Pertenece a la tradición más acendrada de nuestro Derecho de sociedades el debate sobre la extensión y los límites del poder de representación de los administradores a propósito, sobre todo, de las sociedades de capital. La cuestión, como es bien sabido, fue objeto de intensa discusión, en relación, valga la redundancia, con el objeto social. Allí comparecieron nuestros mejores juristas, correspondiendo a la Jurisprudencia, desde luego judicial, pero de manera muy intensa, también a la registral, la nada fácil tarea de encontrar el mejor modo de articular la relación entre la vertiente interna de la sociedad, expresada por lo común en el interés social, y la debida tutela de los terceros que entraban en relación con la persona jurídica precisamente a través de la intervención de sus administradores.
En la materia se entrelazaban, además, cuestiones de diverso alcance, por supuesto, la relativa a la interpretación de los preceptos societarios directamente aplicables, siempre sometida, como es natural, a planteamientos divergentes. También comparecía nuestra propia tradición jurídica, aunque fuera a través de asuntos, como el correspondiente al poder de representación del factor, provistos de importantes matices, sin perjuicio de su común referencia a la realidad del tráfico y a la protección de los terceros. Y no faltaban, por último, gruesas cuestiones dogmáticas, como era, y sigue siendo, la relativa a la capacidad de la sociedad representada, resuelta hace ya bastante años, de la mano del maestro Girón, en beneficio de la tesis “generalista”, que servía para excluir, al margen de otros matices, cualquier tentación de asumir planteamientos propios de la doctrina ultra vires.
Tras la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea, hubo de procederse a la asunción en bloque (uno actu, cabría decir, a pesar del tiempo transcurrido) del vigente, para entonces, Derecho europeo de sociedades, con la conocida primera directiva en la que terminó imponiéndose la doctrina de cuño germánico, verdaderamente proclive a la tutela de los terceros. De ahí surgió el régimen normativo que, tras diversos ajustes y modificaciones, se concreta en lo que podríamos denominar “legislación societaria básica”, identificada entre nosotros en la actualidad con la LSC. Y la califico de básica porque, a pesar de los pesares, el RRM se mantiene tal cual, sin perjuicio de remiendos parciales, al margen de su más que necesaria reforma, aunque sólo fuera para que las referencias a preceptos de otras normas, en su caso, no resultaran equívocas. Asunto éste que, como se verá en seguida, no deja de tener importancia en la aplicación cotidiana del Derecho de sociedades.
Una de las modificaciones experimentadas por nuestro Derecho de sociedades de capital, quizá la más importante hasta el momento, incluso superior a la muy reciente llevada a cabo por la Ley 5/2021, de 12 de abril, es la dictada con el propósito de mejorar el gobierno corporativo y que se concretó, según es notorio, en la Ley 31/2014, de 3 de diciembre. En ese relevante cambio de regulación, se modificó lo dispuesto en el art. 249, 1º LSC, al atribuir al consejo de administración, en el contexto de la delegación de facultades, la posibilidad de establecer “el contenido, los límites y las modalidades de delegación”.
No me extenderé ahora en reflexionar sobre ese “acto de organización” que es la delegación de facultades, tal y como lo calificó el profesor Rodríguez Artigas en una brillante monografía, y reiteró, en el prólogo de la misma, el profesor Duque. Al margen de su frecuencia en la práctica, sin perjuicio del importante papel que, a ese respecto, juega la realidad tipológica, es bien conocido su significado y su alcance, sin que sea necesario, por tanto, detenerse en cuestiones suficientemente sabidas. Más interés tiene, y de ahí el título del presente commendario, explorar el margen de maniobra del consejo para la delegación, de acuerdo con el tenor literal del precepto antes transcrito.
Y la cuestión es relevante porque sobre ella se ha pronunciado hace no demasiado tiempo el Centro directivo; me refiero a la resolución de 10 de febrero de 2021 (BOE de 25 de febrero), en la que se contemplaba un supuesto de delegación de facultades dentro del cual el consejo de administración atribuyó al consejero delegado todas las facultades legal y estatutariamente delegables, con la particularidad de que aquellas facultades cuyo contenido económico resultara superior a un millón de euros por operación únicamente podrían ser llevadas a cabo, de forma mancomunada, con alguna de las dos personas indicadas al efecto.
Presentada la escritura de delegación en el Registro mercantil, el registrador suspendió la inscripción porque no era posible, a su juicio, restringir las facultades representativas del consejero delegado con limitaciones oponibles a terceros, dado el contenido típico del poder de representación de la sociedad. Por su parte, el notario autorizante de la escritura interpuso recurso, alegando que, en nuestro Derecho, con arreglo a lo dispuesto en los arts. 249 y 2491 bis LSC, así como en los arts. 149, 1º y 185 RRM, es perfectamente posible el establecimiento del “contenido, límites y modalidad de la delegación”. Finalmente, la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública decidió desestimar el recurso, confirmando la calificación impugnada.
Estamos ante una resolución clara y sintética, en la que cabe distinguir dos partes o, quizá mejor, un preámbulo retrospectivo, de un lado, y, de otro, la doctrina que, de ese precedente y de la situación normativa actual, extrae el Centro directivo en relación con el asunto contenido en el expediente. Por lo que al primer aspecto se refiere, destaca la resolución que el asunto en examen ha sido ya resuelto en nuestro Derecho, poniendo como ejemplo primero y principal lo dispuesto en el art. 234 LSC, cuyos precedentes europeos igualmente se exponen. No se ignoran, y de ahí la mirada hacia atrás antes aludida, las circunstancias históricas propias del Derecho español, con alusión directa a la normativa sobre el factor notorio, así como a la regulación del asunto en sede tanto de anónimas como de limitadas.
