El commendario anterior, sobre las lagunas del Derecho de sociedades y la disciplina de las acciones derivadas de la infracción del deber de lealtad, a la que se refiere el art. 232 LSC, se limitó a mencionar alguno de los problemas suscitados por esta novedosa norma, llamada a tener, cuando menos en teoría, una singular importancia. El hecho de utilizar la añeja figura de las lagunas del Derecho para enmarcar aquella modesta aproximación no era sino un particular arbitrio para poner de manifiesto el relieve del precepto y los numerosos interrogantes que plantea. Quizá uno de los más evidentes sea el relativo a las condiciones de ejercicio de las acciones allí enumeradas, cuestión silenciada por el legislador como tantas otras necesarias para comprender el propósito de política jurídica subyacente al art. 232 LSC y hacer posible su operatividad. Pero al lado del decisivo asunto de la legitimación activa, hay otras lagunas notorias en su enunciado, así como problemas significativos para el jurista que, bien por razones analíticas, bien con motivo decididamente práctico, se ocupe de desvelar su significado.
Quizá la primera dificultad surja del propio título asignado al art. 232 LSC; hablar, así, de “acciones derivadas de la infracción del deber de lealtad” suscita considerable perplejidad en el intérprete, pues cabe, de inmediato, formular algunas preguntas sustantivas, siendo una de las primeras, aunque parezca de menor relieve, la del acierto, en su caso, del propio título. Es dudoso que tales acciones deriven de la infracción del deber de lealtad; más bien parece que todas ellas, con distinto relieve y significado, serán aplicables ante esa conducta antijurídica, susceptible de acoger por su amplitud numerosas conductas (acciones y omisiones) contrarias a las exigencias del deber de lealtad, materia que, como es bien sabido, ha experimentado cambios relevantes en la reforma de la LSC llevada a cabo por la Ley 31/2014.
Ante un enunciado de remedios jurídicos, como el que ahora nos ocupa, parece de necesaria consideración la consabida dicotomía del “son todas las que están” y “están todas las que son”. La respuesta a esta segunda cuestión resulta, en principio, igualmente clara; todas las acciones enumeradas en el art. 232 LSC son adecuadas, con sus singulares efectos, claro está, para reparar las consecuencias de las infracciones del deber de lealtad. Pero esa enumeración no debe entenderse, en modo alguno, como un numerus clausus, por lo que procede averiguar cuáles serían las acciones que sin aparecer en el precepto pueden ser interpuestas con el mismo objetivo. Aunque el asunto merece un estudio detenido, sí parece posible afirmar la pertinencia de la acción de enriquecimiento, ya aludida en el art. 227, 2º LSC, en el marco de la norma que contempla el estándar exigible a los administradores, así como los objetivos de la regulación, a propósito del deber de lealtad. No entraremos ahora en el calificativo del enriquecimiento (injusto, injustificado, sin causa), que, como es sabido, ha ocupado a nuestra mejor doctrina, en particular al profesor Luis Díez Picazo, a cuya memoria va en este momento, y con sincera admiración, mi afectuoso homenaje.
Tampoco me referiré con detalle al modo con el que el legislador se ha referido a cada acción ni, igualmente, a su particular naturaleza. Bastará con decir, respecto del primer asunto, que la terminología y el enunciado específico son manifiestamente mejorables; así sucede, por ejemplo, con la palabra “impugnación”, en cuyo seno se inserta, sin duda, la pretensión encaminada a combatir la validez de los acuerdos sociales. Lo cual, por otro lado y aun siendo correcto, suscita nuevas dudas, ya que no parece evidente que la impugnación de acuerdos de la Junta sirva, al menos por sí sola, para responder a las infracciones del deber de lealtad de los administradores; más bien, la utilidad del mecanismo procesal a nuestros efectos habrá de ubicarse en el marco de la impugnación de los acuerdos del Consejo, con evidente ventaja para aquellas sociedades que no dispongan de un sistema de administración colegiado. No parece afortunada, del mismo modo, la referencia a la acción de anulación (sic) de los actos y contratos celebrados por los administradores con violación de su deber de lealtad, con el añadido, en este caso, de que la figura habrá de contemplarse desde la vertiente externa de la sociedad, con repercusión inmediata en el ámbito de poder de representación de los administradores y en la tutela de los terceros. Menos problemas plantean, en este terreno terminológico, las acciones de cesación y remoción, las cuales, sin necesidad de buscar, en principio, similitudes con sus homónimas de la competencia desleal, resultan más nítidas para el intérprete con sólo atender a su mero enunciado.
La referencia a estas dos acciones permite aludir, finalmente, no tanto a la naturaleza de estos remedios, cuestión, no obstante, decisiva, sino, más bien, a su funcionalidad, es decir, a su adecuación para servir a los fines de política jurídica propios del art. 232 LSC. Y si la remoción de los efectos derivados de la infracción del deber de lealtad se nos muestra, seguramente, como un objetivo natural o lógico, la cesación, por su parte, necesita de algún esclarecimiento sustancial. No en balde su expresa mención es susceptible de provocar una cierta inquietud por la posibilidad de que su ejercicio venga asociado al propósito, no precisamente admirable, de alterar el curso normal de la administración societaria, sin otra finalidad que la de desestabilizar la actividad y el funcionamiento de la persona jurídica. Que esto llegue a ser así o no dependerá de lo que se termine pensando en torno a los requisitos de legitimación; pero también de su configuración procesal y de la viabilidad de solicitar la cesación al juez como medida cautelar. Parece evidente, en todo caso, que el mecanismo de la cesación no se sitúa, desde un punto de vista material, en el mismo plano que la mayor parte de los remedios contemplados en el art. 232 LSC, sin perjuicio de que su relieve efectivo, como medio de controlar la acción de los administradores, pueda llegar a ser decisivo. Habrá que esperar, por ello, a lo que pueda suceder en la práctica, no sólo respecto de la acción de cesación, sino en relación con el amplio conjunto de figuras mencionadas en el precepto, cuyo estudio científico por la doctrina resulta, por otro lado, necesario e incluso urgente.
José Miguel Embid Irujo