Con mirada retrospectiva, y ya habiendo pasado algunos meses del nuevo año, es posible hacer un balance ponderado de lo que fue 2015 para el gobierno corporativo en Chile, el que ha cobrado fuerza (aunque preferentemente académica) desde la vigencia de la Ley 20.382. De entre los muchos hechos y noticias cabe destacar por ahora dos.
Ordenados por su importancia, el primero de ellos fue la sentencia de la Corte Suprema de 3 de diciembre de 2015 (rol núm. 3389-2015) recaída en el denominado «caso FASA», la que fue calificada como uno de los diez fallos más relevantes del año recién pasado (cfr. El Mercurio Legal, núm. 10, p. 48). Si bien este caso tiene múltiples aristas, entre las que se cuentan la penal y la relacionada con los ilícitos anticompetitivos, el hecho central fue la colusión de precios entre las tres mayores cadenas farmacéuticas chilenas (que controlan en conjunto un 91% del mercado), Farmacias Ahumada (FASA), Cruz Verde y Salcobrand, cuya investigación comenzó en mayo de 2008 por parte del Fiscal Nacional Económico tras una denuncia de la Subsecretaría de Salud Pública. Durante esa investigación, a la que se acumularon otras denuncias posteriores, el equipo investigador detectó alzas concertadas en los precios de más de doscientos medicamentos, preferentemente para tratar enfermedades crónicas y de alto coste. Con ese mérito, la Fiscalía Nacional Económica (FNE) presentó un requerimiento ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia contra las tres cadenas de farmacias, que finalmente llevó a FASA a reconocer los hechos que se le imputaban y suscribir un acuerdo conciliatorio. Sin embargo, el conocimiento y defensa del caso quedó al margen de la intervención del directorio de la compañía y fue conducido sólo por el controlador y presidente hasta concluir con el acuerdo conciliatorio recién mencionado, pese a que el órgano de administración recibió noticia de lo que estaba ocurriendo (un hecho por lo demás de pública notoriedad para aquel entonces) y mostró más bien una actitud indolente (por ejemplo, no adoptó ninguna decisión e incluso no pudo llegar a sesionar por falta de quórum cuando fue citado).
De forma paralela a la investigación por ilícitos anticompetitivos, la Superintendencia de Valores y Seguros (SVS) aplicó una multa de 300 unidades de fomento (alrededor de 11.000 EUR) a los ocho ex directores de FASA por incumplimiento de los artículos 39 y 41 de la Ley de Sociedades Anónimas (LSA). También fueron condenados con multas de 1500 (aproximadamente 34.000 EUR) y 2000 (alrededor de 68.000 EUR) unidades de fomento respectivamente el presidente del directorio y controlador y el vicepresidente ejecutivo. En cambio, no se condenó al fiscal corporativo de la sociedad por no haber informado al directorio de las circunstancias relacionadas con la investigación de los hechos antes relatados, pues quedó demostrada su dependencia jerárquica y la existencia de un deber de reportar exclusivamente al vicepresidente ejecutivo. La razón esgrimida por la SVS para la condena fue que los directores no se habían informado ni intervenido en un asunto crucial para la compañía, mientras que el controlador se había atribuido de manera exclusiva la dirección y defensa del asunto con prescindencia del directorio. Las multas fueron reclamadas ante el 24° Juzgado Civil de Santiago y, después, ante la Corte de Apelaciones de Santiago. Ahora la Corte Suprema ha refrendado esta sanción al rechazar los recursos de casación presentados por las defensas de los siete ex directores sancionados, a la vez que acogió el recurso de la SVS destinado a se mantuviera la condena respecto del último director, que había fallecido en un accidente de tránsito en julio de 2013. De esta forma, el máximo tribunal del país mantuvo las sanciones pecuniarias impuestas por la SVS y confirmó una línea coincidente de decisiones anteriores en materia de gobiernos corporativos (casos Pehuenche, La Polar, Campos Chilenos, Chispas).
En apariencia, la sentencia es destacable porque establece un exigente estándar en relación con la responsabilidad de los directores de sociedades anónimas y considera que ella no se extingue con la muerte.
En lo que atañe al primer aspecto, el criterio recogido en la sentencia fue que los directores no sólo tienen el derecho a ser informados de la marcha de la sociedad (artículo 39 LSA), sino que pesa sobre ellos «la obligación de requerir toda la información que les fuere necesaria para la adecuada toma de decisiones relacionadas con la administración social» (considerando 4° de la sentencia de reemplazo), porque tal es el comportamiento que se corresponde con «el cuidado y diligencia que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios» (artículo 41 LSA). Esta consecuencia podría parecer evidente a un lector formado en el derecho europeo de sociedades, pero no resulta tal para el ámbito hispanoamericano en general y chileno en particular. En la región existe un alto nivel de concentración del capital, lo que supone que el control de las sociedades sea ejercido con exclusividad y casi sin contrapesos por los accionistas mayoritarios. De ahí que el interés social acabe identificado en muchas ocasiones con el interés del controlador (artículo 99 de la Ley de Mercado de Valores). Destaca asimismo el influyente papel que desempeñan los inversionistas institucionales (en especial, y para el caso chileno, las administradoras de fondos de pensiones) en el mejoramiento de los mecanismos de gobierno interno de las sociedades. A estos factores se suma la presencia de muchas sociedades de familia, donde el capital de las distintas sociedades que forman parte del grupo empresarial se reparte entre los miembros de un mismo entorno, y el hecho de que la mayoría de las sociedades se encuentran constituidas bajo formas no cotizadas (anónimas cerradas, de responsabilidad limitada o por acciones) y que escapan así de las previsiones sobre gobiernos corporativos.
