Se ha destacado con frecuencia la parcial indefinición que suele ser inherente a la fórmula “gobierno corporativo”, convertida en un tópico habitual no sólo procedente en el marco de las grandes sociedades cotizadas en Bolsa sino extendido, como una medida de necesaria consideración, en el contexto de los distintos operadores económicos en el mercado; y ello, sin perjuicio de que, desprovisto del apéndice “corporativo”, también se use en relación con instituciones y entidades de relieve público, por lo común alejadas de la actividad económica organizada en el mercado.
Se trata, desde luego, de una constatación correcta y de ahí la común tendencia a precisar, en el orden normativo, los muchos aspectos que convergen en la citada fórmula, cuyo sentido, más allá de su referida generalización, se manifiesta de manera plena y sin duda problemática en el contexto de las sociedades mercantiles, y no sólo de las grandes. No conviene ignorar, con todo, que a éstas últimas se refiere de manera necesaria uno de los pilares fundamentales de su regulación, como es el que constituyen los, así llamados, códigos de gobierno corporativo.
No resulta difícil de entender el debate permanente que, desde hace décadas, afecta al gobierno corporativo, dentro del terreno societario, generalmente asociado a dos vertientes de distinto alcance. Por un lado, hay que destacar al relevante asunto de su regulación y la presencia en dicho ámbito, como se acaba de señalar, de los citados códigos, ejemplo característico donde los haya del llamado “Derecho blando”; y ello, sin perjuicio, claro está, de las destacadas normas de Derecho firme susceptibles de ser incluida dentro del temario que nos ocupa.
Por otro lado, es preciso aludir a la paulatina ampliación de materias que se cobijan bajo la indicada fórmula y que van claramente más allá de su tradicional fijación en el órgano de administración de las sociedades. De tal circunstancia es buena prueba, precisamente, el código de buen gobierno de las sociedades cotizadas (CBGSC), vigente entre nosotros, donde, entre otros asuntos, las materias propias de la responsabilidad social y la sostenibilidad han experimentado un notable desarrollo. Pero también debe destacarse que la atención preferente al consejo de administración de dichas sociedades no sólo se mantiene sino que se va incrementando con nuevos y más incisivos principios y recomendaciones en torno a los diferentes elementos que conforman la arquitectura y el funcionamiento de este trascendental órgano societario; al mismo tiempo, proliferan a lo largo del código otros tantos enunciados repletos de detalles diversos en torno al estatuto y la posición concreta de los distintos consejeros y cargos del consejo.
No es fácil resumir aquí la trascendencia efectiva y concreta que en la práctica de las sociedades cotizadas está teniendo (porque resulta preciso utilizar el presente continuo) el singular aparato ordenador que representan los códigos que nos ocupan y su pretensión, desde luego explícita, de conseguir un “buen” gobierno corporativo. Como es natural, la valoración, a tal efecto, no puede ser genérica o, si se prefiere, mundial, pues las numerosas diferencias existentes entre los distintos países que los poseen, que incluyen aspectos, a la vez, jurídicos y empresariales, impiden este tipo de operación intelectual.
Además, la idea misma del Derecho blando, esencial para la existencia y configuración de esos mismos códigos, con el importante corolario del principio comply or explain, resulta ajena, por lo común, a la tradición propia de la gran mayoría de los ordenamientos; se hace necesario, por tanto, avanzar en el análisis propiamente jurídico de ese modo de ordenación a fin de evitar formalismos y generalidades, seguramente dos graves inconvenientes no tanto de los códigos de gobierno corporativo, sino, más precisamente, de su puesta en práctica, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.
Me he preguntado con frecuencia por la eficacia, en sentido genérico, del CBGSC y, de manera más específica, por el seguimiento, en su caso, de sus distintas recomendaciones y principios, teniendo en cuenta la posibilidad de desviarse de tal conducta, siempre que se explique debidamente. Se dirá que esa pregunta tiene una fácil respuesta, con tal de que se preste atención a los informes de gobierno corporativo que las sociedades cotizadas deben necesariamente redactar en cada ejercicio económico y en los que ha de hacerse constar, con arreglo a lo que dispone el art. 540 LSC, las circunstancias relativas al citado seguimiento, así como la explicación del porqué no se ha llevado a cabo en las correspondientes situaciones.
Siendo esta constatación obvia, me parece que no termina de resultar suficiente a los efectos de conseguir una información suficiente y un criterio del todo seguro. He hablado hace un momento de que, a mi juicio, proliferan los formalismos y las generalidades en el contexto que nos ocupa y me da la impresión de que no resulta fácil revertir esta tendencia ni alcanzar el ansiado “buen” gobierno corporativo sin asumir el cuadro valorativo inherente al CBGSC. En alguna ocasión he hablado de que este texto ordenador constituye un amplio repertorio de una magnitud a la que bien podríamos denominar “moralidad corporativa”, continua y paulatinamente renovada, como se puede comprobar en la gran mayoría de los países, entre otros el nuestro.
Asumir esa “moralidad corporativa”, con el mayor alcance posible, y dar un pleno significado jurídico a sus distintos elementos integrantes constituye, así lo creo, el núcleo del problema, y a esa tarea están llamadas, desde luego, las sociedades cotizadas, los organismos reguladores y también, aunque, si se quiere, en un sentido amplio e inorgánico, el propio mercado. No se trata, desde luego, de una operación sencilla ni resoluble de un plumazo, a cuya efectiva realización deben concurrir, del mismo modo, los juristas, como se observa, dentro de nuestro continente, en países como Alemania y, en menor medida, Italia, cuyo ejemplo, por múltiples razones, convendría imitar.
