La impugnación de los acuerdos de la Junta general ha sido siempre, sin perjuicio de su posición medular en la dialéctica propia del Derecho de sociedades de capital, un asunto problemático. Y lo ha sido desde que se introdujo entre nosotros, con evidente retraso, como señaló el maestro Garrigues, el sistema de las disposiciones normativas o, lo que significa lo mismo, desde que la LSA de 1951 optó, mediante un régimen suficientemente conocido, por dar carta de naturaleza a un mecanismo judicial para la preservación de las normas societarias, así como, sobre todo, para la defensa del interés social y de las minorías. No es preciso destacar, a la altura del momento presente, las modificaciones experimentadas desde entonces que han tenido su clímax precisamente con motivo de la reforma de la LSC para la mejora del gobierno corporativo.
El último acto del proceso de cambio en el tema que nos ocupa se ha llevado a cabo, como es bien sabido, por la Ley 31/2014. Esa reforma, por expresarlo mediante una fórmula consagrada, se ha caracterizado por el decidido propósito de reducir la conflictividad societaria o, quizá mejor, por sacar buena parte de sus posibles supuestos de la estrecha vía de los tribunales. Y aunque ha transcurrido ya un cierto tiempo desde su entrada en vigor, es lo cierto que no ha sido del todo “digerida” por la doctrina y menos aún por la Jurisprudencia. Es posible, incluso, que las dificultades hermenéuticas asociadas a tantos y tan significativos cambios –no dotados, por otra parte, de la debida expresión literaria, al menos en ciertos asuntos- vaya en paralelo con el sostenido crecimiento del arbitraje como remedio veloz y directo para el tratamiento de los conflictos societarios. Y cabe pensar, incluso, que en los próximos años la impugnación de acuerdos de la Junta experimente algún retroceso, cuyo efectivo alcance no es fácil de predecir en la actualidad.
En cualquier caso, este instrumento de control constituye, por el momento, una de las “claves de bóveda” del entero edificio del Derecho de sociedades de capital, habiendo alcanzado, como elemento canalizador de las tensiones en el seno de la sociedad, un relieve verdaderamente notable. No conviene ignorar, con todo, que por la propia naturaleza del fenómeno societario, así como por la necesidad de que no se dilaten en el tiempo excesivamente los procesos de impugnación y, por tanto, la inseguridad de las situaciones jurídicas, el esquema procesal aplicable se articula mediante rasgos característicos que lo distinguen de algunos supuestos cercanos. Así se advierte, desde luego, en lo que atañe al plazo de impugnación y a la naturaleza misma de este singular derecho potestativo; la conocida brevedad del primero se asocia, en lo que a la segunda se refiere, a su entendimiento como un supuesto de caducidad, con independencia de la entidad del vicio que pueda apreciarse en el acuerdo susceptible de impugnación.
Y es que si el Derecho Mercantil ha mostrado a lo largo de su evolución histórica una indudable aptitud para poner en cuestión y relativizar las nociones consabidas del Derecho Civil, el Derecho de sociedades de capital, por su parte, además de acentuar dicha tendencia, reviste la vertiente procesal de sus principales mecanismos de alguna notable singularidad. Así se advierte en el tema que nos ocupa, donde por circunstancias de diverso orden ha dado el legislador un paso significativo en el habitual cuestionamiento de instituciones y técnicas civilistas, asociando a tal criterio de política jurídica una significativa revisión de aspectos centrales de la normativa procesal-
De todo lo que antecede es buena prueba la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 30 de mayo de 2018 (BOE de 15 de junio), pues en la misma se analizan las cuestiones que, sumariamente, se acaban de señalar ante un recurso de llamativa sencillez, tanto en su propósito como en sus argumentos. En él se intentaba superar la negativa del registrador mercantil a inscribir los acuerdos de disolución y liquidación adoptados por la Junta general de una sociedad de responsabilidad limitada en ciudad distinta de la correspondiente a su domicilio social y por una mayoría inferior a la requerida estatutariamente. El notorio carácter ilegal de dichos presupuestos, indiscutido en el recurso, no impidió sin embargo que, en el momento de su interposición, se alegara el hecho de que por haber caducado la acción para impugnar tales acuerdos debían de considerarse válidos de manera, pudiéramos decir, sobrevenida. El Centro directivo, en una detallada resolución, de la que me haré eco en este commendario con cierta extensión, rechaza el argumento y desestima, por tanto, el recurso.
