He vuelto en los últimos tiempos al estudio de las entidades sin ánimo de lucro y, en particular, de las fundaciones, lo que me ha permitido apreciar el incremento verdaderamente notable de la bibliografía, con matices diversos, según las jurisdicciones; no ha sucedido lo mismo, por el contrario, en lo que se refiere a sus fuentes reguladoras, cuyas orientaciones básicas permanecen, en términos generales, ancladas en planteamientos ya veteranos. Con ese motivo, he prestado atención al todavía reciente Codice Unico del Terzo Settore, aprobado en Italia por el decreto legislativo 117/2017, de 3 de julio, y modificado en diversos apartados el pasado año. Se trata, como es sabido, de un texto amplio y detallado, con pretensiones omnicomprensivas en lo que se refiere a la ordenación de las muy diversas entidades susceptibles de ser agrupadas bajo tal denominación.
No es mi interés en el presente commendario, sin embargo, ocuparme del contenido de este código, objeto, por lo demás, de cuidadosa atención en el país transalpino. Si lo tomo como encabezamiento del mismo es por la circunstancia, nada novedosa, de que se emplee para identificar la norma el consagrado término “código”, cuyo relieve en muy distintos sectores jurídicos empieza a ser llamativo y también reiterativo. Ello es así tras una época, precisamente centrada, sobre todo, en los años setenta y ochenta del siglo XX, donde hablar de código, como término técnico para describir una cierta forma para la ordenación sistemática y completa de una materia jurídica determinada parecía cosa del pasado. Entre las muchas referencias que podrían citarse en tal sentido me viene a la mente un artículo del civilista italiano Piero Schlesinger titulado “el ocaso de la codificación”, suficientemente evocador de su contenido.
En aquella época, y todavía en algunos sectores, por la considerable inercia que caracteriza al mundo jurídico, la “fórmula mágica”, sin perjuicio de las particulares valoraciones que pudieran hacerse, era la de “leyes especiales”; el código no sólo parecía demodé, sino que resultaban de imposible realización las pretensiones que en la etapa codificadora se vinculaban con su existencia. De este modo, afirmar el “ocaso” de este formato jurídico no era consecuencia exclusiva de su aparente inadaptación a la época, sino que se deducía de la imposibilidad de conseguir en un tiempo razonable un texto regulador equivalente, tanto en la forma como en el fondo, a los códigos decimonónicos todavía vigentes, por lo demás, en la gran mayoría de los países.
Como es natural, esta orientación no dejaba de tener adversarios –pocos, eso sí-, sin perjuicio de que en algunos países, en ciertas ramas y por aquella época culminara con éxito un proceso codificador de factura sustancialmente clásica. La tendencia no se ha interrumpido, aunque las realizaciones concretas, a ese nivel, no sean demasiadas, sin perjuicio de algunas con notable interés para el Derecho mercantil, como la aprobación en Argentina de un código único para el entero Derecho privado, circunstancia verdaderamente excepcional en el panorama comparado.
Hay, no obstante, algunas diferencias entre estos últimos ejemplos y la realidad de una “nueva codificación”, si vale el término, como la representada por el Código italiano del tercer sector con el que he dado inicio a este commendario. Si en los primeros, la huella de la “esencia” codificadora era bien visible, tanto en la convicción del legislador como en el objetivo regulador pretendido, en los segundos se da una situación sustancialmente diversa. Merece la pena reseñar al galope algunas de sus características, cuyo núcleo fundamental puede ser descubierto alrededor de un hecho si se quiere adyacente; me refiero al prestigio social del formato jurídico llamado “código”, a pesar de la dificultad de traducir a términos actuales sus originarios elementos distintivos. Quizá suceda, como en su día advirtió Francisco Tomás y Valiente, que la codificación ha pasado de ser objetivo utópico a técnica vulgarizada, como muestra el habitual esqueleto formal y sistemático de la miríada de leyes aprobadas desde su época gloriosa hasta nuestros días.
Del ideal codificador quedaría, por tanto, su vertiente externa, una cáscara prácticamente vacía, si queremos ser iconoclastas (lo que, dicho sea de pasado, no es la mejor conducta para el jurista), susceptible de alojar, por ello, todo tipo de productos normativos. Por ello, la “vulgarización” del código en nuestros días ha privado a dicho formato jurídico de toda aptitud diferenciadora y permite llamativas singularidades. Así se advierte, por ejemplo, en el territorio casi hoy ilimitado del Derecho blando, donde a la profusión de códigos allí existentes, entre los que se debe contar nuestro Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas, se une su elemento común de estar privados de todo efecto vinculante para sus destinatarios.
Esta circunstancia, de por sí, constituye elemento de sobra extravagante para un jurista de mentalidad clásica (como son, queramos o no, la gran mayoría); pero no parece tener la misma significación para los protagonistas del sector concreto al que el código “blando” se dedique ni, mucho menos, para quienes contemplan desde fuera del Derecho semejante realidad. Me atrevería a decir, incluso, que el uso del término “código” aspira a prestigiar las “normas” allí contenidas, dando a su agrupación un marchamo de calidad, como si de este modo se condensara, volvamos al Derecho de la propiedad industrial, un relevante goodwill.
No sucede exactamente lo mismo cuando el código se inserta en el ámbito del Derecho firme, como sucede con la regulación del tercer sector en Italia. Aquí, además de la cáscara, está también la fruta, es decir, la regulación, pretendidamente vinculante, sin perjuicio, claro está, de las normas dispositivas. Con todo, y más allá del esquema sistemático común, y de los libros, títulos y capítulos, con numeración convencional o a Derecho constante (como se dice en Francia), estos códigos “de la tercera fase”, aun largos y minuciosos, no pueden considerarse completos ni mucho menos tienen garantizada la estabilidad, como resulta inevitable en la época de la legislación motorizada.
Esta “soberanía limitada” del código actual, recogiendo una afortunada expresión de Ariberto Mignoli a propósito de las sociedades integradas en un grupo, no sería, con todo, el principal problema. Más grave me parece el asunto, verdaderamente determinante para el Derecho y los juristas, de su interpretación; al fin y al cabo, por mucho prestigio que todavía condense el formato “código”, resulta imposible analizar su contenido atribuyéndole la posición preeminente que a los códigos clásicos todavía se les otorga por muchos operadores jurídicos. Para bien o para mal, las normas agrupadas bajo el rótulo de algún código sectorial no tienen mayor rango que otros preceptos legislativos, siendo la primera labor del jurista la de articular ordenadamente la habitual maraña normativa, con el fin de insertar en su seno el o los códigos pertinentes.
De este modo, la elaboración de códigos, sean de Derecho firme o blando, se ha convertido en nuestros días en una tarea permanente, derivada seguramente de una más que perceptible añoranza por el tiempo pasado, donde las leyes eran pocas, claras y estables. Pero además de esa nostalgia, en cuya razón de ser hay tanto de mito como de realidad, la codificación presente es un requisito insoslayable si se quiere hacer operativo el mundo del Derecho, convertido en un ámbito escasamente controlado, gracias, entre otras cosas, a la proliferación de poderes normativos, al protagonismo de distintos sectores sociales y a la perenne necesidad de ponerse en claro sobre lo que está en vigor y lo que ha de considerarse derogado. Hacer de la necesidad virtud, es decir, convertir al código inevitable en objeto de deseo, quizá no sea una mala conclusión para este commendario, lo que me permite romper una nueva lanza a favor del Anteproyecto de Código Mercantil, cuya “cura de reposo” en alguna covachuela administrativa no parece ser el mejor remedio para los males de nuestra veterana y siempre actual disciplina.