Resulta cada vez más extraño hallar, en la frondosa bibliografía societaria, alguna sólida monografía (porque no faltan aportaciones de menor alcance, aunque de muy desigual valor) dedicada directamente al estudio, por supuesto dogmático, de la noción de “persona jurídica”. Es éste, con toda seguridad, uno de los conceptos memorables del Derecho, al tiempo que resulta ser, también sin duda, uno de los más útiles. Podríamos afirmar, incluso, que constituye una auténtica “invención” jurídica, por supuesto, no patentable, y de dominio plenamente común, al menos por lo que se refiere al estamento de los juristas; invención, además, de configuración paulatina, casi podríamos decir parsimoniosa, gracias a la concurrencia de todos los saberes jurídicos, con el impulso inicial, pero limitado, del Derecho romano, con la prosecución duradera, generalizadora y espiritualizada, como no podía ser menos, del Derecho canónico, y con la presencia final (pero no conclusiva) del Derecho civil, tomando este término en el sentido genérico, superior a la categoría enunciada, que los canonistas solían darle.
Ocuparse de la persona jurídica, con ambiciosas pretensiones científicas, supone, por lo expuesto, una tarea ardua, teniendo en cuenta, a la vez, la “explosión” del concepto, presente en todos los ámbitos del ordenamiento, y la tensión por hacerlo unitario o reconocer, bajo su aparente sencillez enunciativa, ciertos estratos derivados, esencialmente, de los peculiares caracteres de los distintos supuestos de hecho a los que se intenta aplicar. El caso es que todos, y no sólo los juristas, nos encontramos e incluso chocamos cotidianamente con entes dotados, en mayor o menor medida, de personalidad, circunstancia resultante de su condición primigenia de “personas jurídicas”.
Pero, como es evidente, ese encuentro, a veces embarazoso, no es más que una manera de hablar, pues con quien topamos (dejemos a don Quijote y Sancho, por el momento) es con una o varias personas, por supuesto de carne y hueso; ellas o, mejor, sus actos nos revelan la “esencia” de la correspondiente persona jurídica, protagonista, por otra parte, entero y verdadero de ese ámbito ciertamente decisivo al que los juristas colocamos bajo el abstracto nombre de “efectos”, siempre relativos al acto o negocio jurídico previamente realizado. De este modo, será inevitable reconocer algo (o mucho) de razón a Savigny cuando veía en la persona jurídica un refinadísimo ejemplo de fictio iuris, y que me perdonen por ello los muchos y excelentes juristas, de todos los continentes, esforzados por desmontar la consabida teoría de la ficción en el tema que nos ocupa.
Y, sobre todo, que me perdone el lector de “El Rincón de Commenda” por este comienzo casi desaforado (es decir, sin fuero propio), lleno de abstracciones y de reminiscencias historicistas, no sé si debido a la ciclogénesis explosiva o a que la Lotería Nacional ha pasado, una vez más, de largo, sin un mínimo reintegro que llevarme a la boca; porque, en realidad, lo que yo pretendía con este commendario es hablar de la persona jurídica, sí, pero en un contexto concreto, por supuesto del Derecho de sociedades. Me refiero al administrador persona jurídica y, como consecuencia de lo ya dicho, a su representante, naturalmente persona no jurídica, a tenor de lo dispuesto en el art. 212 bis LSC.
La materia, no obstante la cercanía del precepto citado, goza de una considerable y pacífica tradición entre nosotros, al tiempo que muestra una envidiable vitalidad en la práctica. De ello son buena prueba las dos resoluciones de la Dirección General de los Registros y del Notariado a las que me quiero referir; la primera, de 10 de septiembre de 2019 (BOE de 6 de noviembre), que desestima el recurso interpuesto, y la segunda, de 20 de septiembre de 2019 (BOE de 13 de noviembre), que lo estima sólo de manera parcial. Y los protagonistas de ambas son las dos personas mencionadas en el título del commendario, si bien con distinto papel, dado que es, sobre todo, la persona natural representante, y no el administrador persona jurídica, quien ocupa, por razones derivadas del supuesto de hecho enjuiciado, la mayor parte del escenario.