Y si en ese contexto la solución al problema planteado no era del todo clara, al menos desde el punto de vista jurídico-positivo, expone la resolución los caracteres esenciales de la doctrina establecida por la Dirección General en una jurisprudencia continuada y sustancialmente uniforme. Con arreglo a ella, según es bien sabido, se afirmó la capacidad general de la sociedad, sirviendo la determinación del objeto en los estatutos para limitar únicamente las facultades representativas de los administradores. Al mismo tiempo, se puso de manifiesto la ineficacia de tales límites ante terceros siempre que se refirieran a asuntos comprendidos en el objeto social. Por último, y en lo que atañe a los actos que podían quedar fuera de este último, sin vinculación posible para la sociedad derivada de la conducta de los administradores, se aludió únicamente a los actos “claramente contrarios” al objeto social, “es decir, los contradictorios o denegatorios del mismo”.
Con base en estos precedentes, y de acuerdo con la vigente situación normativa, recuerda la Dirección General lo dispuesto en el art. 249, 1º LSC, alegado, como ya se ha dicho en el recurso, sin perjuicio de añadir, a renglón seguido, que la facultad atribuida en dicho precepto al consejo en punto a la delegación “no autoriza para limitar el contenido típico del poder de representación”. Este criterio, derivado, a juicio del Centro directivo, de una interpretación sistemática de nuestro Derecho de sociedades, se ve reforzado por lo dispuesto en las normas del RRM antes mencionadas, es decir, el art. 149, en relación con los arts. 185, 3º y 192, 2º. Se acentúa, en particular, lo dispuesto en el tercer apartado del art. 149, conforme al cual, como es sabido, el ámbito del poder de representación será siempre el que determine la Ley, en este caso concretada en el art. 234 LSC. De este modo, se salva el anacronismo, todavía existente en el precepto citado, derivado de la alusión al art. 129 de la derogada LSA.
No parece dudoso, y así lo confirma la presente resolución, que el fundamento de la normativa en examen sea la protección de los terceros, los cuales “no estarán obligados a realizar indagaciones sobre las limitaciones de aquel poder representativo derivadas de los estatutos o –como ocurre en el presente caso- del acuerdo de delegación, de modo que tales limitaciones serán ineficaces frente a terceros aun cuando se hallen inscritas en el Registro Mercantil”.
La conclusión de lo expuesto es evidente, y así señala la Dirección General que “una limitación como la cuestionada en el presente caso puede tener una eficacia meramente interna”, con posible incidencia en la responsabilidad del consejero delegado. Por lo demás, “ningún obstáculo existiría para inscribir dicha limitación si en el acuerdo de delegación quedara siempre a salvo expresamente lo dispuesto en el referido artículo 234 de la Ley de Sociedades de Capital, eliminando así toda ambigüedad e incertidumbre, incompatibles con la exigencia de precisión y claridad de los pronunciamientos registrales”. Por todo lo cual, como ya se anticipó, el Centro directivo decidió desestimar el recurso.
Si tuviera que aplicar algún calificativo a la resolución expuesta, a fin de destacar el sentido de su doctrina y, por supuesto, sin ninguna otra intención, recurriría al término “registral”. Puede parecer una redundancia, ya que con dicho vocablo se expone una cuestión controvertida a propósito, precisamente, de su acceso o no a ese recinto singular, y de indudable relieve jurídico, que es el Registro mercantil. Pero el término empleado va más allá de esa circunstancia redundante y se sitúa en uno de los terrenos habitualmente visitados, aunque no siempre, por la Dirección General con motivo de sus resoluciones dentro de la órbita societaria que aquí nos ocupa.
Quiero decir que la clave para la desestimación del recurso no se deduce o, al menos, así me lo parece, de que sus argumentos y, con ellos, el contenido del acuerdo de delegación, no se adecuen a la legalidad vigente. De ello es buena prueba una de las últimas frases de la resolución en la que, sin género de duda, se afirma la inscribibilidad de dicho acuerdo, eso sí, con la condición de que se manifieste expresamente la eficacia puramente interna de las limitaciones impuestas al poder de representación del consejero delegado; dicho de otro modo, el acuerdo será inscribible siempre que en él se recuerde la vigencia del art. 234 LSC. No es imposible, desde luego, y en ese sentido habría que dar plenamente la razón a la Dirección General, que un tercero, tras el examen del contenido del Registro, pueda dudar del alcance de esas limitaciones, en el caso de que se hubieran inscrito. Y que sospeche la posible irresponsabilidad de la sociedad por aquellos contratos, quizá de su interés, en los que se superen los mencionados límites; no conviene olvidar que, al fin y al cabo, es el Registro mercantil una “institución de terceros”.
No estoy seguro, sin embargo, de que esta circunstancia se corresponda del todo con la realidad actual de nuestro tráfico jurídico. Pero, si así fuera, ¿era tan difícil que notario y registrador, o a la inversa, convinieran en añadir una simple frase al acuerdo de delegación para lograr su inscripción, sin que se perdiera demasiado tiempo y, tal vez, la paciencia de la sociedad, con las consiguientes limitaciones al desarrollo del objeto social? Esa frase, como acabo de decir, consistiría, en esencia, en recordar la vigencia del art. 234 LSC. Por tal motivo, este commendario lleva el título que lleva, mucho más enfático, seguramente, de lo que la realidad, en su modestia, aconsejaría para evitar el trámite del siempre incómodo conflicto jurídico.