Esta configuración de la base societaria trae consigo consecuencias para la delimitación de las funciones asignadas al directorio de una sociedad anónima, porque se disocia el modelo de gobierno interno propugnado por la LSA y la normativa administrativa de la SVA y el estilo de hacer las cosas que, en la práctica, adoptan los controladores y sus administradores. Cierto es que la administración de una sociedad anónima viene confiada a un directorio (artículo 31 LSA) y que éste la representa judicial y extrajudicialmente (artículo 40 LSA). Sin embargo, en Chile su función no se relaciona con la gestión concreta de la sociedad, sino con la decisión sobre las políticas y estrategias de negocios, quedando la marcha de la compañía entregada al controlador (generalmente presente en el día a día como presidente o vicepresidente ejecutivo) y a los gerentes de su confianza que ha hecho nombrar (artículo 49 LSA). Eso explica el desconocimiento que puede tener el directorio sobre muchos hechos relacionados con la cotidianidad de la administración o su poca implicación con los problemas que afectan a la sociedad, a lo que se suma la poca independencia de algunos de sus miembros (el artículo 50 bis LSA exige el nombramiento de al menos un director independiente sólo para las sociedades de gran tamaño y concentración accionaria), dada su pertenencia a varios otros directorios con intereses divergentes o incluso contrarios a los de la sociedad cuya administración supuestamente les ha sido confiada. De ahí que el sentir común entre los directores sea que se obra sólo conforme a la información que se les suministra y que no sea necesaria una actitud proactiva respecto de la administración social. La diligencia en el cumplimiento de su cargo se satisface, entonces, con un estándar de cuidado poco exigente, más cercano a la culpa grave del artículo 44 del Código Civil.
Como fuere, detrás del caso aquí relatado hay en realidad un conflicto de interés que pasó inadvertido para muchos y un gesto de la SVS (ahora refrendado por la Corte Suprema) sobre el sentido de las normas relativas a los gobiernos corporativos. Bien mirado, el asunto no tenía que ver con el excesivo personalismo del principal accionista y fundador de FASA respecto de la desidia y desinterés de los demás directores que parecían sólo su comparsa. En verdad, el problema subyacente eran los vínculos que esos directores mantenían o habían mantenido con sociedades que tenían intereses divergentes (los laboratorios proveedores) o contrapuestos (Cruz Verde y Falabella, con quien la primera había suscrito un convenio de pago mediante tarjeta de crédito) con los de FASA, y que el controlador quiso evitar actuando por su cuenta y riesgo, sin consideración del directorio como órgano colegiado (artículo 39 LSA) en razón del recelo que le inspiraba el reparto del poder de decisión asociado a su control entre los otros directores. Su propósito final era, con todo, proteger el interés social frente a decisiones que, por estar influidas por los intereses particulares del resto del directorio, podían acabar siendo perjudiciales para la compañía. Claro está, esta actitud también suponía por parte del controlador una desconfianza de la operatividad o quizá del resultado de la regla legal de solución de los conflictos de interés (artículo 44 LSA), prefiriendo ser él mismo el garante de los suyos y también de los de la sociedad.
De ahí que la decisión de la Corte Suprema que se viene comentando admita un segundo nivel de lectura y, al mismo tiempo, explique de manera refleja por qué no tenía sentido una acción de responsabilidad civil contra el controlador o el directorio. Ella ciertamente representa una explicitación de un deber fiduciario de información surgido de la diligencia debida que se exige a quien debe administrar negocios ajenos buscando conciliar el interés de los accionistas y el de la sociedad (artículos 30 y 41 LSA). Pero a la vez es una señal hacia el mercado de que la ley tiene una función prescriptiva de ciertas conductas deseadas para una adecuada convivencia. Que los negocios se hagan siguiendo unos usos o prácticas asentadas y casi con desprecio de la ley no significa que ella no exista o no se pueda aplicar en los casos que corresponda, sobre todo cuando el sentido de las normas es conformar los gobiernos corporativos bajo parámetros de profesionalismo, trasparencia e independencia de otros intereses contrarios al de la sociedad. El fin, viene a decir la Corte, no justifica los medios, de suerte que la protección del interés social no se puede conseguir al margen de la disciplina societaria existente, incluso cuando el propósito práctico no sea contrario al interés social, como ocurría en este caso, donde se quería evitar que las decisiones sobre el procedimiento derivado de la investigación por colusión fuesen influidas por terceros que tenían intereses distintos o contradictorios a los de la sociedad. Las normas sobre gobiernos corporativos son así previsiones abstractas pensadas en resguardo de los intereses de la sociedad y de los accionistas minoritarios, que no se pueden dejar de aplicar ni siquiera cuando el resultado sea económicamente eficiente o no entrañe perjuicios para los intereses protegidos (artículo 11 del Código Civil). De esto se sigue que el deber de cuidado de los directores que correspondía sancionar no estaba relacionado con una decisión de negocios en particular (como era la conveniencia o no de llegar a un acuerdo conciliatorio con la FNE), sino con el procedimiento que se debe seguir para adoptar este tipo de decisiones dentro de una sociedad anónima y en el seno de un órgano colegiado de administración (artículos 39 y 47 LSA). La lección que de esto se extrae es, por tanto, que cualquier reforma seria de los gobiernos corporativos no pasa por incentivar o promover los códigos de conducta como la única solución posible o deseable, dejando al margen la correcta aplicación y, si cabe, el perfeccionamiento de las reglas imperativas que deben estar pensadas como un orden público de protección a favor de los accionistas minoritarios y la propia sociedad. Así pues, la autorregulación y el mejoramiento del marco regulatorio respectivo deben ir a la par, pues uno y otro son insuficientes por sí solos y casos como éste o los relacionados con la última crisis económica vienen a confirmarlo.