En la primera de las resoluciones se discute “si es o no inscribible el poder que se otorga a sí misma la persona natural nombrada para ejercitar el cargo de una sociedad que es administradora única de otra”. A tal fin, el Centro directivo recoge con detalle su consagrada doctrina sobre los caracteres distintivos de la representación orgánica y la voluntaria, que no impide, sin embargo, afirmar la posibilidad, cuando menos, teórica de que concurran en la misma persona las dos “modalidades de representación en relación con una misma persona jurídica”. Pero, a renglón seguido, y con la misma firmeza, se pone de manifiesto que tales elementos distintivos, así como, sobre todo, su diferente ámbito operativo “pueden originar que en su desenvolvimiento surjan dificultades de armonización que deben ser analizadas en cada supuesto concreto (posibilidad de revocación o modificación del poder conferido, exigencia de responsabilidad, subsistencia del poder más allá de la propia duración del cargo) y es a la vista de ellas como ha de resolverse su compatiblidad”.
Situadas las cosas en estos términos, la DGRN reitera su criterio de que ha de rechazarse la posibilidad de que “el administrador único pueda, como tal otorgarse poder para seguir actuando en su cualidad de apoderado, con base en una representación voluntaria, y con las mismas facultades que ya podía ejercitar como representante orgánico”. Y es que, de ser esto así, “la revocación del poder deviene ilusoria en tanto el apoderado siga ejerciendo el cargo que le facultaría para privarse de las facultades autoatribuidas”. Pero, del mismo modo, “existe también riesgo en la demora de la revocación en caso de producirse el cese, voluntario, acordado o legal, pues a tal cese no sigue necesariamente la inmediata sustitución ni, aun produciéndose ésta, toma conocimiento al instante el sustituto de los apoderamientos existentes y pondera la conveniencia de su mantenimiento o revocación”.
Queda, por último, el destacado asunto de la exigencia de responsabilidad, cuyo ejercicio se torna difícil para el administrador, como representante orgánico, frente a la actuación del apoderado; sin perjuicio, además, “del más presunto que real fraude que supondría el que quien ha de asumirla en su condición de administrador social y por las causas establecidas en la ley…pretenda derivarla a la más diluida de un apoderado acudiendo al expediente de invocar su actuación en un supuesto de riesgo como apoderado en lugar de hacerlo como administrador”.
Trasladando estas reflexiones al supuesto enjuiciado, constata el Centro directivo que “el apoderado no es propiamente la sociedad nombrada administradora única sino la persona natural designada por ésta para ejercer el cargo de administrador”. Lo que aquí sucede, no obstante, es que en dicha persona concurren, a la vez, la condición de representante del administrador persona jurídica y la de apoderado, por lo que, manteniéndose así las cosas, “dependería de la propia apoderada…la subsistencia del poder conferido, de modo que sería ilusoria la revocabilidad de la representación voluntaria en tal supuesto y la exigencia de responsabilidad que al administrador correspondería en los términos antes expresados”.
Por su parte, la segunda resolución nos sitúa ante el otorgamiento por el consejero delegado de una sociedad limitada unipersonal de una escritura pública en la que el mismo designó a una persona física para que actuase como representante de dicha sociedad, en su condición de administradora de una sociedad anónima, indicando que el sujeto designado no estaba incurso en causa alguna de incompatibilidad, con arreglo a la legislación vigente. La registradora suspendió la inscripción por entender que, dado el carácter permanente de la designación de la persona física representante y su régimen de responsabilidad, era necesario que dicha persona aceptase la designación con arreglo a diversos preceptos de nuestro Derecho de sociedades, entre ellos, los arts. 212, bis y 215 LSC. Como queda dicho, la Dirección General estimó el recurso interpuesto, pero sólo en lo relativo a la manifestación sobre ausencia de incompatibilidades del designado, desestimándolo, por el contrario, en lo tocante a la aceptación del cargo.
Comienza el Centro directivo recordando los elementos esenciales de la regulación relativa al administrador persona jurídica, sobre la base de lo expuesto en anteriores resoluciones. Son tres, en tal sentido, dichos elementos, a saber, que es la persona jurídica administradora “y no la sociedad administrada, quien tiene competencia para nombrar a la persona física que ejercita las funciones el cargo”; en segundo lugar, “que ha de ser una única la persona física designada no siendo válida la designación de varias ni aunque existan administradores solidarios o mancomunados en la administradora”, doctrina que, acogida en lo tocante a distintos supuestos societarios, cuenta con la significativa excepción de las fundaciones, tan influidas en su régimen por el Derecho de sociedades de capital, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 15, 2º de la Ley 50/2002, de 26 de diciembre. Por último, la persona física designada “actuará en nombre de la persona jurídica administradora y con carácter permanente para el ejercicio estable de las funciones inherentes al cargo de administrador”.
