Un problema permanente, podríamos decir eterno, de toda regulación normativa, afecte a la disciplina que sea, es el relativo al alcance de los mecanismos del control que, según el supuesto regulado, aspire a establecer en ella el legislador. Como es natural, la idea misma de establecer requisitos, más o menos exigentes, para la realización tempestiva y eficaz de ciertos actos depende de manera determinante de la situación de intereses tenida en cuenta y, sobre todo, del modo en que esos intereses hayan de articularse, según sea la orientación de política jurídica asumida por el legislador. En esa tesitura, la elaboración de la norma se nos muestra como una tarea rodeada de múltiples dificultades, sin que deba entenderse, al modo de un positivismo trasnochado, que el logro de un correcto enunciado literal baste por sí solo para encauzar los conflictos que puedan suscitarse en torno al supuesto de hecho contemplado en la norma.
Pero, desde el Pretor romano, al menos, sabemos, que la ley (tomando ahora la palabra con la lógica holgura) no es nada sin su interpretación o, quizá mejor, al margen de toda aplicación. No pretendo separar ambas vertientes en lo que atañe a la realización efectiva del Derecho; resulta evidente, no obstante, que en muchas ocasiones, como sucede, por regla general, en el caso de la doctrina, la actividad hermenéutica, aun atenida a pautas realistas, se convierte en una formulación esencialmente abstracta. Su resultado, con todo, puede ser relevante, aunque siempre con dudas, para ulteriores momentos aplicativos, bien se lleven a cabo por los jueces, bien, como tantas veces vemos en esta sección, por un órgano administrativo tan relevante como la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública.
De este modo, y ante un supuesto controvertido, los posibles mecanismos de control establecidos en la correspondiente norma tendrán que pasar el “filtro” de la aplicación; es éste un momento en el que confluyen, además de la específica regulación aplicable, un complejo elenco de circunstancias, referidas, sobre todo, a la propia realidad social en cuyo ámbito surgió y resultó operativo el conflicto enjuiciado, y que han resultado determinantes para que las cosas fueran de la forman en que terminaron produciéndose.
Huyendo de los excesos del Derecho libre, no podemos ignorar, como ha recordado con frecuencia Alejandro Nieto, siguiendo los pasos de Von Bülow, que “la ley es un programa, una oferta que se le hace al juez para que éste la desarrolle y complete” (cfr. El Derecho y el revés: diálogo epistolar sobre leyes, abogados y jueces [en colaboración con Tomás Ramón Fernández Rodríguez], Barcelona, Ariel, 1998, p. 235). De este modo, lejos de ser, meramente, “la boca de la ley”, corresponde al juez (o a quien sea el llamado a decidir sobre el conflicto) la tarea, sin duda ardua, de encontrar, partiendo de la norma, la mejor composición de intereses, de manera que cada uno reciba lo que es suyo.
En ese trámite, verdaderamente decisivo, me parece que hay alguna diferencia esencial según nos encontremos ante un supuesto del Derecho privado o, más bien, frente a otro de naturaleza jurídico-pública. Simplificando mucho las cosas, si en esta última vertiente es el ciudadano el que sigue a la Ley, no sólo con carácter cronológico, sino también, cabría decir, de manera estructural, en el Derecho privado, sin perjuicio de un abundante rimero de normas imperativas, es más bien la regulación la que ha de seguir al ciudadano y a su actividad, incluso, en ocasiones, sin llegar, propiamente, a existir. Con todo, no hay que extraer de esta sumaria formulación consecuencias estrictas en punto a la hipotética existencia de una metodología propia, exclusiva, de la aplicación del Derecho privado; pero sí me parece conveniente resaltar la referida singularidad, a la hora de que el jurista, y, con mayor relieve, también el juzgador, se ocupen del tratamiento de los hipotéticos controles de la actividad humana que, en cada caso, puedan establecer las normas.
Viene todo esto a cuento de la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública 23 de octubre de 2020 (BOE de 6 de noviembre) en la se pueden encontrar, bien que de manera implícita, algunas huellas de las reflexiones anteriormente expuestas, a propósito de un asunto que sin ser, en principio, trascendental, no dejaba de tener su importancia. Al margen de otras cuestiones, interesa señalar ahora que la resolución se formuló a propósito del recurso interpuesto ante la Dirección General por el notario autorizante de una escritura relativa al apoderamiento acordado por el consejo de administración de una sociedad de responsabilidad limitada. En ella, no constaba el nombre de los consejeros asistentes a la reunión en la que se acordó dicho apoderamiento, por lo que la registradora mercantil competente resolvió no practicar la inscripción solicitada. Por su parte, el Centro directivo desestimó el recurso, confirmando dicha calificación negativa.
La resolución, sumamente breve, cabría decir, incluso, lacónica, se inicia destacando el asunto central del expediente, relativo al, a su juicio, “mutismo de la certificación de acuerdos que mediante la escritura se elevan a público sobre la identidad de los miembros del órgano colegiado concurrentes a la sesión”. Y recuerda que en la misma se manifestaba únicamente que “concurrieron la totalidad de los miembros del Consejo de Administración, de acuerdo con la Lista de Asistentes que figura al comienzo de la propia acta”.
Para el Centro directivo, la cuestión ha de situarse en el ámbito del art. 97 RRM, por el que se regulan, como es sabido, los requisitos de las actas de los órganos colegiados de las sociedades mercantiles. En dicho precepto, y concretamente en la regla cuarta de su apartado primero, se dispone que en “caso de órganos colegiados de administración, se expresará el nombre de los miembros concurrentes, con indicación de los que asisten personalmente y de quienes lo hacen representados por otro miembro”. No se reproduce, sin embargo, esta mención en el art. 112 de mismo cuerpo reglamentario cuando enumera las circunstancias que deberán expresar las certificaciones de tales actas, si bien, como advierte la Dirección General, “se incluyen dos pasajes de los que deriva la exigencia de consignar los nombres”.
