta indudable, por lo demás, que el establecimiento de causas estatutarias de disolución es un asunto estrechamente unido a la cuestión tipológica, y bien podría decirse, al mismo tiempo, que su mayor operatividad se situará en el ámbito de las sociedades cerradas y familiares, como consecuencia del relieve que en ellas ha de atribuirse al intuitus personae.

Estas consideraciones son especialmente pertinentes a propósito de la Resolución de la DGRN de 13 de enero de 2014 (BOE del 13 de febrero) en la que el Centro Directivo declara admisible una singular cláusula estatutaria de disolución, vinculada a “la muerte de todos los socios actuales y cónyuges de los mismos”. Dicha cláusula se intentó insertar en los estatutos de una sociedad de responsabilidad limitada con motivo de una concreta modificación de los mismos, habiendo rechazado el Registrador mercantil, no obstante, su inscripción. Los argumentos alegados para ello fueron los siguientes: incompatibilidad de la cláusula con el art. 110, 1º LSC; imposibilidad del juego de la causa salvo el supuesto de conmoriencia y, finalmente, imposibilidad, en este caso, de adoptar el necesario acuerdo de disolución. Recurrida esta calificación negativa por el Notario, la DGRN admite el recurso sobre la base de una serie de reflexiones que merecen atención.

Parte la Dirección General de constatar que la muerte de uno, varios o todos los socios de una sociedad mercantil no constituye causa de disolución en las sociedades de capital, a diferencia de lo que, como es sabido, sucede en las sociedades de personas (art. 222 C. de c.), sin perjuicio de que en éstas últimas pueda conservarse la sociedad entre los socios supérstites. Y ello porque, como señala el art. 110, 1º LSC, la cualidad de socio se transmite, por sucesión hereditaria, al heredero o legatario. Pero, de nuevo con el auxilio de la autonomía de la voluntad, se puede llegar en las sociedades de capital a un resultado similar al de las sociedades de personas, haciendo uso de la posibilidad contemplada en el art. 110, 2º LSC. En el caso de autos, los estatutos de la sociedad contenían esta última previsión, de donde se deduce que, en principio, las participaciones del socio fallecido acrecerían a los restantes socios o, en su defecto, a la propia sociedad. De no ejercitarse el derecho de adquisición preferente por los socios supérstites o por la sociedad, entraría en juego lo dispuesto en el art. 110, 1º LSC. Tanto en un caso como en otro, la concurrencia de la causa de disolución no se daría hasta el fallecimiento del último socio “actual”, así como de los respectivos cónyuges. Mientras tanto, y como acabamos de ver, no habría problema alguno en la puesta en práctica de las reglas legales o estatutarias previstas para el caso de fallecimiento de los socios.

Cuando se llegara a producir el supuesto contemplado por la causa estatutaria de disolución que nos ocupa, quienes ostentaran la condición de socio de la sociedad deberían, como afirma la DGRN, “constatar la concurrencia de la causa de disolución mediante el oportuno acuerdo social, abriendo el período de liquidación”, tal y como se establece en los arts. 362 y 364 LSC. Quedan así desprovistos de fundamento los diversos criterios que habían servido al Registrador mercantil para rechazar la inscripción de la modificación estatutaria acordada por la Junta general de la sociedad en cuestión.

El carácter, sin duda, poco común de la causa estatutaria de disolución objeto de la resolución comentada nada dice, a juicio del Centro Directivo, contra su licitud y contra su encaje en nuestro Derecho de sociedades de capital. Resulta indudable, como advertíamos al principio, la estrecha conexión de una causa tan singular con las circunstancias propias de una sociedad cerrada, con estrechas relaciones entre los socios, los cuales tratan de mantener el vínculo societario en íntima ligazón con su propia subsistencia. Llama la atención, por lo demás, que en este marco de conexiones personales entren también los cónyuges de los socios “actuales”, es decir, las personas que, en el momento de adoptarse el acuerdo de modificación estatutaria, merecían tal calificativo. Aunque la DGRN señala que el ejercicio de la autonomía de la voluntad en materia de disolución acerca las sociedades de capital, y más en el caso que estamos considerando, a las sociedades de personas, debe señalarse que, de este modo, se va más allá de lo previsto en el art. 222 C. de c., que siempre y únicamente, como es sabido, habla de “socios”. A este respecto, y para terminar este “commendario”, cabría plantearse si el término “cónyuge” habría de interpretarse en sentido estricto, es decir, refiriéndolo a la persona unida al socio por un vínculo matrimonial, o cabría extender su aplicación a quien conviviera con el socio sobre la base de una “análoga relación de afectividad”, como dice el art. 231, 1º LSC. Parece, por razones de sistemática y de “realidad social”, que debería defenderse esta segunda posibilidad.

 

José Miguel Embid Irujo