Es posible que los profesores universitarios, centrados como debemos estar en la enseñanza y en la investigación, tendamos a ver la realidad jurídica desde el prisma de lo genérico y también de lo abstracto. No es tarea del docente ni tampoco, según lo creo, de quien analiza científicamente el Derecho, la de buscar las ideas y los argumentos idóneos para conseguir el mejor servicio en defensa de un concreto interés. Ello no implica, claro está, que en la dialéctica, muchas veces conflictiva, característica del desempeño propio de los órganos sociales, se prefiera una opción frente a otra, cuando se interpreta un determinado precepto del Derecho vigente; o que en la habitual tensión mayoría-minoría, tan característica de las sociedades cerradas y también, entre nosotros, en numerosas sociedades cotizadas, haya buenos motivos para decantarse por uno de esos bloques.
Esa concreta elección, en principio desvinculada, como digo, del acontecer cotidiano en lo que podría llamarse el “contencioso societario”, ha de responder, por esa misma circunstancia, a un planteamiento más genérico. Quiero decir que, para quien cultiva académicamente nuestra disciplina, la solución de un problema o, quizá mejor, la sucesiva resolución de cuestiones problemáticas, si vemos el asunto con arreglo a la secuencia temporal característica de la actividad del profesor universitario, no puede ser la suma meramente aritmética de determinados criterios individuales. Si pensamos, por ejemplo, que la soberanía de la Junta general es un presupuesto ineludible del Derecho de sociedades de capital, hemos de convertir dicho criterio, si aspiramos a una mínima coherencia, en “centro organizador” de nuestros planteamientos sobre la interna estructura societaria. Y ello sin perjuicio de todas las excepciones necesarias, pues su admisión, al confirmar la regla, servirá para reforzarla.
Tener una argumentación coherente y mantener criterios homogéneos a lo largo y ancho de las cuestiones correspondientes a una disciplina jurídica, como lo es el Derecho de sociedades, no constituye exactamente una virtud, aunque muchos lo piensen así. Se trata, más bien, de una obligación derivada de los caracteres propios del oficio universitario y los que lo practican –quienes lo practicamos- haremos bien en asumir con integridad sus consecuencias, siempre a favor de la reflexión ordenada y sistemática respecto de la materia cultivada. Al fin y al cabo, como dijera, con su acostumbrado gusto por la crítica, Manuel Azaña (a quien es oportuno recordar en estos días de abril), “una cosa es pensar y otra muy distinta enhebrar ideas”
Sería un error, con todo, entender las afirmaciones que vengo deslizando en este commendario como una suerte de imperativo para el jurista académico; imperativo que consistiría en que cada uno de quienes se reconocen en esa fórmula dispusiera de un completo elenco teórico, susceptible de acoger todas y cada una de las dudas que la variada y compleja dinámica societaria suele producir. Como tal, ese propósito es de difícil cumplimiento, y no sólo, por supuesto, en el Derecho de sociedades, sino en cualquier disciplina jurídica. No resulta necesario probar semejante afirmación, intensificada, si cabe, desde hace considerable tiempo, por la característica “motorización legislativa” –trayendo a colación la conocida fórmula de Carl Schmitt- que sufren las distintas vertientes del ordenamiento, con el argumento añadido del activismo jurisprudencial y la no menos relevante concurrencia de la doctrina.
Si no es posible pedir a cada académico ese repertorio de saberes que comprenda y enfoque de manera coherente todos los planos de su materia, sí que es obligado reclamar del “estamento de los juristas”, complejo inorgánico desprovisto de personalidad jurídica, el tratamiento, general y abstracto, de esa misma disciplina. Y ello, no sólo como “cortesía” de los estudiosos, sino como servicio a la entera realidad jurídica, cuyos protagonistas necesitan continuamente elementos seguros desde los que afrontar los cuantiosos problemas que suscita. Estoy hablando a favor de las teorías generales, de acuerdo con el título del presente commendario, como red de comprensión sustancial, a la vez que de seguridad, del mundo jurídico. No ignoro, por supuesto, la relatividad científica del Derecho y la consiguiente dificultad de conseguir acuerdos firmes en un ámbito dominado no por la verdad y el error, sino por valores más “blandos”, como la razonabilidad o la aceptabilidad de determinadas proposiciones.
Quienes, como yo, nos iniciamos hace ya tiempo en el cultivo académico del mundo jurídico éramos conscientes de la importancia de esas teorías generales, aunque no abundaran, precisamente, en numerosas disciplinas y a pesar de que el valor de buena parte de las existentes resultara harto discutible. El aluvión de acontecimientos que para el mundo jurídico, tanto desde la metodología, hasta la legislación, pasando por la enseñanza e incluso por el modo de ejercer la abogacía, han traído consigo las últimas décadas, también se ha hecho notar en este campo. Vivimos, así, en una época donde predomina una actitud poco favorable a los planteamientos generalistas, por dogmáticos, abstractos y excesivamente técnicos, entendiendo tales calificativos desde una perspectiva no precisamente favorable.
Aunque pueda discutirse, quizá sea una consecuencia de este estado del espíritu la casi total desaparición de la perspectiva generalista a la hora de cultivar, no sólo entre nosotros, el Derecho de sociedades. Y tal actitud coincide, de manera un tanto paradójica, con la abundancia de publicaciones de la disciplina, dentro y fuera de la Universidad, en un fenómeno que, al menos por lo que se refiere a nuestro país, carece de precedentes. Como estudioso de la materia y, por tanto, como lector permanente de publicaciones que toman al Derecho de sociedades como centro de su atención, observo desde hace tiempo el predominio casi abrumador de los estudios centrados en el análisis puramente hermenéutico de preceptos, ya sean viejos o nuevos. Es común a ese amplio conjunto de publicaciones el hecho de no manifestar, en el caso de que exista, lo que los sociólogos llaman, por supuesto en inglés, “marco” (frame), como elemento que da no sólo cabida a un determinado temario de cuestiones, sino que también condiciona y modula aquello de lo que se pretende hablar o sobre lo que se quiere reflexionar.
No postulo, sin embargo, una teoría general absolutamente comprensiva de la materia societaria; en el caso de que fuera hacedera semejante pretensión, sus resultados quizá fueran poco convincentes y escasamente útiles. Con todo, es oportuno recordar que, en sede societaria, el Anteproyecto de Código Mercantil (cuyo recuerdo parece desvanecerse, lamentablemente) acertaba al ordenar el tratamiento de la materia con arreglo a diversos marcos generales, desde el más amplio y comprensivo, hasta otros más detallados, seguramente por estar convencidos sus autores de la necesidad de tratar con distinta generalidad los varios y complejos estratos que integran nuestra materia. En esa línea y con los naturales matices se mueve el presente commendario y tal vez se comprenda mejor ahora el uso del plural en su título.