Y aunque hay que distinguir entre la aceptación del cargo de administradora por el representante de la sociedad nombrada a tal efecto y la designación por ésta última de la persona natural que haya de ejercer las funciones propias del cargo, también es cierto “que la inscripción de los poderes en el Registro Mercantil no requiere la aceptación previa por parte del apoderado, pues en todo apoderamiento, al ser un acto unilateral…es de esencia que no sea necesaria dicha aceptación expresa y sea suficiente la aceptación tácita”, con motivo del ejercicio de las facultades asignadas.
Por tal circunstancia, en líneas generales, “no sería necesaria la aceptación del designado cuando la designación de la persona natural representante de la sociedad nombrada se realiza mediante apoderamiento”. Pero no puede desconocerse que, con independencia de que el vínculo entre la sociedad administradora y su representante persona física se encuadra en la categoría de la representación voluntaria, “por disposición legal, los efectos de esa designación exceden del ámbito propio del mero apoderamiento para asimilarse…a los propios de la relación orgánica de la administración”.
Buen ejemplo de lo que antecede es que, a diferencia de los demás poderes, la “designación de la persona física representante no se inscribe en la hoja de la sociedad administradora sino en la hoja de la administrada”. Y, eso sí, al margen de la insuficiencia normativa y falta de claridad reguladora en el tema que nos ocupa, parece evidente al Centro directivo la notoria cercanía existente entre el nombramiento de la persona física representante y la designación de los administradores, aunque sólo sea por la asimilación que ese incompleto tratamiento lleva a cabo. Conviene tener en cuenta, por otro lado, la paulatina acomodación del estatuto jurídico del representante al que es propio, en términos generales, de los administradores, como se pone de manifiesto entre nosotros (así como en otros ordenamientos) en el crucial asunto de la responsabilidad, con arreglo a lo dispuesto en el art. 236, 5º LSC.
Podría haber alguna duda, con todo, en lo que atañe a la efectividad de esa asimilación respecto de la materia principal de la que se ocupa la resolución estudiada, es decir la necesidad de la aceptación del cargo por parte del representante. A pesar de ello, la DGRN reafirma su postura a la vista de la remisión al art. 215 LSC contenida en el inciso final del art. 212 bis, 2º del mismo cuerpo legal. Del primero de los preceptos se deduce sin género de duda que sólo una vez aceptado el cargo (de administrador) se podrá inscribir dicha designación dentro de los diez días siguientes a la fecha de la aceptación.
Y el mismo resultado, por efecto de la remisión, habrá de regir en el problema examinado, pues de lo contrario sería sumamente difícil “exigir la responsabilidad al designado representante persona física de la sociedad administradora mientras no constare la aceptación de aquél, especialmente por ejemplo en caso de incumplimiento del deber de diligencia, no ya por los actos que pudiera realizar – de la que resultaría la aceptación tácita de la designación- sino como consecuencia de la omisión de actuaciones debidas”.
Las dos resoluciones aquí resumidamente expuestas acreditan no sólo el interés de la temática relativa al administrador persona jurídica, así como a su representante persona natural, sino su efectiva presencia en la realidad del tráfico. Se advierte en ambas, no obstante, la alusión específica a algunas de las circunstancias inherentes a la puesta en marcha de esta singular modalidad administradora y señaladamente las relativas a la designación, así como a la capacidad del propio representante para articular su modus operandi; no se han contemplado en ellas, por tanto, otros asuntos relevantes, desde el relieve tipológico, en su caso, de la figura, hasta su considerable protagonismo en las estructuras características del grupo de sociedades, de acuerdo con una peculiar “ingeniería” organizativa. En cualquier caso, a la hora de perfilar el régimen jurídico del representante, esquemáticamente contemplado en el Derecho positivo español, el Centro directivo avanza en el camino de asimilarlo progresivamente a la regulación de los administradores, no obstante su diferente naturaleza, de acuerdo con lo que parece ser común en la doctrina y en la normativa más reciente de otros países.