Dichos pasajes son, de un lado, la indicación de que, cuando los acuerdos hayan de inscribirse en el Registro mercantil, “se consignarán en la certificación todas las circunstancias del acta que sean necesarias para calificar la validez de los acuerdos adoptados”; de este modo, prosigue la resolución, será “la reseña de los consejeros asistentes…el medio idóneo para comprobar el cumplimiento del tracto sucesivo tal como aparece definido en el art. 11.3 del Reglamento del Registro Mercantil”. El segundo pasaje del art. 112 RRM que, de otro lado, resulta relevante a los efectos que nos ocupan, es el referido al “alivio [sic] de condiciones respecto del art. 97 para las certificaciones por extracto”; a su tenor, en caso de órganos de administración “no será necesario especificar cuantos asistieron personalmente ni cuantos por representación”. De ahí se desprende, a juicio del Centro directivo, que “sí habrá de expresarse <>, lo hagan personalmente o representados por otro miembro”.
Y frente al argumento alegado en el recurso, según el cual “la relación de consejeros asistentes encuentra sentido cuando sólo concurren parte de ellos, pero no cuando se hace constar que han asistido todos”, afirma su absoluta improcedencia, debido a que “lo que persigue el requisito debatido es comprobar que quienes hayan concurrido son consejeros, se encuentran inscritos y son suficientes para la válida constitución del órgano”. Dicha cualidad expresiva, de otra parte, “no es predicable de una simple indicación sobre la asistencia de todos los consejeros, pues deja sin identificar a los integrantes del colectivo al que alude”. Además, nada añade a lo expuesto, como se hacía en el recurso, “la circunstancia de la proximidad temporal de la escritura de nombramiento de los propios consejeros”, dado que, en fin, “la improbabilidad de una disonancia por la cercanía cronológica no elimina la oportunidad del control”.
Esta última mención pone de manifiesto el sentido esencial de la resolución analizada, según el cual el control establecido, además de ser oportuno, no puede ser ignorado en la práctica, aunque concurran razones, como las alegadas en el recurso, quizá atendibles en una visión más concreta del asunto. Ello es así, aunque el Centro directivo sea consciente de la necesidad de “aliviar” –término éste suficientemente expresivo- el rigor formal, en ocasiones extremo, que rodea al trámite registral; y para confirmar ese punto de vista, favorable, como se ha visto, a la consignación expresa en la certificación en extracto de los nombres de los consejeros concurrentes a la sesión, se acude a una interpretación un tanto singular de lo dispuesto en el art. 112 RRM. No me resulta del todo seguro este criterio, aunque parece haberse utilizado a fin de reconocer el carácter insoslayable de la medida de control contenida en el art. 97 RRM.
Concuerda razonablemente bien la postura adoptada por la Dirección General con un planteamiento doctrinal sobre la naturaleza de las normas jurídicas, que goza de considerable predicamento. Así, el conocido iusfilósofo Manuel Atienza (cfr. “Sobre el sentido del Derecho. Carta a Tomás Ramón Fernández Rodríguez”, Doxa, 23, 2000, p. 740), parte, como es sabido, de que la mayor parte de las normas son “reglas de acción”, de modo que “suministran razones para llevar a cabo un curso de acción sin tomar en consideración los aspectos particulares de los casos concretos y para no considerar otras razones que pudieran existir en favor o en contra de lo prescrito en la norma”.
Me da la impresión, con todo, de que en el continuo tejer y destejer (o separar y distinguir, como quería Ihering) en que consiste el “arte del Derecho”, recurriendo a una formulación hoy casi olvidada, un supuesto de hecho como el examinado en la resolución objeto de este commendario, es susceptible de plantear, a pesar de su carácter limitado, dudas relevantes sobre la pertinencia del razonamiento expuesto, sin duda ortodoxo y con buenas razones a su favor. Y es que se trata de evitar que el formalismo ahogue la vitalidad social, sobre todo cuando no hay constancia de que, a su través, pueda impedirse la consecución de los fines esenciales para los que el Derecho existe.
Porque, además, en el acta de la sesión del consejo constaba la lista de asistentes a la misma, según indica la propia resolución; y no parece, por tanto, descabellado, decir, en atención a ese extremo, que asistieron todos los consejeros a la sesión en que se acordó conceder el apoderamiento. Es cierto, desde luego, que el acta no puede identificarse con la certificación, y que es este documento el que tuvo a la vista la registradora en su faceta calificadora, circunstancia ésta, como indica el propio Centro directivo, que había de servir, en el caso analizado, para dar cumplimiento mediante la consignación del nombre de los consejeros, al principio de tracto sucesivo expresamente mencionado en el art. 11 RRM.
Pero, ¿no habíamos quedado en que tanto este principio como el de prioridad experimentan una sensible modulación en el Registro mercantil, como registro de personas, frente a lo que es característico en el Registro de la propiedad, como ejemplo singular de registro de bienes? Así parecía deducirse de la resolución de 19 de octubre de 2020, entre otras, tal y como vimos en el commendario de la semana pasada. No es fácil, por ello, encontrar con plena seguridad “el hilo de Ariadna” que permita, en el ámbito societario, conjugar la técnica registral, ciertamente depurada entre nosotros, con las necesidades propias de la práctica, tendentes a una mayor flexibilidad, sobre todo cuando, como en el caso del expediente, no había afectación del interés social ni, mucho menos, perjuicio de tercero. Sólo cabe decir, por tanto, “continuará”.