Parece claro, por tanto, que la consecución de un buen gobierno corporativo es una tarea larga y complicada, en la que se ha de atender, con dinamismo y prudencia a la vez, a múltiples elementos, algunos de ellos bien establecidos en el Derecho firme, otros dibujados con flexibilidad en el Derecho blando y, sin duda los más numerosos, en estricta dependencia de la actividad y la conducta de los propios operadores del mercado.
Por todo ello, resulta difícil de entender, y, por supuesto, de asumir, el conjunto de circunstancias recientes que han traído consigo la dimisión (quizá debería decirse, mejor, destitución, seguramente atípica) del anterior presidente del consejo de administración de Telefónica. Se ha informado en muy distintos medios de manera suficiente de los elementos más llamativos inherentes a esta forma de proceder, cuya extrema simplicidad resulta todavía más sorprendente y constituye, así lo creo, un ejemplo derechamente opuesto a lo que puede denominarse con seguridad “buen gobierno corporativo”.
Y no se trata -conviene resaltarlo- de negar a quienes tienen el suficiente “poder de decisión” en una sociedad cotizada la posibilidad de modificar y alterar, incluso radicalmente, la composición y las circunstancias propias del consejo de administración, partiendo de sus cargos más representativos. La “moralidad corporativa” a la que antes me refería, poniendo como ejemplo relevante de la misma el conjunto de principios y recomendaciones del CBGSC, no sirve para eliminar las tensiones y conflictos tan habituales en el seno de estas grandes corporaciones. Tampoco impide, como es bien sabido, el ejercicio de las facultades directamente derivadas de la tenencia de aquel porcentaje de acciones que permita influir de manera decisiva en la formación de la voluntad social.
Siendo esto así, debe afirmarse a renglón seguido que la normativa ordenadora del gobierno corporativo pretende encarrilar adecuadamente tales situaciones, buscando la mejor manera de comprender todos los intereses en juego, dando a cada uno lo suyo, en beneficio directo del interés social. De este modo, y ante un caso como el que nos ocupa, las preguntas sin respuesta adquieren una dimensión ciertamente elevada y hacen dudar fundadamente de la corrección del procedimiento, ciertamente veloz, que ha culminado con la dimisión-destitución del presidente de Telefónica.
Esa duda se deduce de la ausencia de respuesta ante numerosas preguntas que, con toda lógica, podrían formularse, empezando, y sin cansar al lector con detalles normativos, por ser suficientemente conocidos, por todo lo relativo al funcionamiento orgánico de la sociedad en cuestión. No me refiero a la junta general, pues las conocidas limitaciones que rodean su regulación, en particular su convocatoria y su desarrollo, permiten dudar fundadamente de su eficacia en un contexto como el que nos ocupa. No es imposible, con todo, que surjan algunas controversias al respecto con motivo de la junta general que, con carácter ordinario, habrá de celebrarse en los próximos meses.
La “parte del león” se situaba, como resulta fácil de imaginar, en la órbita del consejo de administración de la sociedad, tanto en lo relativo propiamente a las circunstancias y competencias de este órgano colegiado, investido de un papel predominante en las sociedades cotizada, como en lo que se refiere a su articulación interna en diversas comisiones. A este respecto, viene a la mente de inmediato la comisión de nombramientos y retribuciones, de cuyo protagonismo en este tema no hay noticia alguna, teniendo en cuenta que no sólo dimitió el presidente anterior, sino que se ha “destapado” (si se me permite un término que recuerda la antigua práctica presidencial del PRI en México) el nombre de su sucesor.
De entre las muchas opiniones que sobre este tema se han vertido, me ha resultado particularmente acertada la expuesta no por un jurista, sino por una gran figura del periodismo, Miguel Ángel Aguilar, quien ha traído a colación una frase de quien fuera relevante político, diplomático y también eclesiástico en la convulsa Francia de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, entre la Revolución y la Restauración borbónica. Me refiero a Talleyrand, para quien il y a toujours la manière, algo que, por completo, ha faltado aquí.
Por mi parte, y en forma más circunscrita, pero con igual poder expansivo, destacaré una frase de un gran profesor universitario, además de renombrado médico y ensayista distinguido; me refiero a don Gregorio Marañón, según el cual “en la Universidad no se enseñan cosas, sino modos”. O sea que, enlazando con la frase del dignatario francés, el modo o manera, dentro o fuera de la Universidad, se convierte en elemento central del proceder humano a fin de que la vida en sociedad transcurra de una manera razonable, sea previsible y permita un desenvolvimiento satisfactorio de las múltiples actividades que se desarrollan en esa misma sociedad.
Me pregunto, como modesto profesor universitario, si en la Universidad actual nos centramos demasiado en las cosas, en los contenidos, como ahora suele decirse, y olvidamos los modos, cuyo valor para circular por las diferentes situaciones vitales resulta, a la vista de lo expuesto, más que necesario. Y me pregunto, como jurista interesado en estas cuestiones, también por el futuro del gobierno corporativo, en particular por lo que se refiere al ámbito, tan relevante, de las sociedades cotizadas. Más que nunca hay que reivindicar el valor de la moralidad corporativa, sin cuya eficaz presencia, y sin el influjo de los múltiples modos que en ella se encierran, no puede encontrarse un camino idóneo para el desenvolvimiento idóneo de las múltiples situaciones de intereses que en las sociedades cotizadas se ponen continuamente de manifiesto.