Recuerda la DGRN, como punto de partida, que el registrador mercantil “debe calificar todos los extremos concernientes a la celebración de una junta general que redunden en la validez de la misma”. Tras mencionar un amplio elenco de resoluciones en las que se pasa revista detalladamente a tales extremos, se alude a los relevantes cambios introducidos en materia de impugnación de acuerdos de la Junta por la Ley 31/2014; en este sentido, lo que con tal modificación legislativa se ha pretendido es no sólo limitar “los acuerdos susceptibles de impugnación por criterios meramente materiales (por defectos procedimentales, por ejemplo), sino que además se pone de relieve insistentemente que el vicio de nulidad ha de tener un carácter relevante, esencial o determinante, por usar la misma terminología del nuevo artículo 204 de la ley”. De modo que, en síntesis, “el legislador sólo considera susceptibles de impugnación aquellos acuerdos en los que concurre una causa cualificada de ilicitud y siempre que el ejercicio de la acción se acomode a las exigencias de las buena fe”.
En el presente caso, y de acuerdo con unánime jurisprudencia registral, nos encontramos ante dos acuerdos viciados de nulidad, susceptibles de dar lugar al conocido supuesto de la nulidad de la propia Junta. No se discute en el recurso, según ha habido ocasión de señalar, dicha calificación, pero sí se afirma la validez sobrevenida de los acuerdos en cuestión por haber transcurrido el plazo de caducidad establecido, lo que, a juicio del recurrente, haría posible su inscripción en el Registro mercantil. A fin de resolver este extremo, verdadero núcleo del problema, repasa la Dirección General la evolución de la Jurisprudencia en la materia, fijándose con especial cuidado en la determinación del dies a quo. Se acepta, en todo caso, la doctrina general al respecto, según la cual el dies a quo será “aquél en que el actor tiene efectivo conocimiento del acuerdo y de las circunstancias susceptibles de impugnación”.
Trasladando este criterio al ámbito específico de la impugnación de acuerdos sociales tras la reforma llevada a cabo por la Ley 31/2014, la Jurisprudencia menor ha venido a establecer que “la acción de nulidad a la que se refiere el artículo 204 de la Ley de Sociedades de Capital puede ejercitarse dentro del año a que se refiere el artículo 205 y desde que el legitimado para ello asistió a la junta general en que se adoptó el acuerdo impugnado, recibió el acta de la junta general o, en última instancia, el acuerdo devino oponible por su publicación en el Boletín Oficial del Registro Mercantil”.
Sobre la base de estas consideraciones, entiende el Centro directivo que “la apreciación de la existencia de caducidad para la impugnación de los actos societarios societarios impugnables no es, en absoluto, automática al depender su apreciación de un conjunto de factores que derivan de la situación de hecho, de la posición relativa del actor y de la valoración de la conducta de las partes que aprecie del juzgador”. Este criterio se refuerza en la resolución examinada a la vista de lo que constituye la razón de ser del proceso de calificación llevado a cabo por el registrador; así, se afirma que “no puede pretenderse que en el estrecho ámbito del expediente registral, caracterizado por la exclusiva aportación de la documentación pública que le sirve de sustento, pueda el registrador apreciar y valorar una serie de circunstancias extracartulares de las que depende la efectiva caducidad de la acción y que, por su naturaleza, están reservadas al conocimiento de los tribunales”.
No excluye la resolución, además, que el supuesto de hecho (es decir, la adopción de acuerdos en lugar distinto del domicilio social y con mayoría inferior a la requerida por los estatutos) se integre en aquellos que el art. 205 LSC “considera no sujetos al instituto de caducidad de la acción”; es decir, los acuerdos que por sus “circunstancias, causa o contenido resultaren contrarios al orden público”, noción ésta que para el Centro directivo se vincula directamente con los “principios configuradores de la sociedad”, sobre la base de lo dispuesto por el art. 28 LSC. Ello ha de entenderse así, a pesar de que el recurso prescinde de esta posibilidad, lo que para la resolución que nos ocupa “implica hacer supuesto de la cuestión”.
Con este planteamiento como telón de fondo, entra la DGRN derechamente en la valoración jurídica del argumento central contenido en el recuso; en tal sentido, se afirma con toda rotundidad que “el escrito del recurso confunde la caducidad de la acción con la validez de los acuerdos contrarios a la Ley o a los estatutos o, como en el presente caso, a ambos”. Y es que “la eventual caducidad de la acción no convierte en válidos los acuerdos tachados de nulidad, simplemente los hace inatacables en vía de impugnación”. De este modo, no puede “sostenerse que el transcurso del tiempo transforma lo nulo en válido ni que lo nulo queda integrado en al realidad jurídica como si la tacha no existiese. Ni siquiera cuando el acto accede al Registro Mercantil ocurre así”.
