Por regla general, la amplia atención que la doctrina ha prestado a los grupos de sociedades, dentro y fuera de nuestras fronteras, se ha concentrado en la vertiente interna de la figura. Con ello me refiero a las circunstancias relativas a su estructura organizativa, a partir, claro está, del momento en que pueda hablarse, propiamente, de grupo, identificado, como es sabido, con la presencia efectiva de la unidad de dirección. A partir de este momento, el Derecho de los grupos de sociedades, una disciplina in fieri en la mayor parte de los países, se nos muestra como un sector singular, sin perjuicio de su intensa y continua vinculación con el Derecho de sociedades, por ser personas jurídicas de este tipo quienes lo forman con carácter predominante. Se entiende, entonces, la frecuencia con la que muchos expertos en la materia se refieren a esta última disciplina como la “sede natural” de la ordenación jurídica de los grupos. Y ello, por supuesto, a pesar de la falta de personalidad jurídica de los grupos y de las múltiples singularidades que, como verdadera empresa policorporativa, muestran.
Esta carácter empresarial del grupo permite afirmar, al mismo tiempo, su repercusión en distintas ramas del ordenamiento jurídico, algunas de las cuales, como el Derecho Tributario, también aparecen conectadas, si bien por distintos motivos, con su vertiente interna; otras, en cambio, y sin perder su conexión con los aspectos estructurales de la figura (la intensidad de la unidad de decisión o la naturaleza jurídica de sus miembros integrantes, entre otros), aparecen referidas directamente al funcionamiento del grupo en el mercado, a sus aspectos externos. Primaría aquí, por lo tanto, la condición del grupo como “operador del mercado”, trasladando a nuestro terreno la fórmula sobre la que se ordena la disciplina contenida en el Anteproyecto de Código mercantil. No se nos oculta el posible exceso existente en dicha traslación, por muy diferentes motivos; pero puede ser útil el calificativo empleado para percibir el relieve unitario del grupo en el mercado, inevitablemente compatible con el protagonismo jurídico de quienes lo componen. Muchos son, entonces, los sectores del ordenamiento afectados por el funcionamiento de los grupos, desde el Derecho antitrust hasta el Derecho de contratos, pasando por otras disciplinas como las relativas a la propiedad industrial o el concurso de acreedores.
Conviene reiterar, no obstante, que la consideración de la vertiente externa del grupo por tales ramas viene siempre anudada al auténtico significado, organizativo y estructural, de su vertiente interna. Quiere decirse con ello que sólo será posible analizar jurídicamente el grupo, desde los supuestos y principios de cada una de ellas, si al tiempo que se destaca su relieve unitario puede éste enlazarse con la realidad de fondo de sus procesos decisorios, directamente vinculados con su particular modo de organizarse (lo que exige precisar el alcance efectivo de la unidad de dirección), así como con la naturaleza jurídica de sus miembros, que por afectar, según los casos, a regulaciones distintas, ha de tomarse necesariamente en cuenta.
Este ya largo exordio viene a cuenta de la sentencia del Tribunal Supremo 111/2014, de siete de marzo, en la que la sala de lo civil, con la ponencia del Magistrado D. José Ramón Ferrándiz Gabriel, ha tenido ocasión de ocuparse, con notable sumariedad, eso sí, de la materia que da título al presente commendario. Y aunque la resolución, siguiendo las pautas de instancias anteriores, se sitúa en el Derecho de obligaciones y contratos, no puede por menos de aludir al relieve que, a los efectos del litigio, tenía la integración de la sociedad demandada en un grupo. Sin entrar ahora en los detalles del caso, bastará con decir que la temática relevante a nuestros efectos se vinculó al hecho de que las principales magnitudes de la compraventa de un inmueble que se pretendía concluir entre dos sociedades españolas habían de ser autorizadas por el Consejo Supervisor (Supervisory Board) de la sociedad dominante del grupo (de nacionalidad holandesa) en el que se integraba la potencial vendedora.
Tras diversas vicisitudes, la sentencia discurre alrededor de los motivos de los recursos (extraordinario por infracción procesal y de casación) interpuestos por la potencial compradora, que se centran en cuestiones específicas del Derecho de obligaciones y contratos; en particular, sobre si se había dado o no la autorización del Consejo Supervisor, extremo éste afirmado por la compradora, así como, de entenderse lo contrario, sobre si tal circunstancia suponía someter el contrato a una condición puramente potestativa, con la necesidad de aplicar lo dispuesto en el art. 1115 del Código civil. A tal efecto, se alegó por la recurrente que el citado Consejo Supervisor, en palabras del Tribunal Supremo, “no era un tercero, esto es, un órgano independiente de la demandada, aceptante de su oferta, por lo que considera que se trataba de una condición dependiente de la arbitraria decisión de la misma parte vendedora”.
El alto tribunal, al rechazar el recurso, afirma que un hecho como el contemplado en el caso, es decir, el sometimiento del contrato a la autorización de un órgano de la sociedad dominante del grupo, no está contemplado en el art. 1115 C. c., por lo que resulta imposible aplicarle la consecuencia en él enunciada; y ello, desde luego, sin perjuicio de su licitud, a pesar de que la cláusula contractual podría suscitar algunas críticas. No tiene inconveniente el Supremo en reconocer que, en efecto, el Consejo Supervisor no era un tercero respecto de la sociedad demandada, controlada, como sabemos, por la entidad dominante del grupo. Y tampoco lo hay, continúa la sentencia, en “entender que su aprobación se exigió por la sociedad dominante para hacer efectiva, en la venta de una finca de una sociedad del grupo, la unidad de dirección que este utiliza como método de actuación”. No llegó a haber compraventa, por tanto entre la recurrente y la demandada, concluye el Supremo, siguiendo lo que acordó “con buen criterio” el Tribunal de apelación.
Son muchas las cuestiones que se agolpan en la sentencia, sobre la que el Tribunal Supremo, al margen de las consideraciones expuestas, pasa con ligereza. Entre ellas se encuentra, y en grado sumo, la presencia real de un grupo respecto de un contrato, cuyo itinerario jurídico comenzó a recorrer una de sus sociedades. Y a la hora de caracterizar el grupo se nos muestra la “unidad de dirección” como elemento clave, lo que, siendo indudablemente correcto, deja en el aire su intensidad, su alcance efectivo, así como, en suma, el grado de libertad empresarial del que podrían disfrutar las sociedades integradas en el grupo. Da la impresión de que nos encontramos, en el caso de autos, ante un grupo más bien centralizado, al no haber restricciones, en apariencia, a la facultad de decidir por parte del Consejo Supervisor. Pero ni todos los grupos centralizados son iguales ni, lógicamente, habrán de aplicárseles las mismas consideraciones. Parece urgente, por ello, ahondar en el relieve de los grupos desde la vertiente del Derecho de contratos, materia poco estudiada y, por lo que se ve, de relevante significado práctico.
José Miguel Embid Irujo