Por otra parte, la sentencia resolvió que, pese a que uno de los directores había fallecido entre la imposición de la multa por la SVS y su pago, la responsabilidad sancionatoria por las infracciones a los deberes propios del cargo no se extinguía con la muerte, porque se trataba de un castigo pecuniario que se radicada en el patrimonio del infractor (considerandos 50° a 52° de la sentencia de casación) y, por consiguiente, se transmitía a sus herederos (artículo 951 del Código Civil). En este punto, la Corte Suprema confirmó el criterio ya sostenido en una situación semejante relacionada con el caso Chispas (sentencia de 30 de octubre de 2014, rol núm. 1079-2014), aplicando principios propios del derecho administrativo a las sanciones impuestas por el órgano fiscalizador (como el de inmediata ejecutoriedad de los actos administrativos conforme al artículo 51 de la Ley 19.880 sobre las bases que rigen los procedimientos administrativos), sin consideración de la regla penal sobre extinción de responsabilidad por muerte del infractor si ella sobreviene antes de que exista sentencia ejecutoriada (artículo 91 núm. 1° del Código Penal). De esta forma, además, las multas aplicadas cumplen su función ejemplificadora en un supuesto donde la responsabilidad civil era casi imposible de establecer por no existir un interés lesionado ni el consiguiente daño (artículos 2314 del Código Civil y 133 LSA), fuera del denunciado problema de los costes que entraña para los accionistas minoritarios la acción derivativa prevista en el artículo 133 bis LSA. A fin de cuentas, la actuación del controlador de FASA fue beneficiosa y no perjudicial para la sociedad (a diferencia de lo ocurrido, por ejemplo, en el caso Chispas), porque su objetivo era evitar interferencias ajenas a los intereses de la compañía en la adopción de un plan de acción frente a la investigación por ilícitos anticompetitivos. De hecho, su comportamiento demostró que el controlador actuó diligentemente (por ejemplo, contratando los mejores abogados en materia de libre competencia o buscando soluciones alternativas y menos perjudiciales con la FNE). El problema fue que lo hizo al margen del órgano llamado por ley a guiar la administración de la compañía.
El segundo hecho destacable de 2015 también tiene como protagonista a la SVS y consistió en la publicación de dos nuevas Normas de Carácter General (NCG) sobre gobiernos corporativos (núm. 385 y 386) en reemplazo de aquella dictada tras la reforma de la Ley 20.832 (núm. 342). El objetivo principal de esta sustitución fue doble y apunta en el mismo sentido antes indicado: por una parte, mejorar la información que reportan las sociedades anónimas abiertas del mercado local en materias de gobiernos corporativos; y por otra, incorporar la difusión de prácticas relacionadas con la responsabilidad social empresarial y el desarrollo sostenible. Cabe señalar, con todo, que la adopción de estas prácticas no es obligatoria para las compañías cotizadas, constituyendo así más bien una suerte de código de buen gobierno, pese a que la SVS busca que se generen los incentivos para que los inversionistas tomen sus decisiones privilegiando aquellas sociedades en que sus intereses estén mejor resguardados o donde el giro se ejerce sin olvidar el impacto positivo sobre la sociedad civil o el medioambiente. Sólo el paso del tiempo dirá si estas NGC cumplieron su función o fueron letra muerta frente a prácticas societarias ya asentadas en la idiosincrasia de los negocios, que el ingreso del país a la OECD en 2010 y la consiguiente sujeción a los exigentes estándares internacionales en la materia no ha conseguido romper. Porque a fin de cuentas toda ética empresarial requiere de principios, pero sobre todo de responsabilidades efectivas que hagan que aquellos se conviertan en operativos. Es así como, gracias a una moral vivida, podemos corregir los errores de nuestros instintos. Ortega dixit.
Jaime Alcalde Silva