En definitiva, “no pueden confundirse los limitados efectos de la nulidad en el ámbito del derecho de sociedades, limitación que se justifica en la celeridad del tráfico y en la protección de socios y terceros, con los efectos de la nulidad cuando los actos nulos despliegan o pueden desplegar sus efectos en otros ámbitos”.
Como complemento, cabría decir “operativo”, al menos desde el punto de vista societario, de esta cerrada y consistente afirmación, alude la DGRN al deber de diligencia de los administradores sociales, tal y como se configura en el art. 225 LSC. Y es que, a fin de buscar algún punto de conexión entre la indudable nulidad y la continuidad del funcionamiento de la persona jurídica, el Centro directivo carga al administrador con el deber de “llevar a cabo los actos precisos para que la junta general revoque o, en su caso, sustituya los acuerdos correspondientes para adecuarlos a la legalidad”. Y ello “en beneficio del interés social, de sus socios y eventuales terceros”.
En suma, la Dirección General entiende que escapa por completo de la competencia del registrador el conocimiento y la valoración de las circunstancias decisivas a la hora de determinar si ha caducado o no la acción de impugnación de los acuerdos sociales adoptados por la Junta general. Se trata de un asunto que, como parece obvio, corresponde a los tribunales, sin que, como en el presente caso, se pueda entender caducada la acción por “la mera afirmación del administrador de la sociedad de que no se ha interpuesto”.
Parece razonable concluir afirmando el acierto del Centro directivo a la hora de desestimar el recurso. No obstante, la resolución, por su detalle y su indudable coherencia, ofrece numerosas cuestiones para un tratamiento doctrinal más detenido, de las que aquí sólo me referiré, por la propia economía de esta sección, a la nulidad de los acuerdos sociales. Quizá haya advertido el lector la frecuencia con la que la DGRN abunda en esta calificación, lo que no merecería mayor comentario, a salvo del hecho, bien conocido por todos, de que la Ley 31/2014 prescindió de calificar los acuerdos de la Junta general según el vicio que pudiera afectarles, englobando a todos ellos en la singular categoría de la impugnabilidad. Este planteamiento del legislador, como es notorio, respondía a consideraciones de muy diverso orden deducidas de la experiencia obtenida tras la aplicación, a lo largo de más de medio siglo, de un régimen impugnatorio precisamente basado en el distinto nivel de ilicitud de los acuerdos adoptados por la Junta general.
Pero lo que se mostraba como evidente en el momento de la reforma, para atender de la mejor manera posible a los objetivos de política jurídica perseguidos en este punto por la Ley 31/2014, plantea desde el punto de vista de la técnica registral algunos inconvenientes que la resolución en estudio se esfuerza por mostrar. De este modo, y a la espera de lo que los tribunales puedan determinar, la calificación de la ilicitud de los acuerdos sociales “expulsada por la puerta, entra de nuevo por la ventana” y obliga, por las circunstancias del caso, a una respuesta jurídica que, de manera inevitable, habrá de contar con ella. Que la ilicitud se convierta en nulidad resultará evidente, en principio, cuando el acuerdo sea contrario a la ley, sin perjuicio de lo dispuesto en el art. 6, 3º C.c.; no será tan clara la calificación, por el contrario, cuando nos encontremos ante otros supuestos de acuerdos ilícitos, teniendo en cuenta la amplia longitud de onda característica de la operativa societaria en el marco de las competencias de la Junta general.
Parece inevitable, y así se advierte en la resolución, la sustancial continuidad entre el régimen actual de la impugnación de los acuerdos sociales y su tratamiento precedente. Ello es así, no sólo por la reiterada referencia a sentencias y resoluciones de épocas pasadas, en cuanto que han hecho posible la formulación de algunos principios y reglas susceptibles de dar estabilidad y firmeza al tratamiento de tan compleja materia, sino, sobre todo, por el deseo de evitar maniobras especulativas que soslayen la trabajada arquitectura del Derecho de sociedades de capital.
Está por ver, con todo, si no resultará igualmente inevitable un cierto cambio de rumbo propiciado, en lo esencial, por los motivos que han conducido a la regulación vigente en la actualidad. En ese contexto, caracterizado por la inserción normativa de la ilicitud en el marco de la impugnabilidad, pueden surgir argumentos como los contenidos en el recurso que ha dado origen a la resolución comentada. Y no será fácil darles el debido tratamiento, teniendo en cuenta, de un lado, la estrechez suma de la categoría representada por los acuerdos contrarios al orden público y, de otro, la dificultad de “activar” a los administradores sociales para que, en el marco de su deber de diligencia, restablezcan la adecuación a Derecho de los acuerdos (ilícitos) de la Junta. No es fácil esta tarea, de máxima actualidad, por otra parte, entre los societaristas de nuestro tiempo.