La protección de la discrecionalidad empresarial a la que alude el art. 226 LSC constituye desde la elaboración de la Ley 31/2014 referencia constante entre nuestros autores, con análisis y valoraciones muchas veces discrepantes. Se entiende que esto sea así, desde luego, por el contenido de la norma y su trascendencia en punto al régimen de responsabilidad de los administradores. Así, de un lado, el temor a que la introducción de la regla del “buen juicio empresarial” conduzca a su práctica exoneración de todo tipo de responsabilidad, puede traer consigo el propósito de convertir a esa llamada “discrecionalidad” en un puro esquema formal, sin contenido sustantivo, dándole la vuelta a la norma y al propósito del legislador; de otro, en cambio, la disciplina establecida, indudablemente indulgente con los administradores, puede servir para fomentar una asunción inmoderada de riesgos por su parte, con indudable peligro y posible daño futuro para la sociedad que gestionan.
En el propósito de política jurídica de nuestro legislador de ser fiel al legado, no fácil de interpretar, del Derecho de sociedades de Estados Unidos, son muchas las cuestiones no bien resueltas o sencillamente discutibles cuando se contempla lo dispuesto en el art. 226 LSC. No parece dudoso, se valore como se quiera, el espíritu de la norma, consistente en favorecer, con libertad y seguridad, el proceso de decisión por parte de los administradores. Con todo, su propio título resulta, o puede resultar, equívoco, a pesar de que el término “discrecionalidad” se encuentra bien arraigado en la tradición de nuestro Derecho público, sin que, según lo que me es conocido, apenas se haya invocado su posible utilidad para resolver algunas de las dudas planteadas por el art. 226 LSC. Pero también su ubicación sistemática puede ser objeto de controversia, ya que sería perfectamente posible ubicar la business judgment rule en sede de responsabilidad de los administradores. Y, por último, a la hora de apreciar el significado y el concreto alcance de los elementos circundantes y constitutivos de la decisión administrativa, las dudas acechan por todos los lados: desde la delimitación de lo que haya de entenderse por “decisiones estratégicas y de negocio” hasta la comprensión precisa de las cuatro notas distintivas que habrán de concurrir en la actuación decisoria del administrador.
Si todo trasplante jurídico -y este indudablemente lo es- resulta incómodo para el ordenamiento receptor, el que ahora nos ocupa acrecienta su incomodidad por el hecho de incidir de manera notoria en un ámbito de las sociedades mercantiles de capital caracterizado por la acumulación problemática de todo tipo de tensiones. Al margen, en todo caso, de que la importación de nuestra figura fuera necesaria, no queda al jurista sino la necesidad de hacerla operativa en el contexto donde ha de valer, es decir, en el seno de nuestro Derecho y del mundo societario característico de nuestro país. Es cierto que para tal fin no son siempre adecuados los medios, principales y auxiliares, que la delimitan en el ordenamiento “exportador”, teniendo en cuenta, además, que la regla del buen juicio empresarial es, esencialmente, una creación de los tribunales. Quizá los argumentos y las pautas elaborados en jurisdicciones más cercanas a nuestra manera de tratar las instituciones jurídicas puedan resultar de superior utilidad.
En cualquier caso, del mismo modo que el juez no puede dejar de emitir la correspondiente sentencia, tampoco nos es posible a los juristas interesados en el Derecho de sociedades ignorar la vigencia del art. 226 LSC, tal y como está formulado en el momento presente. Al fin y al cabo, dicho artículo, más allá de sus muchos o pocos defectos, no hace sino recoger un estado de opinión ampliamente difundido en el Derecho de sociedades de nuestro tiempo, como consecuencia de las necesidades propias de la gestión societaria, pero muy especialmente de la profunda influencia del Derecho de Estados Unidos y del protagonismo de las sociedades cotizadas en la actual conformación de la disciplina.
Quizá pueda ser bueno para los muchos implicados o afectados por la puesta en práctica de nuestra figura tomar en consideración una idea que he expuesto, de manera preliminar y un tanto intuitiva, a propósito de la interpretación del art. 226 LSC y, más concretamente, de los requisitos de necesaria concurrencia en el proceso decisorio de los administradores. A fin de evitar que ese proceso se convierta en una mera formalidad, sería sumamente conveniente que los administradores motivaran su decisión. Pienso, por supuesto, en una motivación auténtica, es decir, que el fundamento de la decisión finalmente adoptada fuera el resultado de una construcción técnica precisa y delimitada, de un lado, y que, a la vez, se expresara mediante una argumentación convincente, de otro. Como es notorio, este requisito no viene exigido específicamente por la norma en estudio y sería discutible que se considerara implícito en el “procedimiento de decisión adecuado” con arreglo al cual deben operar los administradores. En todo caso, su presencia podría ser un factor idóneo para “templar” el ejercicio de la discrecionalidad empresarial, magnitud siempre pronta a desbordarse; pero también serviría, a la vez, al administrador, para prestablecer la prueba, en el caso de que le incumbiera con arreglo a la idea del “puerto seguro”, así como a socios y terceros, como elemento informativo adecuado para combatir, en su caso, el alcance de la presunción de cumplimiento de la diligencia debida.
El asunto, por lo demás, merece análisis más detallados y, sobre todo, ha de pasar la prueba de la realidad societaria, a través, en su caso, del correspondiente filtro procesal. No deberíamos ignorar la posible y, a mi juicio, valiosa ayuda del Derecho público, así como la utilidad de las reflexiones generales sobre motivación de las decisiones jurídicas o con trascendencia jurídica, materia de notoria dimensión teórica y filosófica, pero a la vez de creciente relieve para el jurista dedicado al Derecho positivo.
José Miguel Embid Irujo